El evangelio según Camus (breves apuntes sobre «La peste»)

Solo creía en un humanismo universal que iba más allá de los credos y las razas. No estaba seguro de lo que había después de la muerte pero estaba seguro que, mientras estuviéramos vivos, la tierra era nuestra Orán. Y todos teníamos el mismo derecho a detener durante un tiempo el inevitable careo con la muerte.

La primera vez que leí la palabra “peste” en el 2020 fue en enero. Quería empezar el año con una “limpieza” de mi biblioteca y decidí que me sobraban unos cincuenta libros. Los separé en tres pilas para mis amigos, el canje y la biblioteca de mi ciudad. Esta última pila era la más alta y entre sus ejemplares se encontraba “La Peste” de Albert Camus; en aquella edición azul de los “Premios Nobel”.

Al libro no lo había abierto desde los años noventa, es decir poco tiempo después de abandonar la Facultad de Letras. Y recuerdo que esa mañana de enero, al hojearlo, volvieron a mí sus personajes como si los acabara de cruzar en una calle de mi pueblo. El doctor Rieux y el empleado municipal Grand, el periodista Rambert y el padre Paneloux, y por cierto Cottard y Tarrou. Pero también volvió el hedor de los cadáveres cremados en Orán y el perfume de sus playas, ambos contenidos en la ahogada salitre del papel viejo. Como si los recuerdos literarios se reactivaran más por el olfato que por el ejercicio de la memoria.

Escrito en una lápida

La segunda vez que leí la palabra “peste” fue al otro día de la declaración de la cuarentena en el país, es decir el 21 de marzo. Pero no fue en las placas de la televisión, que hablaban de “pandemia”, sino en la página web. Porque en la página de la biblioteca se promocionaban los títulos relacionados con la epidemia. Y allí, junto a Defoe y Bradbury, la tapa de mi viejo libro gritaba “La peste” desde sus carcomidas letras doradas sobre azul. Como la inscripción envejecida en una lápida egipcia.

Sería la primera de las extrañas coincidencias que me depararía ese libro hasta ayer al mediodía; cuando la casualidad se transformó en sobresalto. Fue cuando en casa de mi mujer decidí releer aquel libro. Por suerte ella guardaba un ejemplar heredado de una tía. Y casi me atraganto al comprobar que las acciones empezaban el 16 de abril, es decir, exactamente el día en que volvía a esa novela. Sentí, para decirlo de algún modo, una especie de «adelanto» de mi propia muerte; como si aquella fecha fuese la de mi último día en la tierra y ya estuviera grabado en una tumba como en la tapa de mi ex libro.

Perorata del apestado

Pero aún había más. El 16 de abril se cumplían cincuenta años del casamiento de mis padres; aquel acto fallido del cual yo era el único fruto. Pensé, entonces, en el “dorado” de las bodas de oro tan saltado como el de mi viejo ejemplar. Y pensé, también, en la palabra “fruto” y en la palabra “peste” y que, en cierto modo, yo había sintetizado en mi vida; ya que fui como un árbol empestado dando frutos venenosos. Y que acaso todo lo que había escrito en mi vida había sido, precisamente, una “perorata del apestado” como reza aquel título de Buffalino.

Luego imaginé qué pasaría si aún viviera mi madre y aún estuviera con mi padre. Y la sola posibilidad me hizo sentir náusea; como la de los personajes de Camus ante las primeras fiebres. Acaso porque yo era un árbol que, a pesar de haber nacido enfermo (y acaso por eso mismo) había decidido cortar de cuajo con toda mi configuración genética previa. Y me había quedado solo y a contramano en el huerto, como la higuera maldita de las escrituras.
Pero las higueras también pueden ser un fabuloso cobijo para los iluminados. Como la “ficus religiosa” donde el Buda alcanzó el nirvana, o el sicomoro bajo el cual descansaba Natanael al ser visto por Jesús en el evangelio de Juan.

La Tierra es Orán y viceversa

Sin embargo, mi “iluminación” de la mañana no vino por la religión ni por la profecía ni por las coincidencias, sino por las simples palabras de Camus. Más precisamente por las que en la novela pronuncia el doctor Rieux, que debe “pelearse” con todos para tratar a sus pacientes. Con el cura, para quien la peste es un castigo divino. Con Rambert, que quiere un certificado para salir de la ciudad y volver a París con su novia. Con los demás médicos que no quieren pronunciar la palabra “peste” para que no cunda el pánico. Con los librepensadores, a quien les dice que el aislamiento no es un cercenamiento de la libertad sino una medida sanitaria. Y, finalmente, con los empleados municipales a quien trata de hacerles entender que sus ordenanzas no sirven para nada en estas circunstancias; que ya no hay barrios de árabes ni de negros ni de franceses sino que todos los barrios son uno mismo y que se llama Orán. Y que todos sus habitantes corren el mismo peligro y tienen el mismo derecho a ser atendidos.

