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Hace 25 años acepté mis discapacidades; hoy lo celebro

Mi hijo Dante me enseñó a descubrir otro camino

Esta semana mi hijo cumplió veinticinco años.

Un once de mayo de 1998 la madre de la nena que yo cuidaba había organizado una fiesta en su casa para darle la bienvenida a nuestro bebé. No habíamos tenido fiesta de casamiento, ni familia cercana para disfrutar de reuniones de domingos. Esa ocasión era para mi significativa. No sólo una enorme muestra de afecto sino un rito inicial ante la sociedad de echar raíces en el suelo que habíamos elegido para formar una familia.

Mi hijo sería un americano inmerso en mi cultura natal, la argentina. Yo la alimentaba todos los días con canciones, lecturas y memorias. Convivía en esta nueva tierra con todos mis recuerdos de esa generación que me precedió y que la dictadura genocida diezmó. Ellos eran mi guía y habían marcado un proyecto de un futuro que quedó destrozado.

En mi cuerpo crecía una vida

Yo no podía dejar de pensar en las compañeras embarazadas, encerradas en aquellos espantosos campos de concentración, alimentando con amor a esos hijos de los que después serían separadas para siempre.

Mi amiga Leda Berlusconi me había mandado por correo desde Argentina, los dos tomos de La Voluntad de Eduardo Anguita y Martín Caparrós. Pasé mi embarazo leyendo esos libros y me enamoré de la figura de Agustín Tosco.

Ese 11 de mayo al volver de la fiesta, sentí que mi hijo caía dentro de mi vientre. Un descenso tan abrupto de su cuerpo que me hizo pensar que iba a dar a luz en ese mismo momento, sin dolor ni contracciones. No tenía idea de lo que sería después el verdadero parto. En una guía para madres encontré una explicación: algunas primerizas experimentaban ese acomodamiento del bebé y once días después se producía el parto. El médico nos había dicho que Dante nacería en los primeros días de junio. Tomé mi agenda y escribí “Dante va a nacer el veintidós de mayo como Agustín Tosco”,  había memorizado su fecha de nacimiento del líder obrero después de leer La Voluntad.

Así fue.

Elegí un parto natural, sin anestesia, sin epidural. La experiencia fue irreal, alucinatoria. Media hora antes de que Dante naciera, el dolor me partió la vida y pasé al otro lado. Desde la pared blanca opuesta a la camilla donde estaba, vi entrar a Marta, la madre adoptiva del papá de Dante. Vestida con una pollera escocesa marrón y un sweater del mismo color, llegó sosteniendo un maletín de cuero.

Cuando miré al padre de mi hijo para contarle, ella ya había desaparecido y el llanto de Dante llenaba la pieza.

Fotos: Adriana Briff

La abuela paterna de Dante vino a conocer a su nieto desde Argentina seis meses después. Le conté de mi visión durante el parto, le describí la ropa que llevaba puesta esa mujer que había atravesado la pared para asistir al nacimiento.  Así la había vestido ella a Marta, cuatro años antes cuando la preparó para el último adiós.

Ir al encuentro de otro mundo

Dar nacimiento a Dante fue para mi el inicio de un nuevo mundo.

Una complejidad de dimensiones, marcada por instintos, percepciones y de tenacidades. Las largas noches sin dormir, el enorme cansancio, las etapas de crecimiento que no se cumplían, me fueron alejando cada vez más de los caminos por donde transitaban los otros.

Finalmente a los dieciocho meses de Dante llegó la explicación a todo ese desorden: autismo.

Desde las mejores intenciones, empecé a escuchar frases que intentaban ser consejos y ayudas. Yo las vivía como crueldades que me desarmaban y me aferré a mis ideales para encontrar las fuerzas necesarias para afrontarlas.

La directora del primer jardín maternal de mi hijo me dijo “tiene que enterrar al hijo normal y darle la bienvenida al hijo discapacitado”.

