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Anatomía del odio: un ejército de zombies

El país está dividido. Donald Trump, que nunca fue republicano por ideología pero lo es por conveniencia, ganó en 2016 acompañado por una cálida ola de fervor. Derrotó a una candidata mediocre y a un público indiferente. Fue quizás una casualidad histórica. Fue también la manifestación de un profundo cisma que ya estaba brotando.

Como también sabemos, Trump brindó con él a la Casa Blanca una bomba de odio y crueldad.

Se ha distinguido y sigue haciéndolo, por “su habilidad para sentir nuestros instintos más oscuros y sacarlos de su escondite”, escribe Nancy Gibbs en Time.

Todavía estamos tratando de remedar el desastre que causó en la sociedad estadounidense en sus cuatro años de gobierno. 

Pero a su término el estado reaccionó. Fueron las instituciones del estado, llamémosle democrático, burgués, el imperio, la tradición, la cordura, los bancos. Claro, son definiciones contradictorias, pero convergentes. A la hora de luchar contra algo peor, coexisten. 

En complicidad con un oscuro presidente del Senado, Trump logró inyectar centenares de nuevos jueces federales hechos a su moldura, esperando que sean sus clones. Y a tres jueces de la Corte Suprema, más conservadores de lo que él nunca fue. Sin embargo, cuando perdió las elecciones también perdió 61 de 62 demandas judiciales para revertir los resultados y conservar el poder, a nivel estatal y federal. La gran mayoría de «sus» jueces se rehusaron a ser sus servidores.

En consecuencia, como escribe Russell Wheeler del Instituto Brookings: “Cuando el presidente Donald Trump trató de involucrar a los tribunales en su campaña para revocar los resultados de las elecciones, los jueces estatales y federales aplicaron la ley tal como la entendían”.

El estado reaccionó aún más fuertemente después del intento de golpe que Trump fomentó en enero de 2021. Más de mil participantes – la mitad del aproximado total de atacantes – fueron acusados de delitos federales. 

La semana pasada, uno de ellos, Stuart Rhodes, el jefe de la milicia armada Oath Keepers, fue condenado a 18 años de prisión por su papel. Algunos de sus subordinados, a 8 y 9 años. Los juicios siguen. 

Y penden sobre Trump un número de juicios que podrían doblegar al más fuerte. Pero no a él. 

Es muy posible que Trump gane las próximas elecciones, nuevamente, contra un candidato débil. 

Los republicanos ganaron la presidencia en 2016 y pueden volver a ganar, no por ser mayoría, porque no lo son, lo demuestran todas las encuestas, aunque su número es espantosamente alto, como un ejército de zombies. Puede volver a ganar porque estamos cansados de oponernos, de escandalizarnos.  En vez de prevenirlo, nos decimos que si gana, nos vamos. Trump puede en suma volver a ganar por salir a votar con entusiasmo y prevenir que el otro lado vote. 

Y si es necesario, a la fuerza. 

Una suposición: cuando perdió estas elecciones él y su equipo (incluyendo al ex alcalde de Nueva York Rudy Giuliani) trataron de revertir la derrota presionando a decenas de funcionarios estatales. Si pierde en 2024 no hay razón para pensar que él y sus acólitos aceptarán los resultados y que no intentarán intimidar a los jueces. 

Mientras tanto la moneda de cambio de la mitad del pueblo es el odio. 

La semana pasada, el gobernador republicano de Florida Ron DeSantis presentó su primer acto como candidato presidencial, en lo que fue una malograda entrevista con Elon Musk, el dueño de Tesla. DeSantis no habló de su plan político o económico sino de cómo derrotará a los “wokes”. Y en su estado lo está haciendo. Eso es lo que ese segmento minoritario pero dedicado quería oir.

Trump y DeSantis caminan sobre un campo sembrado de odio como los fragmentos de una lámpara de vidrio. Pero a ellos las esquirlas no les hace daño. Una nube de odio los protege.

Son episodios que se repiten, aceleran y emprenden una carrera vertiginosa hacia el caos.

