Cuadernos de la Pandemia / El racismo ambiental se cuela entre los códigos postales

Padre, si no hay pinos
no habrá piñones, ni gusanos, ni pájaros.
Padre, donde no hay flores
no se dan las abejas, ni la cera, ni la miel.
……….
Padre, que están matando la tierra.
Padre, dejad de llorar
que nos han declarado la guerra.
         —Padre, canción de J.M. Serrat

No parece que algo tan simple pueda ser una verdad tan tenebrosa. Y, sin embargo, lo es. En los Estados Unidos, el código postal, esto es, el lugar donde vive la gente, es el indicador más preciso para determinar sus potenciales riesgos de salud y de bienestar. Los códigos postales mostrarán, entre otras cosas, si sus habitantes viven o no en un área donde hay árboles y zonas verdes, que ayuden a mantener el aire más limpio y las temperaturas más frescas; o si están o no lejos de fábricas contaminantes, de pozos de extracción petrolera y de gas, o de autopistas donde se acumula la polución y el ruido. Dónde vivimos, en fin, determinará nuestra calidad de vida. No por elección, sino por diseño de un sistema de segregación y estratificación social, racial y étnico que tiene ya más de 90 años.

Aunque las prácticas abiertamente racistas han existido en el país desde su origen y se han expresado de incontables maneras, un punto de inflexión ocurrió durante el gobierno de Franklin D. Roosevelt y su Nuevo Pacto (New Deal) en la década de 1930, un programa de recuperación económica para salir de la Gran Depresión, el cual privilegió de manera absoluta a los estadounidenses blancos. Una de las áreas donde se manifestó de forma más brutal la discriminación racial de siempre fue cuando el Nuevo Pacto creó lo que secretamente las autoridades llamaban el redlining (trazados de líneas rojas en mapas urbanos), una planeación cartográfica a través de la cual a las personas  anglosajonas (blancas, caucásicas, eurodescendientes, o como queremos llamarlas) se les otorgaban préstamos hipotecarios para adquirir o construir viviendas en sectores selectos de las ciudades, mientras que a los grupos racializados (afroestadounidenses, latinos, asiáticos o cualquier otro que no cayera en la definición de blanco) les eran negados prácticamente sin excepción, por considerarlos peligrosos, es decir, que no iban a pagar los préstamos. De esa manera, la población blanca pudo comprar o construirse mejores casas y crear vecindarios privados y exclusivos, rodeados de vegetación y lejos, hasta donde fuera posible, de la contaminación ambiental. A la vez, las llamadas minorías poblacionales tuvieron que seguir enfrentándose a la falta de recursos y de apoyo financiero, tanto de los gobiernos como de la banca privada y por tanto imposibilitados para crear hábitats saludables.

La manera como está concebido el crecimiento de las ciudades de los Estados Unidos el día de hoy responde a ese esquema segregado. Una investigación realizada por la prestigiosa revista científica Nature Communications sobre el impacto ambiental en las poblaciones urbanas, cuyas conclusiones fueron publicadas en mayo de 2021, encontraron, entre otros hallazgos, que los vecindarios que fueron demarcados en rojo en la década de 1930 carecen o tienen un mínimo de zonas verdes. Esto hace que durante el verano las temperaturas sean excesivamente altas, ocasionando un promedio de 1.500 muertes anuales, debidas, entre otras cosas, a paro cardíaco, insolación y deshidratación. Es también la causa de otros problemas de salud como “pérdida de productividad laboral y decrecimiento en el aprendizaje” (1). A este fenómeno ambiental se le conoce como el efecto isla de calor urbano (SUHI, por sus siglas en inglés). Para el estudio se usó información provista por satélites de alta resolución que miden la temperatura y la composición sociodemográfica de las ciudades seleccionadas basada en el censo más reciente. Los investigadores hallaron que los sectores con códigos postales donde viven personas catalogadas como “gente de color” en las 175 áreas urbanas más grandes de los Estados Unidos, con la excepción de seis de ellas, experimentan el fenómeno de calor excesivo, con las consecuencias mencionadas en salud y en fatalidades.

