El paraíso perdido de los Selk´nam

Una noche de 1520, cuando los primeros europeos bordeaban las desconocidas “Tierras del Fin del Mundo”, divisaron rojizas fogatas parpadeando en la bruma. ¿A quiénes calentarían en aquellos parajes bajo racimos de estrellas como manchones lácteos? Esto deben haberse preguntado Fernando de Magallanes y sus valientes. Pero no tardarían en averiguarlo.

Fue al día siguiente que un europeo trabó conocimiento por primera vez con un Selk´nam, lo que en el imaginario occidental equivale a decir que estuvo frente a una aparición. ¿Qué cosa era si no un gigante de un metro ochenta completamente desnudo en tiempos en que los europeos apenas alcanzaba el metro sesenta y cinco y se vestían de pies a cabeza? ¿Qué cosa era si no ese ser con la piel del pecho y las piernas pintadas con puntos de luz como si estuviera encendido? Por cierto que los españoles ignoraban que la pintura era parte esencial del “Hain”, la ceremonia iniciática para los adolescentes en el arte de la caza.

Tras una mirada fugaz de mutuo estremecimiento, el hombre desnudo se internaría entre los bosques y el europeo volvería al campamento con la fabulosa noticia. Luego, la tripulación sería visitada por los miembros de la tribu, invitada a compartir la carne de guanaco al calor de las mismas fogatas y bajo esos raros manchones lácteos que se conocerían luego como “Nubes de Magallanes”. Como si aquel primer contacto no fuese solamente étnico sino también cósmico, interplanetario, galáctico.

Los hombres del norte que se hicieron del sur

Los primeros Selk´nam (“casta de la rama separada” en su lengua) u Onas (“hombres del norte” según la denominación de sus vecinos los Yámanas) provenían de los grupos nómades continentales de la Patagonia Meridional, que habrían cruzado el territorio fueguino antes que se constituyera en isla, hace aproximadamente diez mil años. A su vez, estos nómades hundían sus raíces en los grupos provenientes de Siberia durante el último período glaciar.

Los Selk´nam convivían en paz no sólo entre los tres grupos en que se dividían, sino también entre sus vecinos Yámanas y Alacalufes, con quienes apenas si se cruzaban para carnear alguna ballena varada en la costa y aprovechar la preciada carne y el aceite.

Sin embargo el equilibrio que esta raza mantenía con el ecosistema se vería roto de manera abrupta con el proceso de colonización del hombre blanco hacia fines del siglo XIX. Lo que sigue, es una pequeña crónica de los últimos días de los Selk´nam en la tierra. La expulsión (la destrucción) de aquel preciado paraíso.

La fiebre del oro

La expedición del chileno Ramón Serrano Montaneren 1879, fue la que informó de la presencia de importantes yacimientos auríferos en los ríos de Tierra del Fuego. Con este incentivo, cientos de aventureros llegaron hasta la isla con la esperanza de hacer una fortuna que no encontraron. Entonces, empezaron a matarse entre ellos y a diezmar indios para robarles mujeres y provisiones. El rifle era más poderoso que el arco; y bajo el peso de su ley implacable, estos aventureros fueron los amargos pioneros del exterminio.

A la cabeza de este genocidio (uno de los primeros en suelo argentino pero no el último) estuvo un rumano, Julius Popper, quien formó un ejército privado en una zona sin Estado y se autoproclamó “Rey del Páramo”. Incluso llegó a acuñar monedas de oro con su nombre y efigie. Y hasta se vanagloró de exhibir un álbum fotográfico como un trofeo. Era la secuencia completa de un ataque perpetrado por él y su contingente contra las desnudas tolderías. Esas fotos se conservan en los museos del sur y testimonian el nacimiento de un país cuya historia, desde su nacimiento, estaría marcada por la masacre a los más débiles y por algo peor aún: el consentimiento de esa misma masacre por parte del Estado.

El Guanaco Blanco y el «Chancho Colorado»

Los inicios de la explotación ganadera de Tierra del Fuego fueron promovidos por el Estado chileno y argentino. Era la concesión (o mejor dicho, el robo de tierras) más grande conocida por la historia del sur. A tal punto que en 1894, la ocupación de la provincia abarcaba prácticamente todos los terrenos ocupados históricamente por los Selk’nam. La llegada de las ovejas precipitó la pérdida de su principal fuente alimenticia, los guanacos, que eran cazados por los estancieros para evitar la competencia de las pasturas. De esta manera, los indígenas no tuvieron otra alternativa que alimentarse con el “guanaco blanco” (así llamaron a las ovejas). Y de este modo, comienza el capítulo más triste de la historia de los Selk’nam; ya que los ganaderos financiaron verdaderas campañas de exterminio contratando a numerosos extranjeros. Entre éstos se contaba Alexander Mc Lennan, más conocido como el “Chancho Colorado”. 

