Felipe Calderón, el frustrado comandante supremo
En la pasada entrega del MéxicoPolítico (Yo también estoy hasta la madre), un lector comentó que la culpa de la descomposición social, los altos índices de violencia en México y desde luego los miles de consumidores de drogas en territorio mexicano, no eran responsabilidad absoluta de Felipe Calderón.
Otro más argumentó que “criticar es muy fácil, obrar, construir no tanto”. Lo paradójico del asunto es que a pesar de no coincidir en su totalidad con sus argumentos, debo aceptar que ambos comentaristas tienen razón.
En efecto la responsabilidad de la emergencia nacional en las que estamos inmersos los mexicanos no es enteramente de Felipe Calderón. También han participado los otros poderes como el legislativo y judicial, que son lo suficientemente vulnerables como para que el crimen organizado fácilmente pueda corromperlos y denigrarlos. Sin embargo, no hay que olvidar que en la persona de Felipe Calderón reposa el cargo de comandante supremo de las fuerzas armadas y es él y sólo él, quien determina su participación en esta guerra – lucha contra el crimen organizado. Además las fuerzas policíacas dependen de una secretaria de Estado, la de seguridad pública federal, que a su vez depende del poder del ejecutivo federal que también recae en la persona de Calderón.
Las estrategias y decisiones acertadas o erróneas de esta innecesaria guerra son de Felipe Calderón, para bien o para mal. En efecto, es un problema heredado, ya desde la época de PRI los capos de la droga tenían presencia en el territorio nacional, basta conocer las historias de Caro Quintero y los narcos de su época para saber y conocer que el problema no es nuevo; sin embargo, la falta de pericia política del torpe Fox y de su ambiciosa esposa Marta Sahagún, desataron la ira de los criminales de tal manera que el segundo gobernante panista no pudo contener la bola de nieve que le heredaron sus antecesores.
Si recordamos con calma, el primer discurso de Felipe Calderón pronunciado en las inmediaciones del auditorio nacional, luego de haber entrado como rufián por la puerta trasera del Congreso de la Unión, advertía que iniciaría una guerra sangrienta, costosa y de largo tiempo. Lo incomprensible del asunto es que en aquella perorata nunca sugirió que los muertos serían personas inocentes de todas las edades.
En ese sentido, nadie reclama a Felipe Calderón que deje de combatir los delitos del crimen organizado (como muchos han querido entender); lo que se le demanda es la falta de entrenamiento tanto de las policías como de las fuerzas armadas que por errores han ultimado a personas inocentes, por lo que, lejos de ver en las fuerzas del orden una figura de protección, se les identifica como asesinos legitimados por su mismo comandante supremo. Las autoridades de seguridad pública han demostrado absoluta ineptitud al grado que cualquier delito que no pueden investigar (o son incapaces de entender) inmediatamente quieren ligarlo a la cercanía de las operaciones del crimen organizado. Pero no tienen una idea clara del objetivo de su guerra.
Quizá una de las cosas que Felipe Calderón no conoce (o no quiere conocer) es que en toda guerra, hay batallas que se pierden y se ganan. En la medida que se acumulen más triunfos en esas batallas se está en posibilidad de sentar al adversario a pactar con la premisa de que las reglas del pacto las pondrá quien en su marcador ostenta más triunfos, pero se trata de sentarse a pactar y no a rendirse, porque en palabras lisas y llanas, la complejidad de la estructura del crimen organizado no se rendirá en ningún momento.
El problema precisamente estriba en que es el gobierno federal quien tiene más derrotas que triunfos, y por tanto no está en condiciones de sentar a los criminales a pactar. Al contrario, son los capos de la mafia quienes tienen (como diríamos domésticamente) la sartén por el mango y eso los hace poderosos e invencibles.
Si bien la culpa no es absolutamente de Felipe Calderón, si es responsable de una política errónea que no ha dado resultados positivos, y lejos de ello, ha manifestado más bien actuar visceralmente con discursos bravucones y berrinches políticos (como en el caso de los cables del embajador Pascual al gobierno de Estados Unidos), que evidentemente no corresponden a la mira de una estadista como ha querido parecer. Ya los mismos cables de Wikileaks han ventilado la frustración de Calderón por no tener una estrategia eficaz que merme el poder de los narcotraficantes, y por ello se muestra iracundo e intolerante ante las críticas. De ahí que un ejercicio sano es precisamente la crítica a su labor como funcionario público, pero específicamente a su condición de jefe supremo de las fuerzas armadas.
La crítica no necesariamente debe ser como comentó el amable lector de esta columna. El mito ha crecido y la frase desde luego es políticamente correcta, “no basta criticar, también hay que proponer”. Pero propuestas ha habido varias, diversos sectores representativos de la sociedad se han acercado a Felipe Calderón para sugerir nuevos rumbos, cambios, pero lo que han encontrado es un mandatario de oídos sordos y con una grave miopía, además de una obcecada terquedad; por ello, lo primero que se debe hacer es criticar para que la exigencia sea cada más fuerte y llegue el momento que la necedad de Calderón se convierta en voluntad de diálogo.
Ya lo vimos en la pasada marcha nacional encabezada por el poeta Javier Sicilia, luego de que miles de mexicanos recuperamos nuestras calles por unas cuantas horas, marchando por diversas ciudades del país y del extranjero; Felipe Calderón declaró que no cambiará su estrategia, y su cómplice Genaro García Luna, argumentó también que todavía nos esperarían al menos siete años de más violencia y muerte. Ante esa arrogancia e insensatez, no queda otra que tener en la mira crítica a Felipe Calderón.