El estudio indica que los planes de crear espacios verdes en vecindarios de bajos ingresos y comunidades racializadas puede ayudar a bajar la temperatura en el verano hasta en un 33.8°F. Pero esto, a la vez, subirá el precio de la vivienda y causará el desplazamiento y la gentrificación del vecindario. De modo que el círculo se cierra y las personas de bajos ingresos que viven en estos códigos postales “rojos”, que muchas veces no son dueñas de la casa o apartamento donde viven, son forzadas a irse a comunidades lejos de sus trabajos, o a quedarse a vivir allí a expensas de los peligros para su salud. De acuerdo con la misma investigación, los residentes afroestadounidenses son los que tienen el promedio más alto de exposición al calor, seguidos de los hispanos/latinos, mientras los residentes blancos no hispanos tienen la exposición más baja de calor en cada uno de sus vecindarios.

Al mismo tiempo, el problema de las temperaturas no es el único que padecen las personas clasificadas como minorías étnicas y raciales en las ciudades de los Estados Unidos. Los efectos de las políticas racistas se manifiestan de manera galopante en la presencia, por ejemplo, de pozos de extracción petrolera y gas, incrustados a pocos metros de distancia de las viviendas de poblaciones negras y latinas. Añadido a los daños a la salud por la extracción petrolera en zonas urbanas, están también otras situaciones originadas con el redlining como el hecho de que la mayoría de las autopistas atraviesan los sectores donde viven poblaciones racializadas y también fábricas y basureros municipales, todos ellos generadores de diversos tipos de polución.

La Asociación Norteamericana del Pulmón en su informe anual de 2022 sobre el “Estado del Aire”, destaca una vez más la gravedad de la disparidad racial de vivir o no en zonas con aire contaminado. “Cerca de 19.8 millones de personas viven en 14 condados que fallan en tener condiciones saludables, y de ellos 14.1 millones son personas de color”, quienes por esta causa se hacen más propensos a adquirir enfermedades pulmonares como el asma; o muerte prematura, paros cardíacos y visitas de emergencia al hospital (2). Hay que apuntar que la tragedia humana de la injusticia racial climática de los EE UU no ocurre solo en las ciudades. También tiene un impacto descomunal en el campo debido a los pesticidas, las condiciones deplorables de vivienda, y a verse obligados a trabajar al rayo del sol a temperaturas superiores a los 100ºF, producto del cambio climático.

Pero con frecuencia, individuos y comunidades que sufren discriminación y asaltos continuos a su dignidad no se quedan callados, a pesar de la falta de representación. Este es el caso de Robert D. Bullard, un joven sociólogo afroestadounidense de Texas, quien en 1979 actuó como testigo experto en un caso legal en el que su esposa, la abogada Linda McKeever Bullard, representaba a Margaret Bean y a otros residentes de un barrio de clase media en Houston quienes se oponían a creación de vertedero de basuras cerca de sus residencias. Este fue el primer caso en la historia de los Estados Unidos de un caso legal de ecoambientalismo. Lo que llamó la atención fue el hecho de que el 82 por ciento de este vecindario suburbano eran afroestadounidenses. Y no era esta la primera vez que esto sucedía. Todos los vertederos de basura de Houston, seis incineradores de basura, de un total de ocho, y cuatro basureros privados, estaban en vecindarios afroestadounidenses, una comunidad que representaba un cuarto de la población. Motivados por este flagrante abuso racial, Bullard, quien hacía poco había obtenido un doctorado en sociología, terminó por escribir un estudio sobre los desperdicios sólidos y la comunidad negra de Houston, que se considera el primero de su clase. Bullard siguió una carrera de profesor universitario, activista ambiental y autor de numerosos libros. En el presente se le reconoce como el padre de la justicia ambiental.

