El país de los monumentos
Antes de que asesinaran a tres mujeres y seis niños, ahí, en ese rincón olvidado del mundo, en La Mora, Sonora, no había gas ni el petróleo ni la señal del celular o una línea internet y mucho menos la visita de un señor presidente.
LA MORA, MÉXICO – Ha retumbado en sus centros la tierra, ha sangrado, ha cicatrizado, se ha fertilizado con plomo y se ha llenado de cruces. Hay cuerpos, muchos, que se han descompuesto en silencio, en lugares donde el hedor no le llega a nadie ni al olfato ni a la conciencia. Esto también es México, un país al que no le alcanzaría la tierra para levantarle a cada una de sus víctimas un monumento.
A los sobrevivientes y los deudos nadie les construye nada, ni un futuro o un consuelo; ellos ven que a sus muertos les edifican bustos en plazas y a los tribunales les fabrican casos con chivos expiatorios, pero a ellos… a ellos solo les quedan las lágrimas. ¿Qué se cura con una estatua? Nada. Pero quizá esas figuras sirvan de recuerdo, uno de la valentía y el horror, de la historia que nadie contó, de la violencia y el dolor… pero no traen justicia, ni siquiera la buscan, solo la disimulan.
Los monumentos
Aun así, hay un monumento en cada plaza, hay un busto en cada pueblo, hay un memorial en cada sitio de batalla; siempre firmados por algún político y ayuntamiento. Es una manera casi discreta de lucrar con esa tragedia -siempre ajena-, pero descarada en cada campaña electoral. Esas figuras son algo más que la personificación del suceso, son el recordatorio diario de que la justicia quizá nunca llegue, son el “cuando menos” del pueblo.
En La Mora, Sonora, pronto empezarán a escarbarse los cimientos de la primera obra en esa comunidad; antes de las emboscadas, ahí no pasaba nada… ni el gas ni el petróleo ni la señal del celular o una línea internet y mucho menos un señor presidente. Antes de que asesinaran a tres mujeres y seis niños, ahí, en ese rincón olvidado del mundo, no había estatuas ni crucifijos. Antes de una tragedia binacional, ahí, en esa tierra de nadie, no hacía falta diseñar estatuas ni obeliscos. Pero las mataron con saña y más de tres mil balas. Nadie puede pasar página.
Entonces, cuando fue tan real, cruenta y dolorosa, la muerte dejó de caernos en gracia; le tenemos más miedo que a nada, lo único que nos horroriza más es sobrevivirla.
Un momento de vida
Así se siente ahora La Mora, como un pequeño pueblo fantasma. Con la visita del presidente López Obrador cobró vida, se encendieron las luces de las casas abandonadas, se oyeron gritos y carcajadas de niños y los columpios rechinaron al son del peso de un cuerpo. Fue solo un momento. Ahora ha regresado el silencio. Las ventanas vuelven a cubrirse con maderas y las cocinas están vacías. Hay una paz resignada. La soledad es el precio de la vida real.
Quizá la única rotonda a medio construir se convierta en el hogar de ese monumento. Para que nadie se olvide lo que pasó tan cerca de ahí; para que todo el que llegue reviva el clamor de justicia y para que todos los que eligieron quedarse se consuelen pensando que, entre el dolor de perderlos a todos, nacieron héroes ese día.
En La Mora no hay iglesias, pero habrá un monumento; frente a él se exigirá justicia y en las casas vacías seguirán retumbando los lamentos.
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