Los colores del migrante, por Maritza Félix
Kenny nació rubio con los ojos azules. Su primer suspiro valió para que le otorgaran un número de Seguro Social y la ciudadanía estadounidense. Vino al mundo en ese Norte al que miles quieren ir y, curiosamente, a él no le apetece.
Al verlo, uno lo saluda con un “hi!” y él responde con un “hola” con acento marcado, no como de quien aprendió un idioma, sino de quien lo ha adoptado como propio en la Madre Patria. Ese hombre simpático tiene muy poco de gringo y mucho de español. Kenny es lo que cualquiera describiría como un migrante privilegiado… sí, un migrante que tuvo “¿la suerte?” de haber nacido blanco.
Santiago tiene la piel muy oscura y los rasgos africanos marcados. Es alto y fuerte. Es culto. Tiene una risa que contagia y una energía que desborda. En la calle no lo saludan porque sí ni con efusividad, quizá por que es negro. Al igual que Kenny, Santiago habla castellano perfecto con el acento español, aunque se expresa mejor a través de las imágenes de sus proyectos cinematográficos. Él es el rostro de un migrante sin atajos, uno que -como él dice- intimida con su aspecto, al que el anglosajón le saca la vuelta y el que provoca que los turistas se cambien disimuladamente de acera. Él, ni con todo su talento o su premio Goya, gozará nunca del privilegio blanco, pero sí del poco valorado orgullo negro.
Ambos son migrantes que entienden lo complicado de su migración. El primero se sabe afortunado y ha puesto su blancura al servicio del pueblo aún discriminado; el segundo ha escalado en una sociedad elitista que lo ha condenado al tan solo verlo. Los dos cargan con sus cruces: a uno le pesa el privilegio y al otro, quizá, el pensar que no lo tiene. Luchan contra la culpa y los complejos; tienen batallas internas, porque así es esto de migrar, insisto, es muy complejo.
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Han entendido, desde sus mundos, la dimensión del color y sus matices. Ser negro representa el valor de la piel curtida por la historia y los pigmentos. Kenny, por ejemplo, poco podrá presumir de ser blanco. Si lo hace, lo tacharán de racista. Santiago, en cambio, puede jactarse de su raza y sus logros, puede danzar y unirse a organizaciones que empoderen la piel oscura y su herencia. Ese es su privilegio… el privilegio negro, que es fuerte, pero aún con poco eco.
Kenny y Santiago representan los extremos de la migración. Del blanco al negro. En medio están los de la piel café, los mestizos que con su fertilidad han poblado el mundo. Son los que han enraizado América.
Son los que florecen a pesar de lo cruel de la historia… algunos con privilegios; otros muy lejos de ellos. Migrantes, siempre. Conquistados. Señalados. La “avalancha devoradora” de países (¡ajá!). El rostro de la crisis política. Son lo que les conviene que sean: a veces blancos y otras negros. Son, a pesar de que no quieren que sean. Tienen identidad, pero aún no un privilegio… ni derechos. Son ellos los que demuestran que el mundo no es una escala de grises, sino una paleta de tonalidades marrón que se resiste a difuminarse en el lienzo del racismo.
Pero la vida no es justa y el mundo tampoco. La integración pareciera ser un proceso de blanqueamiento forzado: se lavan las culturas, pero no las conciencias; se desmanchan los rasgos, pero no la historia; se ponen al sol los idiomas y se secan las palabras. Solo unos cuantos permanecen intactos, a otros se les destiñen los sueños. Pero incluso así, percudidos por el drama, brillan y eso, en un mundo donde se condena ser migrante, es el mayor de los privilegios.