Cuadernos de Pandemia: La guerra y las otras guerras

Ellos envían veneno y, a veces, dagas.
Envían fuego y, a veces, infierno.
Para las jóvenes de mi patria
Traen la primavera, pero hecha de ceniza.
                 —Marwa Subhan, poeta afgana

Consigue un poco de pan, algunas verduras de la huerta y luego vete.
Nunca vamos a volver.
Nunca volveremos a ver nuestra ciudad.
Tome las tarjetas, todas ellas, hasta las últimas malas noticias.
Nunca volveremos a ver nuestra tienda de la esquina.
Nunca volveremos a beber de ese pozo seco.
Nunca volveremos a ver caras conocidas.
Somos refugiados. Corramos toda la noche.
                                    —Serhiy Viktorovych Zhadan, poeta ucraniano

No acabábamos de salir de la desastrosa invasión de los Estados Unidos a Afganistán, que duró nada menos que veinte años y cobró la vida de al menos 241 mil personas (1), cuando hemos aquí metidos de nuevo en otra aparatosa guerra, otra invasión, iniciada esta vez por Moscú contra su comparativamente pequeño vecino, Ucrania. Dos guerras desproporcionadas, producto ambas de gestos imperialistas y prepotentes, contra naciones incapaces de enfrentarse en igualdad de condiciones.

Dos guerras parecidas pero distintas. Parecidas porque los agresores encuentran motivos de sobra que los justifiquen. Guerra al terrorismo, en la primera. Guerra contra un país para que no se una a la OTAN y se convierta en una base militar europea cerca a Moscú, junto a la obsesión rusa de mantener a Ucrania bajo su esfera de control geopolítico, la segunda. Guerras distintas porque la primera ocurrió contra una república de Asia Central, “tercermundista”, musulmana; y la segunda, contra un país cristiano, caucásico, “relativamente civilizado, relativamente europeo” comparado con Iraq y Afganistán, como definió a Ucrania el corresponsal Charlie D’Agata, de la CBS. Aunque D’Agata pidió disculpas por su comentario racista, no ha sido el único periodista europeo en sugerir o expresar de manera directa que la guerra tiene un nivel de aceptabilidad cuando ocurre en países considerados pobres e incivilizados, pero no en la actual culta y moderna Europa.

A medida que los gobiernos de Occidente se acomodan y reacomodan para buscar detener el avance de Rusia y cómo ayudar a Ucrania (entre otras maneras, postulando su reciente candidatura para hacerla miembro de la Unión Europea), resulta chocante ver la simpatía y prontitud con las que Occidente negocia estas relaciones mientras discrimina y niega el mismo valor humano a las víctimas, los muertos y a los que buscan refugio desesperado desde el llamado sur global. Resalta también en este escenario el papel de la prensa europea y estadounidense con el flujo constante de noticias, minuto a minuto, de lo que está pasando en ese país. Los reportes directos desde el campo de batalla y las entrevistas periodísticas a los ucranianos que siguen abandonando el país por distintas fronteras, le dan un rostro humano a esta guerra, y en consecuencia producen solidaridad. Oímos sus voces, vemos sus rostros, nos identificamos con ellos. Sus vidas individuales son dignificadas. Son seres humanos como nosotros que no deben estar sufriendo este atropello.

En contraste, la intervención militar de los Estados Unidos y la OTAN contra Afganistán, por compararla con un ejemplo igualmente bélico entre una potencia y un país vulnerable, no recibió el mismo despliegue de noticias y mucho menos la solidaridad de esta comunidad occidental que se autodefine como democrática y cristiana. Una comunidad que poco reclama, ora, habla o actúa a favor de las víctimas inocentes afganas y paquistaníes, como tampoco por las víctimas de otras guerras activas en países no tan distantes geográficamente de Ucrania.

