Unmatched, un cuento de Elvira Montoya

Era el hombre que ella esperaba.

Alto, seis pies, rubio, de ojos verdes, inglés académico, galante, hermosa sonrisa, inteligente y lo mejor, poeta. 

Hubo química, así como la hubo durante semanas vía Internet y vía telefónica. Caminaron  cogidos de la mano, él aprovechaba cualquier lugar para destacar el color de piel de ella y dejarla por siempre en la memoria de su cámara digital. Tuvieron el mismo gusto al comprar unos zapatos para ella. Comieron Thai, la preferida de los dos y se entendieron tan bien en la pista de la disco como si llevaran años bailando juntos.

Después de la más hermosa y completa jornada de amor se dedicaron a contarse sus vidas. 

La de ella, sin muchos altibajos, más bien plana aunque infestada de lágrimas de tristeza por los continuos engaños de su exesposo. Habló de los hijos, su tema favorito y de su quehacer intelectual, de la poesía, de sus logros como escritora y de sus libros. 

El comenzó hablando del autismo en que estaba sumido su hijo de 23 años y de la vida interesante de su hija, dueña de una galería de arte en pleno corazón de  Hollywood.  Se devolvió 40 años, cuando fue teniente de corbeta en la naval de su país.

Era el edecán predilecto de las reinas de belleza por su estatura, galantería y por ser buen bailarín. Entonces no poseía los atributos amatorios que desplegó en buena forma y que permitió que ella soñara una vida juntos.

Y fue saliendo de la naval que me hice pirata.

Ella sonrió, la piratería había quedado hundida en el fondo del mar en pleno siglo XIX. 

Yo tenía un barco, fue un regalo de mi abuelo, fueron vikingos que se quedaron en Alemania, lobos de mar,  y decidí entonces hacerme a la mar.  Duré 20 años de puerto en puerto, llevando y trayendo lo que quería el que tenía con que pagar, asegurando el éxito en el desembarque y obviando con dólares las preguntas de la ley.   

Y mientras su mano recorría lentamente todos los caminos de ella, con pasmosa tranquilidad prosiguió. 

Fue la mejor bonanza marimbera y yo era el capitán del barco más grande, “Mi Negro Amor”. Atraqué en todos los puertos norteamericanos, cada embarque me dejaba quinientos mil dólares y así amasé una gran fortuna, fui importante inversionista de bienes raíces y me casé con la negra más hermosa  que había en Trinidad y Tobago.

Fui feliz.

Un día cualquiera me encontré preso en una cárcel de alta seguridad, con cuatro metros cuadrados como vivienda  y leyendo para no perder la razón; descubrí el asombroso sabor de la poesía. Cada día me levantaba pensando en escribir.  La vida y su encierro me nutrían y un día publiqué desde la cárcel mi primer libro. Fue un éxito, el país, como es costumbre en los gringos, son solidarios con todo lo que signifique dolor ajeno.

Ella es poeta, les dijo a sus amigos de la bohemia, ama a Whitman y tiene la más hermosa voz que jamás he escuchado. Y cuando ella con sus escasos metro y medio de estatura se puso de pie en medio de esos teutones sentados, mientras su cabeza daba al hombro de todos, supo que debía hacer su máximo esfuerzo, pues el poema sería para él y sería además, la despedida.

No podía continuar con un hombre que había sacado de su patria toda la marihuana que se cultivaba y la había esparcido por el mundo, y con ella también un mal nombre que aún no podemos abandonar.  

Ni siquiera el amor por el hombre de su vida, sería superior al amor a su patria y a sus principios.

¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Nuestro espantoso viaje ha terminado,
La nave ha salvado todos los escollos, hemos ganado el anhelado premio,
Próximo está el puerto, ya oigo las campanas y el pueblo entero que te aclama,
Siguiendo con sus miradas la poderosa nave, la audaz y soberbia nave;

¡Oh capitán, mi capitán! (1912) de Walt Whitman
WHITMAN, Walt: Poemas, traducido por Armando Vasseur, Montevideo: Claudio García y Cía. Editores, p.86-86

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