De lo que no se habla
Qué lejos está la frontera de la Casa Blanca. Allá, en la Oficina Oval, no quema el calor del desierto. Qué diferente se ve la migración desde la Ciudad de México. Allá, en Los Pinos, tampoco se desborda un río que mata en silencio. Lo que no se habla y la distancia que altera la perspectiva. Pero, irónicamente, son esos que están lejos los que toman las decisiones de ese pedazo de dos mundos en los que todo pasa, menos los otros.
Ver desde el privilegio y no ver a los que necesitan
La reunión del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y su homólogo mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ejemplifica el privilegio. No han recorrido juntos la frontera, no han visitado el muro sin cámaras ni aspavientos, no han cruzado por la naturaleza ni han pasado una jornada debajo del sol calcinante del desierto de Sonora. No. Dan visitas cortas, guiadas y refrigeradas, con reflectores y guardianes, con agentes que les muestran lo que quieren ver. Eso es solo una pequeña parte de la realidad, la esquina de la foto, lo que cubre el marco… pero se pierden el paisaje.
Indigna que a pesar de tanto aún pueden hacer como que no ven. Se sacuden la culpa con pésames de migrantes asfixiados en camiones, adolescentes devorados por el sol en el desierto o niños que mueren ahogados en el río. En reuniones oficiales hablan de mucho, por encimita siempre, pero no se atreven a recorrer ningún terreno escabroso, ni la frontera ni la muerte ni las cruces que nos obligan a cargar a todos.
¿Cómo justificamos todas las promesas de campaña que tampoco sobrevivieron? El migrante es una moneda de cambio. Pero la migración no se soluciona con 600 mil visas de trabajo temporales ni muros virtuales; no se termina el fenómeno con pactos a medias siempre convenientes para el privilegiado y no para el que lleva años esperando aquí y allá.
El duelo del migrante
Solo Dios sabe las noches de llanto quedito que pasa un migrante; es una tras otra, desde antes de partir y muchas más cuando llega. Migrar es un duelo tras otro que se burla del tiempo. Es morir de a poquito de incertidumbre o de añoranza; a veces de miedo o de hambre.
Nadie me lo cuenta. También lo viví. Me gasté años intentando demostrar que merezco plantar mis pies en una tierra que aún no es mía, pero la quiero como si me hubiera parido. También lo sentí. La impotencia de no saber si te quedas o te vas, si empacas y vuelves a migrar, si el sistema te expulsará o si vale la pena aferrarse a una esperanza que te cuesta más que cruzar la frontera. También lo lloré, aunque hoy entiendo que en esas lágrimas también se derramaban mis privilegios.
En Estados Unidos hay más de 700,000 beneficiarios de DACA que sienten que su sueño se tambalea cada vez que hay elecciones. Los usan como una moneda en el aire. Los inflan y los devalúan dependiendo de las casillas y los distritos. Los avientan y los dejan caer sin importar si es cara o cruz. Lo mismo pasa con los miles de centroamericanos varados en México esperando poder llegar a puerto a pelear su caso.
No podemos olvidar a los otros muchos más que tienen décadas ya en suelo estadounidense esperando una respuesta de una petición familiar que los ha envejecido en el sistema. O de los millones de personas para los que de plano no hay nada más que cobijarse con las sombras.
No hablar de ellos es indignante.