De origen escocés y sin fortuna, su patrón le había prometido a Mc Lennan el cargo de capataz de estancia si combatía con eficacia a la indiada. Y éste se tomó el pedido como un mandamiento. Cazó indios como conejos, cobrando una libra por cada par de orejas. Pero al final aportó testículos, pechos y cabezas para mejor probar esas muertes.

El banquete

Una tarde, al ver a una ballena varada en la arena, el escocés la roció con estricnina. Costó la vida a unos 500 Onas que fueron a alimentarse de esa carne ofrecida por el océano y a Mc Lennan le valió una copiosa recompensa. Aún así, faltaba mucho para acabar con el “enemigo”. Entonces el “Chanco Colorado” ideó un plan: envió un emisario a las tolderías prometiendo la reconciliación con el indio y la devolución de las tierras, y por eso mismo los invitaba a compartir un banquete. Y los Selk´nam tuvieron la ingenuidad de aceptar. Una vez hartos de carne de “guanaco blanco” y ebrios de vino, Mc Lennan y sus hombres apostados tras los árboles abrieron fuego a quemarropa liquidando otro medio millar de aborígenes.

Finalmente y como era de esperar, Mc Lennan obtuvo el cargo de capataz pero no así la tranquilidad espiritual. Se cuenta que pocos años después, él y sus compañeros de matanza no podían dormir por las noches. Y es que, al cerrar los ojos, se les presentaban pintados de rayas doradas los espectros de los Onas muertos. Enloquecieron al final de sus vidas contando, más borrachos de terror que de whisky, sus historias por tabernas de mala muerte. Pero ya nadie los escuchaba.

Llegada de los curas europeos 

Sin embargo, hubo un intento tardío por salvaguardar a los pocos sobrevivientes onas. Y así fue como en 1910 llega desde Italia el padre Alberto De Agostini y dos misiones salesianas con el etnólogo y sacerdote austríaco Martín Gusinde, quien convivió con los últimos Onas entre 1918 y 1919, documentando sus ceremonias y costumbres. Estas breves líneas que escribió Gusinde, pueden ser tomadas como conclusión y oráculo de la raza humana toda:

“En la soledad del confín de la tierra han vivido por siglos hombres con la forma de vida más simple, vital y potente. Hasta hace poco, el indio nunca había servido de estorbo para nadie en el mundo. Pero un puñado de ávidos europeos quiso acumular riquezas temporales. Apenas le alcanzaron cinco décadas para borrar, sin dejar rastros, al milenario pueblo indígena. ¡Ese es el destino del mal comprendido pueblo Selk´nam!”.

Sobre una población estimada en 4000 Onas en el 1880, en 1905 sólo quedaban 500. En 1920, apenas 280 anunciaban lo que sería la inminente extinción.

Último canto de una civilización extinta

En la década del ´60, la etnóloga franco-americana Anne Chapman viajó tres veces a Tierra del Fuego. Se había enterado de la existencia de la última mujer Selk´nam que había vivido su infancia en la tradición de los cazadores-recolectores y había presenciado el “Hain”. Su nombre era Lola Kiepja.

Lola no hablaba el castellano y fallecería en 1966 a los 90 años. Chapman alcanzó a grabar a Lola cantando aquellos ritos ancestrales, registrando en la última voz Selk´nam el canto de cisne de toda una civilización que se apagaba.

Hoy, esos cantos chamánicos estrellados de alucinantes metáforas de la naturaleza y plegarias a dioses invisibles, dan vueltas en sitios de internet que nadie visita. Como planetas girando alrededor de un sol extinto, un centro de gravedad desaparecido para siempre.

Curiosamente, y casi complementando esta metáfora, en los años ´80 la NASA enviaba al espacio la sonda “Voyager”. Para tal misión, se grabó un disco en oro con las canciones más conmovedoras de la Tierra; por si era interceptada por alguna civilización interplanetaria. Si uno de estos días la raza humana desapareciera de la faz de la tierra, la voz humana estará condenada a vagar en la incomprensión universal del océano cósmico. Al igual que hoy la voz de Lola Kiepja; condenada a cantar una desesperada plegaria que ningún dios podrá escuchar. Y lo que es peor, que ningún semejante podrá decodificar para que vuelva a reconstituirse, aunque más no fuese por unos segundos, la vida en aquel paraíso perdido.

Autor

  • Ivan Wielikosielec

    Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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