Pero a todo esto lo dice con una tranquilidad conmovedora y con una fabulosa empatía para con el dolor humano; casi con “amor” si fuera que Camus hubiera creído en el “amor cristiano”. Pero no. El no creía en dios ni en Jesús ni en el Buda. Sólo creía en un humanismo universal que iba más allá de los credos y las razas. No estaba seguro de lo que había después de la muerte pero estaba seguro que, mientras estuviéramos vivos, la tierra era nuestra Orán. Y todos teníamos el mismo derecho a detener durante un tiempo el inevitable careo con la muerte.

Hay un fabuloso diálogo entre el doctor Rieux y Tarrou que vale la pena rememorar. Helo aquí.

Teología del doctor Rieux

-¿Qué piensa usted del sermón del padre Paneloux, doctor?
-He vivido demasiado en los hospitales para que me guste la idea de los castigos colectivos. Pero ya sabe usted que los cristianos hablan así, a veces, realmente sin pensar en ello. Son mejores de lo que parecen.
-Sin embargo, piensa usted como Paneloux; que la peste tiene algo bueno, que abre los ojos, que obliga a pensar…
-Como todas las enfermedades del mundo (…) Puede servir para hacer mejores a algunos. No obstante, cuando se ve la miseria y el dolor que trae hay que ser cobarde, loco o ciego para resistirse a la peste (…)
-¿Cree usted en dios, doctor?
-No; pero ¿qué quiere decir eso?
-¿No es lo que lo separa del padre Paneloux?
-No lo creo. Paneloux es hombre de estudios. No ha visto morir lo suficiente y por eso habla en nombre de una verdad. Pero el más insignificante cura rural que administra a sus parroquianos y que ha oído la respiración de un moribundo, piensa como yo.
-¿Por qué muestra usted, entonces, tanta abnegación si no cree en Dios?
-Yo no sé nada; Tarrou. Cuando entré en este oficio lo hice abstractamente, porque era difícil para un hijo de obrero como yo. Y luego ha sido necesario ver morir. ¿Sabe usted que hay gente que se resiste a morir? ¿Ha oído usted alguna vez a una mujer gritar “Nunca” en el momento de morir? Yo sí. Y me di cuenta de que jamás podría habituarme a eso (…) Sencillamente aún no me acostumbro a ver morir… Después de todo…
-¿Después de todo?
-Después de todo –continuó el doctor- quizás vale más para Dios que no se crea en él y que se luche contra todas las fuerzas de uno contra la muerte, sin elevar los ojos a ese cielo donde él calla.
-Sí –asintió Tarrou- puedo comprender lo que dice. Pero sus victorias siempre serán provisionales.
-Lo sé. Pero no es una razón para dejar de luchar…

El existencialismo es un humanismo

Supongo que diálogos como este, y sobre todo, convicciones como las del doctor Rieux le hicieron escribir a Sartre “el existencialismo es un humanismo”. Yo diría que, al menos, el existencialismo de Camus lo es. Y más aún. Diría que el “humanismo de Camus” es un evangelio. Acaso la única “buena noticia” profana que, a falta de Cristos y Budas en su corazón, anunció un agnóstico. Una «buena nueva» que tiene en su copyright la invención de una “quieta misericordia”; una “piedad sin correlato alguno con “La Piedad” de Miguel Ángel y una necesidad natural de ayudar al prójimo porque mientras uno sea un hombre “no se puede actuar de otra manera”.

Pero sobre todas las cosas, el “evangelio de Camus” tiene un concepto de redención que no espera por una tumba grabada con un nombre del pasado sino que se cumple en el presente; allí donde las individualidades se desvanecen como nombres que borra el mar en la arena.

Por eso, por hacerme olvidar de la tumba y del pasado; de mi peste personal, de mi nombre y de mi higuera maldita es que le agradezco tanto a Camus en esta mañana del 17 de abril. Y, ante todo, por devolverme la certeza de no ser nadie en el mundo sino algo mucho más importante; la certeza de ser un hombre entre los hombres.

Iván Wielikosielec

Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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