Infinidad de veces me he preguntado cuáles habrían sido las implicaciones en Tijuana y posiblemente en todo México, sin en lugar de haberle dado trato de VIP a los engendros del narco, se les hubiera aplicado por lo menos la ley del hielo, y ya no digo si la sociedad mexicana en su conjunto hubiese reaccionado ante estos criminales con el mismo repudio que se aplica injustamente a quienes son considerados por algunos como “diferentes” o “not nice”.
Por ejemplo, hace un par de días en el exclusivo centro comercial Antara de Polanco, en México, DF, unas mujeres tzeltales fueron víctimas de lo que algunos llaman: Discriminación de Baja Intensidad. Esta “Discriminación Light”, incluye miradas de incredulidad de la fresada (¡O sea! ¿Qué hacen estas indias aquí goeeyyyy?), persistentes ofrecimientos de servicio al cliente (Reiterativos: “Sra. Le puedo ayudar?”, cada vez con mayor volumen y frecuencia entre una y otra oferta de “mano amiga”).
En fin, el escrutinio a dos inofensivas mujeres que analizando la actitud y lenguaje corporal y hasta verbal por parte tanto de la masa de empleadillos de Antara como de los “Shopping Guests” (más finolis que decir “la clientela” ¿no?) podría inferirse que en su no tan humilde opinión las tzeltales, digamos que estaban fuera de contexto. Pero en México ¡no!, no somos racistas.
No entiendo cómo podemos ser tan jodidamente abyectos con los pobres, con los marginados, con los que no hablan nuestro idioma (siempre y cuando ese idioma no sea de inglés pa’arriba, porque ahí si que nos “cuadramos”), con los que no visten a la moda, con los que no cumplen con nuestras “ideas fijas” sobre lo socialmente aceptable.
Pero rompemos toda “lógica” de nuestras absurdas reglas psicosociales, cuando se trata de Poder, por cualquier medio y en cualquier nivel: Poder es Poder, y el embelesamiento que produce aniquila cualquier “idea loca” como el Repudio Social.
No sé a cuantos de ustedes queridos lectores, les haya ocurrido una situación similar a la que voy a narrar a continuación, pero en mis tiempos y en mi ciudad, esto se vivía a diario.
Sucedió en un lugar de moda, de esos a los que uno no puede resistirse, por más largas que sean las colas para entrar, más arrogante y grosero el portero, caros y desagradables sean los tragos, insalubre el estado de los sanitarios (y encima nunca hay papel), por más lentos y abusivos que sean los meseros, el lugar de moda transforma a los “orangutanes” de la entrada en cuates, a los meseros en modelos, al bar tender en chef estrella, y ¿los tragos? Y ¿el baño?..bueno, no importa ya que es un privilegio pertenecer a esta curia de elegidos que pasaron la cadena y escrutinio del gran San Pedro de las Borracheras: El Omnipotente Portero.
En este mismo contexto y con esa misma mentalidad, muchos jóvenes tijuanenses nos aglutinábamos semanalmente en “el lugar de moda”, una de esas franquicias que aparecen en todas las playas famosas del país y hasta del extranjero, de esos negocios que gustan de utilizar nombres propios, en inglés of course, o de animales, los que a veces coinciden de las formas más extrañas.
El “antro” siempre a reventar: trasladarse de un lado a otro del lugar era más una sesión de alpinismo que una simple caminata. La masa de rostros, manos y tragos (imposible ver los pies), muchas veces formaba una pared impenetrable que a menos que se decidiera trepar o brincarlos, obligaba a cambiar de ruta y planes en un segundo. ¿Conseguir una mesa? casi un milagro, a menos que se tratara de uno de sus VIP. Pero esa noche mis amigos y yo tuvimos mucha suerte: ¡una mesa disponible para los seis! o por lo menos eso creímos mientras nos duró la fiesta.
Tardamos más en la fila, burlar obstáculos y masa de gente, y finalmente sentarnos en nuestra mesa, que lo que duramos sentados en aquel lugar. No bien nos sirvieron nuestros respectivos tragos (¡por fin!) recibimos la visita de seis meseros, un capitán y el gerente del lugar. ¡Vaya recibimiento! Pensé para mis adentros.
Un mesero de cabello largo y castaño, con un raro acento extranjero, se dirigió a nosotros, a decir verdad un poco insolente:
-Necesitamos la mesa.
-¿Perdón?—dijimos los seis al unísono.
-¡Necesitamos esta mesa!—ya gritaba con el pretexto de nuestra aparente sordera.
¿Y tiene que ser ésta, no puede ser otra?—preguntó burlón uno de mis amigos.
Entonces los meseros a una señal del capitán, quién a su vez obedecía la señal del Gerente, consistente en un brusco movimiento de cabeza en dirección a nuestra mesa, nos envolvieron en un huracán de movimientos, todos por encima nuestro, tal cual no estuviésemos sentados ahí, estorbándoles sus tareas: levantaban los tragos, quitaban el mantel, pasaban un trapo…
La reacción de la parte femenina de mi grupo fue un inmediato “zafo”: tomamos nuestros bolsos, sacos y toreras y nos escapamos por entre los meseros que se movían a toda velocidad a lo largo y ancho de la mesa.
Los varones por su parte, intercambiaron unos cuantos codazos con los meseros, y dos o tres notas para el calendario de mayo con el gerente y el capitán, antes de reunirse con nosotros en el rincón donde nos habíamos anidado para protegernos de la vergüenza propia y ajena.
