El retorno voluntario pagado

Para Carlos M. ya no tiene sentido ocultarse en unas sombras que todos saben que existen. Lleva apenas seis años viviendo en Estados Unidos, todos en un limbo migratorio. Entró por el desierto de Arizona sin que nadie más que su “coyote” supiera su nombre; ni siquiera el grupo con el que cruzó la frontera puede identificarlo: para ellos siempre fue “el Chapo Chapín”, porque venía de Guatemala y no mide más de un metro y medio.

A todos les da un nombre distinto; conmigo también se presentó con varias caras. Lo hace así para proteger su privacidad y lo que él pensaba que sería su afirmación de la legalidad estadounidense. Era muy celoso de su identidad porque tenía la esperanza de “arreglar”, una esperanza que ya no puede mantener viva ni con respiración artificial. Para él, su sueño americano – y el de millones más- ha muerto con Trump.

Lo conocí en Mesa platicando con su hermana, Ingrid. Ella llegó a este país hace más de 25 años y logró regularizar su estatus. En cuanto le llegaron los papeles, lo “pidió”; pero han pasado décadas y su caso no avanza. Él no quería tener ningún récord que pudiera poner en riesgo su proceso. Mientras el papeleo se hace eterno, él ya no puede dormir del estrés. Cuenta que ha tenido más de ocho ataques de ansiedad desde que Donald Trump volvió a ser presidente. Ya no maneja, ya no trabaja, ya no sale. Lo único que quiere es regresar a casa, a ese lugar donde vivían sus padres, en una villa de Guatemala en la que ya no lo espera nadie. Y al irse, quiere llevarse el dinero que ofrece este gobierno por autodeportarse.

No es el único.

Wilber Tercero también quiere regresar a Nicaragua. Hace menos de un mes tuvo un encuentro con las autoridades de migración que despertó todos sus miedos. A Tercero le da vueltas por la cabeza la idea de devolverse, de aprovechar la oportunidad de un retorno voluntario a su tierra y llevarse a los suyos, que apenas hace un par de años llegaron a alcanzarlo en Estados Unidos. Pero no hay manera de legalizar su estatus: su familia fue detenida por las autoridades migratorias y los oficiales le advirtieron que, aunque esta vez se salvó de un arresto, lo buscarán “hasta por debajo de la tierra”. Él no sabe si soportará vivir con ese temor de no saber si él, su esposa y su hijo serán separados.

A Marina H. le pasa lo mismo: quiere irse a Honduras. Puso un anuncio en el mercado de Facebook y en las últimas dos semanas ha vendido casi la mitad de sus cosas. Vive con muy poco y ahorra lo más que puede. Con lo que ha logrado juntar en los 15 años que lleva en Phoenix, cree que podrá vivir un par de años en su tierra, sin preocuparse de morir de hambre. Además, confía en que el presidente Trump cumplirá con su palabra de darle al menos mil dólares si ella acepta irse por las buenas. Acá, dice, no sirven de mucho; pero allá, de donde es ella, le alcanza para más.

Estos son tres ejemplos de migrantes reales que, por primera vez, se han planteado la idea de irse y dejar atrás esa búsqueda de una vida mejor. Tienen sentimientos encontrados. Irónicamente, confían en el presidente Trump, cuyas políticas son las que los han llevado a pensar en la autodeportación. Además, la necesidad los llama. El dinero que ofrece el gobierno federal les atrae. No es un mucho, pero -dicen- para algo alcanza y es mejor eso que salir esposados en uno de esos vuelos que ya empezaron a sacarlos.

Autor

  • Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística. Es la fundadora de Conecta Arizona, la productora del podcast Cruzando Líneas y la coproductora y copresentadora de Comadres al Aire. Es becaria Senior programa JSK Community Impact de Stanford, The Carter Center, EWA, Fi2W, Listening Post Collective, Poynter y el programa de liderazgo e innovación en periodismo de CUNY, entre otros.

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