Aqueja al Perú la incertidumbre electoral después de los comicios de segunda vuelta del 6 de junio, que ganó Pedro Castillo al frente del partido Perú Libre.
La candidata derrotada Keiko Fujimori alega fraude sin pruebas, e impide el reconocimiento oficial del ganador. Fujimori es hija del expresidente Alberto Fujimori quien cumple una condena de 25 años en prisión por violaciones a los derechos humanos. Representa un legado de populismo y represión perjudiciales para el Perú.
Castillo se impuso pese a una campaña sin precedentes de difamación e intimidación en los principales medios de comunicación. Esa campaña dio resultado. El 55% de quienes votaron por Keiko Fujimori lo hicieron, no por sus virtudes, sino porque no querían “que el comunismo llegara al poder”.
Sin embargo, Castillo ganó por 44,000 votos o más. La diferencia es poca pero sustancial. No hay ningún indicio de fraude. El proceso fue calificado por Transparencia Internacional, la OEA y observadores internacionales como limpio y transparente. Estados Unidos y la Unión Europea elogiaron el proceso. Y el 51% de los votantes lo apoyaron porque ofrecía el cambio que requiere el país.
Faltando menos de un mes para la toma de poder, el Jurado Nacional de Elecciones retrasa el veredicto final mientras Fujimori exige anular 200,000 votos mayormente de zonas rurales, donde los votantes por Castillo son absoluta mayoría. Por negarse a dejar el poder, los allegados a Fujimori piden desconocer la victoria de Castillo, o anular los resultados y convocar a nuevos comicios.
Algunos incluso estimulan la intervención castrense, y cientos de oficiales en retiro pidieron a los principales jefes militares no reconocer a Castillo. Esto fue rechazado por el presidente en ejercicio – temporario y nombrado por el Congreso – y la fiscalía «investiga».
El caso del Perú se asemeja al estadounidense.
En ambos países el candidato perdedor – aquí es Donald Trump – argumenta sin asidero en la realidad que su derrota es falsa y que tuvo origen en un fraude electoral masivo. En ambos, representa una peligrosa corriente antidemocrática. Sin embargo, la tercera parte de la población cree que hubo fraude y dos terceras partes de quienes los apoyaron, que ellos – Trump y Fujimori – son los verdaderos ganadores.
La supervivencia política de ambos depende de la discordia, la desconfianza y la confrontación. De eso se nutren. Es su oxígeno.
La negativa de Fujimori a reconocer la derrota ha catalizado en el sector perdedor una radicalización hacia la extrema derecha violenta y antidemocrática, en una narrativa de elección robada con marcados tintes racistas y clasistas. También en ese aspecto se parece a lo que aquí sucede.
Pero el país andino enfrenta un período de aguda inestabilidad sin parangón: tuvo cuatro presidentes en cinco años; los escándalos de corrupción mermaron la confianza en las instituciones políticas; lidera al mundo en muertes per cápita por el coronavirus y recibió un millón de nuevos refugiados venezolanos huyendo del régimen de Nicolás Maduro, que de por sí significa que está importando la crisis que sacude a aquel país.
Y Castillo representa para el pueblo peruano, un pueblo ninguneado, olvidado, que tiene esperanzas y expectativas, representa una promesa de estabilidad y desarrollo.
Cada día que pasa sin que el Jurado Nacional de Elecciones reafirme la justa victoria de Pedro Castillo aumenta el peligro de violencia e inestabilidad para el Perú.