Sin duda esta era una situación sin cabida para un arreglo entre caballeros, en medio de su desesperación técnicamente nos echaban del lugar, sin mostrarnos la puerta, no tenían tiempo para delicadezas por encontrarse en medio de un momento apoteósico (luego sabríamos).
Pero “la mesa” estaba ubicada justo frente a las escaleras de acceso al primer piso, a unos cuantos pasos de la salida de emergencia, y de los baños, y además la vista desde ahí era envidiable para cualquier paranoico -maniático-controlador: a través de los amplios ventanales se podía “vigilar” perfectamente el movimiento en el estacionamiento, avenida principal y acceso, y encima podía verse claramente lo que ocurría en las cuatro esquinas del local. Ubicación, Ubicación, Ubicación, diría el vendedor de Bienes Raíces.
Quisimos salir del sitio en ese mismo instante, pero para entonces ya se habían apostado en el acceso a las escaleras dos tremendos especímenes, modelo Guarro, recién salidos de una peli de los hermanos Almada. La chamarra de piel negra indispensable y el pistolón a la cintura obligatorio. ¿Cualquiera pasaba por ahí? ¡No creo!
Los meseros apenas tuvieron tiempo de alistar la mesa, cuando apareció una comitiva que en una primera impresión aparentaba tratarse simplemente de un grupo de hombres de unos treinta y pico años (viejos, ordinarios, feos y gordos para nuestros estándares de recién pasada adolescencia), con un par de mujeres de no más de veinte años (guapas, ordinarias y con cuerpazo, de acuerdo a nuestro recién golpeado ego femenino).
Uno a uno fueron ocupando las que otrora fueran nuestras sillas, pisoteando lo poco que quedaba de nuestra dignidad.
-¿Quiénes son? – pregunté cándidamente a uno de mis cuates.
-¿Tsss? – dijo.
Esta vez obedecí. Algunos miraban con curiosidad al grupo recien llegado, pero también con tímida sumisión y algunos hasta con respeto, otros fingían grandes sonrisas para después desplegar su gran categoría yendo a saludar con grandes abrazos y sonoras carcajadas a los usurpadores de nuestra preciada mesa, incluyendo en primera fila, el Gerente del lugar ¡Cuatazo!
En cuanto pudimos salimos de ahí.
Algunos amigos volvieron con la misma frecuencia de antes, como si nada hubiese ocurrido, otros decidimos no pisar ese lugar jamás, ni ninguno donde se les abriera las puertas a gente con pistolas, que por lo menos en opinión de unos cuantos, era motivo suficiente para medir un riesgo potencial y determinar que no había nada que hacer yendo a los lugares. Por mi parte, tampoco consideré necesario ir más allá y develar la identidad misteriosa de los VIP de esa noche en el lugar de moda, quienes tantas molestias nos habían causado.
Desafortunadamente muy poca gente daba importancia a hechos como esos, al contrario, parecía que el rumor de que algún enpistolado visitaba algún lugar, era suficiente para ponerlo hasta el gorro y convertirlo en un negocio exitoso, deseable para todo wannabe que aspiraba a estar cerca de la gente “picuda”, de los “pesados”.
Después supe que los VIP’s de esa noche, eran nada menos que “los hermanitos” del Cartel más famoso de la zona, pero entonces no eran ni tan famosos ni tan letales, como lo han sido en los últimos tiempos. Pero ya entonces, “los hermanitos” eran para quienes los meseros más guapos de la ciudad estaban dispuestos a batirse en duelo por dejarles libre una mesa y los gerentes de antros de moda de sacrificar a su clientela frecuente por una visita de una noche, cualquiera día del año. Para quienes cualquier empresario prestaría su nombre, cualquier policía se convertiría en secuestrador, cualquier joven estudiante promesa del futuro se convertiría en sicario, prófugo de la ley o cadáver, cualquier cura en intermediario o canalla, y cualquier político en sirviente.
Cuando las cosas empezaban a ponerse difíciles en Tijuana, casualmente ese Gerente que supervisó atentamente la expropiación de nuestra mesa, tan cuatazo de “los hermanitos” , en pago a la excelencia de su servicio a narcos y otros criminales de cuello blanco de la ciudad, fue víctima de un sonado secuestro.
[bctt tweet=»El repudio social contra el narco no es una opción real en México; unos los aceptan por codicia o ambición, otros por miedo » username=»hispanicla»]Hasta ahora, el repudio social contra el narco no es una opción real en nuestro país. Unos los aceptaron por codicia o ambición, otros por miedo, porque hay que ser realistas, hay casos en los que en verdad uno tendría que ser un loco desquiciado para llevarse entre las patas a toda su descendencia y ascendencia por mantener sus ideales del “deber ser”.
Pero también es muy cierto que afortunadamente la mayoría de los mexicanos no nos encontramos en esa situación límite y mientras algunos utilizan sin ningún pudor el repudio contra dos inofensivas mujeres Tzeltales que portan orgullosas sus tradiciones y legado, y hasta contra el Presidente (por las razones que sean), nunca lo ejercemos contra la horda de orangutanes que a diario ultrajan, roban, secuestran, asesinan, aterrorizan, e invaden nuestras vidas de mil maneras.
Memorandum: las Tzeltales no son el enemigo. Y aunque imperfecto, sordo y con mala puntería, tampoco lo es Felipe, al menos no en la guerra contra el narco.