Infancia en cuarentena
Mis hijos no son víctimas ni sobrevivientes de esta pandemia… la gozan. Saltan, colorean, leen, se disfrazan, nadan, cuentan cuentos, juegan y apenas se dan cuenta de que están viviendo un encierro histórico.
ARIZONA – “¿Qué es lo que más te ha gustado de la cuarentena?”, le pregunté a Matías, mi hijo de 5 años. Tardó solo dos minutos en contestar: ¡La familia! Su sonrisa fue tan grande al responder que se le arrugó la nariz y se le enchuecaron los lentes. A Mika, su cuata, le brillaron los ojos cuando escuchó la pregunta. Para la más traviesa de la casa, la encerrona ha sido la guarida perfecta para inventarse aventuras con Rocco, nuestro French Poodle al que ya le comienzan a pesar sus 14 años. Tenemos siete semanas encerrados y cada día los veo más felices y plenos. Bendita la inocencia infantil.
Tenemos suerte de estar juntos. Mis hijos no son víctimas ni sobrevivientes de esta pandemia… la gozan. Saltan, colorean, leen, se disfrazan, nadan, cuentan cuentos, juegan y apenas se dan cuenta de que están viviendo un encierro histórico. Ellos no están atrapados en casa, están seguros en casa. Son felices, pero están conscientes de sus privilegios.
Hace un par de noches entré a su cuarto justo a la hora de dormir. Estaban mirando por la ventana. Buscaban la estrella más brillante. No me escucharon llegar.
“Estrellita, estrellita, que todos los niños tengan casita”, dijo Matías, haciendo gala de sus clases de rima.
“Estrellita, estrellita, que todos los niños tengan mamá”, fue el deseo de Mika, niña de pocas palabras.
Los dos pidieron que los villanos derrotaran al coronavirus y dijeron amén. Me sacudieron el alma.
En las noches, justo después de la ducha, en esa media hora en la que se resisten a Morfeo, es cuando escucho lo que en realidad calla su corazón. Durante el día yo les leo cuentos; en la noche, ellos los inventan para mí. Así sé cómo se sienten.
Extrañan su escuela (yo también); mueren por ir a Disneylandia (yo también); quisieran abrazar a los abuelos (yo más); se les antoja mucho la vagancia (a mí también); pero no lo piensan tanto (yo tampoco) y quizá por eso no nos hemos vuelto locos.
No le tienen miedo al coronavirus, pero sí a no volver a ver a sus seres más queridos. Les preocupa que tata se enferme o que nana no venga a la casa a ver su alberquita nueva; se acongojan al no saber cuándo podrán dormir con la abuela… ¿y si no viene para nuestro cumpleaños?
Si ellos estuvieran aquí, la cuarentena sería perfecta. Pero se nos atravesó una frontera. Cuando las personas se quieren tanto, nunca es suficiente un abrazo en emoji o por Facetime.
Luego me preguntan por los niños que no tienen que comer, por los viejitos que se mueren solos, por los animalitos de la calle, por las personas que no tienen moneditas, por Mason que tenía gripe, por los que trabajan en la calle, por los doctores superhéroes, por las maestras en sus casas, por las familias que no se quieren, por los papás que se van, por los que no tienen brinca brinca, por los que jamás han visto una película de Disney Plus, por los que no tienen mamás graciosas y por aquellos a los que el bicho del coronavirus se les metió en el cuerpo. Ojalá tuviera todas las respuestas.
Yo estoy exhausta. Me pesan más las ojeras que los kilos que he ganado en esta cuarentena. Aun así, tampoco me olvido de mis privilegios. Tengo familia, casa, trabajo, comida, amigos y amor… mucho. Los tengo a ellos. Este par me mantiene con el corazón abierto y la conciencia despierta.
Hace justo un año escribí del reencuentro con un niño migrante al que apenas reconocí en su mirada. Sus ojos delataban la madurez forzada. Se le había escapado la inocencia. Luego veo las pícaras miradas de mis hijos, llenas de travesuras, de magia, de ensoñación, de pureza y de carcajadas y sé que no puedo más que dar gracias. Así que en las noches, ahora juntos le pedimos a la estrellita también por ellos.