Migrantes, elecciones, pragmatismo y mucha hipocresía
Las recientes filtraciones de Wikileaks, en las que se documenta como en 2006 el entonces candidato a la Presidencia de México, Felipe Calderón en una reunión con el Embajador estadounidense Anthony Garza, ofrecía una especie de disculpa anticipada por algunos pronunciamientos que contra las políticas antiinmigrantes de EE.UU. tendría que hacer para no perder votos, son una muestra perfecta de como este tema es utilizado, más frecuentemente con fines político-electorales que por convicciones ideológicas o personales.
Lo que este incidente revela es doblemente grave porque, por una parte, se advierte la poca sensibilidad e interés que hacia el tema de los inmigrantes tenía (¿tiene?) el actual Presidente, mientras que, por la otra, queda evidenciada (se sospechaba desde hace tiempo) una actitud de subordinación de los funcionarios mexicanos con sus homólogos estadounidenses o cuando menos de cuidar -en exceso- no molestar o contrariar al poderoso vecino del norte.
En el caso de Estados Unidos, casi todos los días –especialmente en el caso de los medios hispanos- se transmiten notas y reportajes acerca de iniciativas locales y federales para modificar el estatus legal bajo el cual vive la población inmigrante, sobre todo la indocumentada, creando grandes expectativas dentro de este segmento no reconocido de la sociedad norteamericana, que espera con ilusión permanentemente una, cada vez más incierta y lejana, reforma migratoria.
Al ser cada vez mayor el porcentaje de población latina en ese país, este se ha ido convirtiendo en un suculento bocado para los políticos estadounidenses, quienes dependiendo de los escenarios se colocan como promotores de la regularización migratoria de los indocumentados o en el polo opuesto, condenando la inmigración ilegal, señalándola como una amenaza para el establishment del país más poderoso del mundo.
A final de cuentas, ese es el juego de los políticos: ganar elecciones tomando como bandera el apoyo o rechazo a los inmigrantes (dependiendo cuál sea la opinión predominante de sus electores), tal como lo caricaturizó Robert Rodríguez en su reciente cinta, “Machete”, en la que un legislador texano que promueve políticas antiinmigrantes, en realidad es indiferente al tema, pero actuar de esa manera le sirve para promover sus futuras aspiraciones políticas (desea ser gobernador). El tema es sin duda complejo, pero en general a eso se reduce la disputa en EE.UU. y así ha sido durante las dos últimas décadas.
En el caso de México, desde hace tiempo existe una especie de consenso –políticamente correcto- que impide que cualquier actor (político, académico o periodístico) manifieste una posición contraria a reconocer los derechos de los migrantes, no obstante que en la ley , pero sobre todo en la práctica, la política migratoria mexicana ha sido mucho más restrictiva con los derechos de los indocumentados que la de Estados Unidos, a la que suelen hacer tantas críticas los políticos de este lado de la frontera.
Esta situación de incongruencia entre el discurso y la realidad que explica el deplorable trato que en México han recibido históricamente los migrantes, principalmente centroamericanos (cuya presencia acá es prácticamente invisible, salvo para los funcionarios y criminales que suelen abusar de ellos), ha provocado algunos cambios positivos. Por ejemplo, desde 2008 se despenalizó la inmigración indocumentada y a principio de 2011 fueron elaboradas la nueva Ley de Inmigración y la de Refugiados y Protección Complementaria.
De esta forma, lo que encontramos es que el tema de los migrantes, en ambos lados de la frontera, es utilizado por políticos y otros actores como moneda de cambio para obtener votos o popularidad, ya sea exhibiendo un perfil progresista y de compromiso con los derechos humanos, o bien, convirtiendo en bandera política la condena y persecución de la migración indocumentada. Esto hace que al final sea complicado establecer con claridad si quien habla a favor o en contra de reconocer los derechos de los migrantes lo hace convencido de lo que está diciendo o si su discurso responde únicamente a lo que le dicta estrictamente su interés personal (y desde luego las encuestas).