Una lista de esas otras guerras incluye la que se libra en el norte de Yemén desde el 2011, que cuenta ya con un cuarto de millón de muertos y con más de dos millones de niños enfrentando extrema desnutrición; una guerra que la ONU declaró como “la peor crisis humanitaria en el mundo” (2). O la guerra en Siria, también con 11 años de duración, más de 300 mil muertos hasta el presente (cifra que no incluye a las decenas de miles de soldados e insurgentes caídos en combate), y con 5.6 millones de exiliados, un buen número de ellos en Turquía (3). O la guerra en Etiopía entre el gobierno de Abiy Ahmed y las fuerzas rebeldes de la región norteña de Tigray cuyos líderes buscan regresar al poder; en el conflicto han muerto decenas de miles de civiles y soldados y el país enfrenta una grave crisis alimentaria a la vez que sufre atroces crímenes de guerra (4). O en Somalia, donde se libra por años una guerra entre grupos yidahistas y el gobierno. A mediados de mayo pasado, Estados Unidos envió un ejército de cerca de 500 soldados para combatir en ataques aéreos contra las fuerzas extremistas aliadas con Al Qaeda (5). En mayor o menor medida, en todas estas guerras hay una participación directa o indirecta de los Estados Unidos y Europa tanto logística, como de combatientes y armamento. Pero excepto por los afectados o los que se interesan por estos conflictos, son guerras que se perpetúan sin solución aparente ante la indiferencia de la mayoría del resto del mundo.

La guerra rusa contra Ucrania es sanguinaria y todos debemos oponernos a ella. Los medios de comunicación occidentales hacen lo que deben hacer cuando humanizan a las víctimas y le dan a sus audiencias historias colectivas y personales con las que conectamos y nos sentimos solidarios. Pero esa prensa cumpliría una función mucho más amplia, justa y humana, si diera la misma voz e identidad a las historias de las víctimas de las guerras y conflictos de países que hasta ahora se consideran secundarios, subalternos e inferiores, y que son vistos como meros peones en el juego geopolítico de los poderes dominantes.

En un mundo que pretende ser pluralista y global, seguimos enfrascados en una visión tribalista y sectaria. Los fuertes silencian a los débiles y su versión particular de la historia es la que se impone como el discurso aceptable. Los empobrecidos, los desplazados y migrantes forzados del Medio Oriente, Africa, o en la frontera México-EE UU, y tantos otros olvidados, seguirán esperando contra toda esperanza. Sobreviviendo como mejor se pueda. Formando parte de esa mayoritaria masa humana sin rostro.

Fuentes citadas:
1) Cost of War. Afghan Civilians. Watson Institute International & Public Affairs. Brown University, Providence, RI, USA. April 2021.
2) “Yemen, una epidemia de violencia e impunidad”, Alberto Estévez, Amnistía Internacional, 28 de enero de 2022.
3) “Muertes civiles en la guerra en Siria superan los 300.000”, Jamey Keaten. Los Angeles Times, June 28, 2022.
4) “Etiopía está inmersa en una guerra civil por el conflicto de Tigray”, Eliza Mackintosh. CNN, 3 noviembre 2021.
5) “Estados Unidos enviará cientos de soldados a Somalia para combatir a Al Shabab”, Efe, Washington, 16 de mayo de 2022.

Autor

  • Valentín González-Bohórquez

    Valentin González-Bohórquez es columnista de HispanicLA. Es un periodista cultural, poeta y profesor colombiano radicado en Los Ángeles, California. En su país natal escribió sobre temas culturales (literatura, arte, teatro, música) en el diario El Espectador, de Bogotá. Fue editor en Barcelona, España, de la revista literaria Página Abierta. Es autor, entre otros libros, de Exilio en Babilonia y otros cuentos; Historia de un rechazo; la colección de poemas Árbol temprano; La palabra en el camino; Patricio Symes, vida y obra de un pionero; y Una audiencia con el rey, publicados por distintas editoriales de Colombia, España y los Estados Unidos. Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura y es co-autor, entre otros libros, de Otras voces. Nuevas identidades en la frontera sur de California (Editorial A Contracorriente, North Carolina State University, 2011), The Reptant Eagle. Essays on Carlos Fuentes and the Art of the Novel (Cambridge Scholars Publishing, 2015) y A History of Colombian Literature (Cambridge University Press, 2017). Es profesor de lengua y literaturas hispánicas en Pasadena City College, Calif.

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