La vejez, por Adriana Briff
De niña crecí viendo como el agua tibia de los mates acariciaba las gargantas de mis mayores. Desde allí fluían las palabras y se hilvanaban esas historias que se repetían siempre diferentes. Así iba tomando forma esta anatomía de emociones que hoy nos habita.
Una sabiduría de yuyos y luciérnagas se ordenaba alrededor de ese semicírculo de sillas de maderas oscuras. El barniz viejo resaltaba brillando en la oscuridad bajo el cielo estrellado. Las veredas eran los escenarios de nuestras abuelas. Nos sentábamos a escuchar esa herencia que llegaba desde los sonidos de sus lenguas entrenadas para desafiar los estragos del tiempo. Nuestra niñez bailaba entre ellas sosteniendo sombrillas hechas con ramas de árboles de paraíso. El sopor de enero resplandecía sobre la luna, hasta que las nubes se confundían con el humo de los espirales Atanor.
La idea del descarte estaba destinada a las aguas servidas de las zanjas. Las limpiábamos con un tacho de duraznos al natural vacío, clavado a un palo de madera. Era nuestra actividad preferida para desorientar al ocio de la siesta.
La vejez estaba dentro de un libro de tapas rojas que nos daba miedo. “El país de las sombras largas” les asombraba a los mayores. Los esquimales viajaban hasta las estepas para abandonar allí a sus padres cuando llegaban a la edad avanzada. ¿Cómo pueden hacer eso?, se preguntaban ellos pasándose un mate y agarrando un bizcocho de pan. Yo les escuchaba mientras pintaba alguna figurita del Billiken. Sonreía porque sabía que la crueldad no vivía en sus labios. La cultura del descarte era algo que pasaba en otro lado. Nuestra geografía estaba habitada por los guisos, por la plancha calentando paños para aliviar la tos del pecho y por los zapatos gastados, remendados por las manos del abuelo en el galpón del fondo. La confianza era un echarpe que nos abrigaba como la suerte de los boletos capicúas.
En esos años también los escuché hablar de un film que los había perturbado: “Los jóvenes viejos”. El director era también un joven, se llamaba Rodolfo Kuhn. En el film, un grupo de hombres y mujeres, en la etapa de los sueños y las utopías, tenían las bocas dobladas por la amargura del cinismo y la apatía. Mis mayores reflexionaban sobre esa película entre el labio leporino de Onganía y las llamas de los trolleys ardiendo en la Estación Rosario Norte. Quizás les preocupaba ver ahí una profecía inevitable: el actual presente de discursos de odio, disfrazados de “honestidad sincera”. Esa propuesta hoy copta a los actuales jóvenes viejos. Encerrados en una escenografía creada de apatía y descreimiento.
Las encuestas resaltan números para propagar la dominación orquestada por el fascismo de un imperio en decadencia. La vida se va reduciendo cada vez más a las cifras y así nuestra cosmogonía se resquebraja. La normalización de una absurda ley decreta que todo ser que no produce es algo dispensable. Debe considerarse una carga, un estorbo social. Es la negación de la naturaleza vital y esa violencia de mercado golpea en el desfase de la vida. Nuestra existencia está empujada cada día a una carrera deshumanizada, olvidamos la conexión básica con nuestro germen original, y el futuro es la destrucción de nuestra propia especie.
Sin embargo, las voces de los cielos no obedecen y se filtran por los poros de los cuerpos de la historia. Invaden nuestra memoria y florecen en palabras.
La vejez no conviene porque no conviene el ejercicio de la memoria, ni la maceración reflexiva de los recuerdos. Nos quieren presentes, nulos, vacíos y con un manual de autoayuda bajo el brazo para que todo termine en la estrechez de lo individual.
Pero somos obstinados. Con los años hemos macerado la calma y abrazamos la fragilidad desde el arte de la aceptación. Lejos de la resignación, aprendimos a agradecer a los artefactos. Somos un ejército de lentes, bastones, andadores, pañales y audífonos amplificando la vida.
Fernando Pino Solanas, otro cineasta como Kuhn, nos dejó un legado indispensable en su film “Los Exilios de Gardel”. En una escena memorable, Gabriela Toscano, personificando a la hija de un desaparecido, le pregunta al mejor amigo de su padre: “Gerardo, ¿qué es ser viejo?” Y Gerardo, ese Lautaro Murua de mirada tierna y voz certera, le responde: “Ser viejo es no tener ganas”.
Pienso hoy en esa escena. El día ha amanecido gris como el color de ese fotograma que recuerdo. Es un gris opaco de terremoto. Una gama de color que reconocemos los que fuimos sacudidos por los debacles de nuestras geologías. Llevamos en el cuerpo el peso del aire que precede a los sacudones. Cuando el piso cruje, correr no sirve de nada. Hay que contrariar al instinto, quedarse quieto y esperar. Nada resulta más complicado.
Con los años se aprende el arte de honrar la escasez: un pedazo de pan, los graznidos de los gansos atravesando el cielo, la longitud invisible de la planta que creció mientras dormíamos, el tamaño diario e imperceptible de las ausencias.
Valoramos la quietud, esa que le molesta al sistema y resistimos testarudos al latiguillo con que quisieron colonizarnos: “dejá de perder el tiempo, esas cosas no sirven para nada”.
Restringieron al tiempo, lo encorsetaron en meses y años para enfrascar la vastedad de la que somos parte. Nos impusieron una vida lineal para que nuestra sabiduría quedara fragmentada. Ahora el futuro está dividido en dos opciones: entierro o cremación.
Nuestra sociedad ha dejado de valorar a los mayores como fuente de sabiduría. Cegados por el velo de la ignorancia del consumo, no pueden ver que estos años son bellos e intensos. Las enseñanzas, los recuerdos, los dolores y todo lo perdido nos han marcando surcos por donde transcurre esa savia que nutrió nuestras sequías. Las arrugas son los pliegues de nuestra dignidad.
No somos viejos, somos seres con tiempo acumulado. Sabemos qué queremos. Sabemos qué sueños no vamos a abandonar porque la soberanía no se negocia.
Somos nuestros adentros, somos el silencio que nos cubre, somos la voz que nos alimenta. Somos eso que no hace falta ya ni siquiera demostrar. Somos las semillas del tiempo.