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La pitonisa distraída

Desde que se sube al vagón del tren F, Emilia no hace otra cosa que pensar en lo que le ha dicho la vidente. —Qué mujer más certera ¿con qué espíritu tendrá contrato? Atinó en lo que hago, en mi profesión, en detalles de mi nacimiento—
piensa sentada mirando la negra ventana, mientras el vagón se desliza hacia el hoyo ciego del túnel, cruzando a Rego Park.

Es una vidente verdadera. Cara, como las verdaderas, localizada en un lugar de lujo (86th Street) como las verdaderas. Sabe quien es ella, como las verdaderas. No es una pitonisa de cuarta. O sino no sabría tanto que sabe de ella.

Tu futuro marido se llamará Carlos, se llama Carlos— le revela ante una Emilia que queda obnubilada de asombro, pero aún así duda. No. No puede ser. La pitonisa ha adivinado quien es ella. En ella se puede confiar.

Aunque Emilia duda. De dos tipos con los que sale, el hombre a elegir debería ser el número dos de su lista, Ernesto. Después de todo, es simpático como ella, es agradable como ella, tienen más o menos su misma altura. Vive en el mismo barrio pudiente de Rego Park. Después de todo, ella y Ernesto llegaron en el mismo lote a Naciones Unidas buscando escapar de sus respectivos países y en otro país continuar viviendo traumas previo reconocimiento internacional y pago de sueldo. Ernesto quiere irse a un país peligroso, como ella. Quiere ganar más dinero por concepto de riesgo, como ella. Cabe de cajón que su marido número seis sea, como ella, el exitoso, apuesto, letrado, trilingüe  al cual ha conocido tomándose una Coca Cola en el Casino del DC.

Pero la vidente discrepa. Su marido será alto, de cuerpo correoso. Será artístico. Ganará poco pero la invitará a sus sesiones de canto y a sus ensayos de teatro que harán sencillamente explotar su vena creativa y le abrirá todos los shakras de un solo guaracazo todos.

El amor de su vida, le dice la vidente, no es bajo (como Ernesto), no lleva ojos verdes, no es divorciado ni guapifeo con un prontuario vital interesante, como, otra vez, su Ernesto. Tiene que ser Carlos, el mesero venezolano, entrenador tiempo parcial que sueña con ser actor principal de una obra de Broadway que, como dice la adivina, la invita a sus sesiones de canto en el Teatro La Tea desde que la conoció en una obra Off Broadway.

Emilia llama a Ernesto. Lo cita y lo bota a la acera… total. Puede vivir sin lamerse las heridas del trauma, sin las cenas en restaurantes étnicos, sin los guapifeos del trabajo, sin los narizones mediterraneos que parecen salidos de El Padrino. Entonces comienza a salir con Carlos, le paga las cenas etc. y se prepara para un reventón de cuerpo energético.

Ahí comienzan los problemas, en la cama cuando cogen, Carlos jamás la toca. Ella se le restriega. Pero la hace peor. Carlos da vuelta la cara o cierra los ojos como si Emilia tuviera sarna o piojos. En una de las salidas, Carlos se confiesa y le dice que no aguanta más, que salía con ella para ver si el patómetro hacía una reversa, que quería cumplir el deseo de su madre y reproducirse con una mujer inteligente. Pero no pasó. No pudo. No se atrevió.  Tras una llorada olímpica de cinco horas (cuya cuenta, obvio, paga Emilia); previa épica arenga, Carlos sale del closet y  bota a Emilia a la acera.

Entonces Emilia vuelve al día siguiente a ver a la pitonisa. La adivina la recibe con una sonrisa de oreja a oreja. Tú eres la clienta pero no me dejaste el teléfono—dice la pitonosa—Me equivoqué con las cartas. Google no dio problemas. Me enteré quién eras. El futuro te lo leí de la manga de cartas equivocada. Era la manga de Ana Pereira y tú te llamas Emilia Pereira…

¿Quién diantres es Ana Pereira? En la bola mágica de la pitonisa la encuentran. Ahí están Ana Peira y Ernesto sentados en un restaurante etíope escuchando sus heroicas historias del exilio, cenando en Queen of Shebba. Tremendo detalle se le escapó a la adivina— piensa Emilia en  ingresando al esfinter de la estación de 2nd Avenue, camino a Rego Park. Se ha quejado ante la Corte de Derechos Humanos, ha reclamado su justa cuota de justicia ante la impunidad… pero esta vez no sabe dónde ir a quejarse…

Autor

  • Liza Rosas Bustos

    Profesora chilena (Valparaíso, 1970). Reside en Nueva York (EUA) desde hace doce años y ha sido habitante del estado de Oregon hace diez. Ha colaborado para el periódico literario Puente Latino, Hoy de Nueva York. Formó parte del Espacio de Escritores del Bronx Writer’s Corps. Cuentos suyos han aparecido en las revistas Hybrido y Conciencia. Sus poemas, ensayos, artículos y cuentos han sido publicados por la Revista virtual Letralia de Venezuela. Sus poemas aparecen en las publicaciones mexicanas La Mujer Rota y la Revista Virtual Letrambulario además de Centro Poético, publicación virtual española. Obtuvo un Doctorado en Literatura Hispánica y Luso Brasileña en Graduate Center, City University of New York. Actualmente vive en Portland, Oregon y se desempeña como profesora de lenguage dual en Beaverton High School.

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