A Bullard le han seguido muchos en la academia y en el activismo militante contra las agresiones racistas relacionadas con el medio ambiente y el cambio climático. Una de estas historias inspiradoras es la de Nalleli Cobo, una joven latina de University Park, uno de los múltiples vecindarios de líneas rojas del Sur de Los Ángeles. Desde muy temprana edad Nalleli sufría de asma, arritmia cardíaca y hemorragias nasales. Justo al frente del edificio de apartamentos donde vivía con su madre había un campo de pozos de extracción de petróleo de la compañía AllenCo Energy que expedía gases contaminantes por todo el barrio. Nalleli y su madre decidieron movilizar a la comunidad y emprender una campaña a la que llamaron Gente, no Pozos. Con tan solo 9 años, Nalleli se convirtió en la portavoz del movimiento comunitario. Poco después, en 2015, fue una de las fundadoras de South Central Youth Leadership Coalition (Coalición de Liderazgo Juvenil del Sur Centro de Los Ángeles) y en marzo de 2020 logró demandar a la ciudad de Los Ángeles y forzar a que los pozos de su vecindario se cerraran de manera permanente. Su coalición logró que el Concejo de Los Ángeles no autorizara la excavación de nuevos pozos petroleros en la ciudad y el compromiso de ir cerrando paulatinamente los centenares que todavía existen en la ciudad. Como resultado de sus esfuerzos contra el racismo climático y ambiental, Nalleli Cobo recibió en 2022 el Premio Goldman, considerado el Nobel de los líderes ambientalistas que comenzaron luchando desde abajo, y que han recibido personas notables como Francia Márquez, la actual vicepresidenta de Colombia.

Dada la presión y el activismo de miles de ambientalistas de todos los trasfondos, el pasado mayo de 2022, el Departamento de Justicia lanzó una estrategia de Justicia Ambiental que de acuerdo con su propia declaración busca “hacer justicia ambiental a las comunidades desatendidas que históricamente han sido marginadas y maltratadas, incluidas las comunidades de bajos ingresos, las comunidades de color y las comunidades tribales e indígenas”. La declaración oficial evita el uso de términos más precisos del problema como racismo, discriminación, segregación, supremacismo blanco y capitalismo salvaje, que vendrían mejor a la hora de confrontar las verdaderas causas de la opresión ambiental y de la crisis climática en general. Lo que se espera ahora es que la creación de la nueva Oficina de Justicia Ambiental, anunciada por el Procurador General el pasado 16 de noviembre, no se convierta en una pantalla para seguir dando largas a las persistentes injusticias ambientales y climáticas que han costado y siguen costando la vida a centenares de miles de personas discriminadas en el país. Pero algo es algo. Cuando menos la agudización de la crisis ambiental y el activismo han sacudido el tapete y dejado ver el polvo histórico que arrastra por siglos, pero de manera más aguda desde los tiempos del Nuevo Pacto y del redlining de Roosevelt.

Mientras escribía estas notas recordaba la canción en catalán de Joan Manuel Serrat, Pare (Padre), algunos de cuyos versos menciono en el epígrafe. Es una de las más hermosas y tristes que se hayan escrito y cantado sobre el racismo climático. Lanzada en 1973, hace ya 50 años, muestra que la agresión contra las comunidades racializadas ha estado presente en la agresión contra el medio ambiente y la exclusión de las oportunidades económicas y sociales. Sus versos trazan la huella de un racismo supremacista que se mantiene visible de manera preponderante en los códigos postales. Y es por esos rumbos por donde debe buscarse la solución.

Fuentes citadas:

1) “Disproportionate exposure to urban heat island intensity across major US cities” (“Exposición desproporcionada al efecto isla de calor urbano en las principales ciudades de los EE UU”), por A. Hsu, G. Sheriff, T. Chakraborty, et al. Nature Communications, May 25, 2021.
2) “What is the State of YOUR Air?” (¿Cuál es el Estado de TU Aire?). American Lung Association, December 2022.

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Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.

Autor

  • Valentín González-Bohórquez

    Valentin González-Bohórquez es columnista de HispanicLA. Es un periodista cultural, poeta y profesor colombiano radicado en Los Ángeles, California. En su país natal escribió sobre temas culturales (literatura, arte, teatro, música) en el diario El Espectador, de Bogotá. Fue editor en Barcelona, España, de la revista literaria Página Abierta. Es autor, entre otros libros, de Exilio en Babilonia y otros cuentos; Historia de un rechazo; la colección de poemas Árbol temprano; La palabra en el camino; Patricio Symes, vida y obra de un pionero; y Una audiencia con el rey, publicados por distintas editoriales de Colombia, España y los Estados Unidos. Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura y es co-autor, entre otros libros, de Otras voces. Nuevas identidades en la frontera sur de California (Editorial A Contracorriente, North Carolina State University, 2011), The Reptant Eagle. Essays on Carlos Fuentes and the Art of the Novel (Cambridge Scholars Publishing, 2015) y A History of Colombian Literature (Cambridge University Press, 2017). Es profesor de lengua y literaturas hispánicas en Pasadena City College, Calif.

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