Volví a mi casa, llorando. Mi hijo era hermoso. Su pelo brillaba bajo el sol, sus rasgos era plácidos y él me miraba con unos ojos llenos de vida y esperanza. ¿Son mis expectativas de normalidad más importantes que éste ser humano? Me pregunté ¿Qué era lo que tenía que enterrar?

Toda mi rebeldía se incendió como un motor descarriado. Sentí odio, bronca y desesperación, por años. Después el caos se fue transformando.  Con el paso del tiempo comencé a experimentar la dignidad de no pertenecer, de desafiar lo establecido, de aprehender la vida desde las diferencias.

Dante me enseñó a ver y valorar mis propias discapacidades, a entenderlas y aceptarlas.

Veinticinco años después

He tenido que dejar de trabajar como asistente de educación, una carrera que ejercí por más de 15 años.  No hay, por ahora, un programa de adultos que responda a sus necesidades.  Después de la pandemia, los programas han sido recortados. Superpoblados, aglutinan en enormes salas a toda una población con necesidades especiales tanto físicas como mentales en un rango de 22 a 80 años. La subjetividad de la persona con discapacidad está cosificada y nuevamente, las buenas intenciones no alcanzan.

Yo soy ahora su proveedora, su asistente 1:1. Tres veces por semana, con una comunidad muy pequeña de educadores y padres, tratamos de organizar un programa digno para nuestros hijos, no un depósito donde no estorben.

La sociedad no está preparada para los diferentes y la norma es responder desde la discriminación y la marginación. El parámetro de “la normalidad” es la producción. El que no produce para el sistema es catalogado de “discapacitado”. Enfrentar esta realidad es un enorme desafío pero es el más profundo y esencial para transformar esta existencia deshumanizada.

Casi todos los días hay que empezar de cero. Es difícil pero también es la posibilidad de construcción una esperanza.

Desde hace tres años caminar es una de nuestras actividades terapéuticas. Trato de estar atenta a las señales del camino, a los encuentros con las energías que nos acompañan. Trato de leer los mensajes de las flores, de los árboles, de los pájaros que cruzan el cielo. Así la semana pasada encontré este cartel. Está colgado en una de las paredes de las oficinas de Tunnel Tops en Presidio, San Francisco, donde nos dieron albergue durante el verano con el programa De Colores para las clases de arte y música.

“Escribir de nuevo o ser escrito. Descoloniza tu historia”.

Tomé una foto al cartel. Sentí que esta señora me estaba hablando.  Su mensaje era la síntesis de nuestro camino. Descolonizar nuestros lazos, deshacernos de las normas impuestas por la normalidad, descolonizar el lenguaje y el concepto restringido de comunicación y entendimiento. Ir a otro encuentro y  resignificar nuestra manera de relacionarnos.

En el aniversario de estos veinticinco años de maternidad, me gustaría que este escrito sea un abrazo a todos esos padres que enfrentan nuestra realidad. Decirles que hay otro camino, confiarles que la terquedad sirve para no enterrar los sueños, los anhelos y las ganas.

Esta sociedad nos contiene pero también nos limita. Encontrar el camino del medio es una aventura.

Vamos andando y nuestra humanidad nos susurra como la brisa del mar “No te dejes, somos mucho más que esto”. Es bueno escucharnos, confiar en nuestra voz, sernos propios. Desenterrar la rebeldía y festejarla, en un mundo donde la mayor discapacidad es no aceptar las diferencias.

Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.

Perfil del autor

Adriana es educadora en el Distrito de San Carlos, California.Tiene una licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional de Rosario. Madre de Dante, un joven autista de 23 años, Adriana disfruta en escribir crónicas diarias, que ella ha titulado "Fotos con palabras". Sus textos pueden verse en Facebook. También ha publicado en las revistas Urbanave y en Brando, del Diario Nación y Página 12 Rosario.

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