Para aclarar: el odio es una realidad humana. Con lo que no quiero decir que sea humano odiar, ni que tenga un propósito positivo. Quiero decir que solamente los humanos odiamos. Para los otros animales, la violencia es cuestión de supervivencia. Para nosotros, es de supremacía. 

El odio sirve a los mediocres para sentirse fuertes y dominantes. El odio es como un reclutamiento a un confuso ejército de salvación. A quienes odian individualmente a miembros de otras razas o pueblos o preferencia sexual, el odio da un sentido a la vida. Un sentido que les confiere un deber de actuar con base en ese odio. El odio así se justifica a sí mismo y se convierte en violencia. 

El odio se coló al núcleo de la población. Por obra y gracia de Trump se entroniza en el psique republicano en todo el país, y ahora florece en nuestra política. En los medios sociales. Hasta en reuniones sociales. 

Y por supuesto, en el camino queda la verdad y se impone el primo del odio, la mentira colectiva, de la mano de las teorías de conspiración. La verificación de hechos no tiene ningún efecto. Trump fue acusado en el curso de tres semanas de crímenes viles y perdió un juicio civil por calumniar a una mujer que reveló que él la violó. A su rebaño no les importa. Es más: es su gente es una demostración de que a Trump lo persiguen porque es bueno. 

Lo que pone de manifiesto otro rasgo del odio: la victimización. Aunque sean mayoría, armados hasta los dientes, confrontando a un puñado de indefensos, se señalarán con el dedo y dirán: somo atacados, nuestra mera existencia está en peligro, nuestros valores son barridos de la faz de la tierra, somos víctimas. 

El odio republicano es geográfico: en los estados y ciudades dominados por los republicanos, en donde además hay una mayoría blanca, es generalizado. Entonces, es contagioso. Contagia de casa en casa como un huracán y no como un tsunami. 

En esos lugares, lo difícil es no odiar. 

Porque si quienes pueden odiar están en ese entorno social, en donde son una minoría cada vez más minúscula y en vías de extinción, son considerados débiles. 

Quien se niega a odiar a la larga es considerado un simpatizante, luego aliado, luego parte del objeto del odio. Y a la larga, todos “ellos”, los otros, son considerados enemigos.

Como tales, los perciben como peligrosos, aunque no lo sean. Aunque sean mujeres con niños que cruzan la frontera huyendo a su vez de otra violencia tan demente como esta. Son peligrosos porque tienen la piel distinta, o porque practican el amor distinto, o porque piensan diferente, porque votan diferente. 

El mismo Ron DeSantis recibió centenares de amenazas de muerte el día en que declaró su candidatura a la presidencia, como rival de Trump. Y eso que él mismo es un paladín extremadamente eficiente del odio

Y los que eran políticos republicanos cuerdos, contrariamente a lo que esperábamos que hiciera el partido, no luchan: se retiran de la vida política. 

Quizás luego, como en ese cuento alegórico, cuando termine de devorar a quien esté a su alrededor, el odio se coma la cola y devore a sí mismo. O quizás la gente de buena voluntad por fin se una, crea en su poder y rechace al odio.


Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.

Autor

  • Gabriel Lerner

    Fundador y co-editor de HispanicLA. Editor en jefe del diario La Opinión en Los Ángeles hasta enero de 2021 y su actual Editor Emérito. Nació en Buenos Aires, Argentina, vivió en Israel y reside en Los Ángeles, California. Es periodista, bloguero, poeta, novelista y cuentista. Fue director editorial de Huffington Post Voces entre 2011 y 2014 y editor de noticias, también para La Opinión. Anteriormente, corresponsal de radio. -- Founder and co-editor of HispanicLA. Editor-in-chief of the newspaper La Opinión in Los Angeles until January 2021 and Editor Emeritus since then. Born in Buenos Aires, Argentina, lived in Israel and resides in Los Angeles, California. Journalist, blogger, poet, novelist and short story writer. He was editorial director of Huffington Post Voces between 2011 and 2014 and news editor, also for La Opinión. Previously, he was a radio correspondent.

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