Descripción de una medalla
A la memoria de Reinaldo Gorno y Eva Perón
Hace unos días, vi la medalla más hermosa que se haya diseñado jamás; la de los juegos olímpicos de Helsinski ´52.
Era de bronce pero parecía de oro antiguo; como si hubiese estado enterrada durante siglos sin haber perdido su esplendor. La medalla representaba la elipsis de un estadio y sobre la pista sobresalía un perfil humano. Era la cabeza de un atleta entre clásico y adusto, coronado de laureles. Aquella cabeza miraba hacia el este, es decir, hacia el valle donde sale el sol.
Pero acaso el detalle más fascinante era que, como en un raro juego de espejos, el “vaciado” del cual había emergido la cabeza era un bajorrelieve, la huella exacta de su cara y cuya fisonomía semejaba a la de una mujer. Y acaso toda la Finlandia deportiva fuera eso; un “Jano” de ambos sexos mirando hacia el futuro de un nuevo día.
El descubrimiento de esa medalla me hizo pensar fuertemente en Eva Perón, al punto que su imagen se volvió dorada en mi cabeza; como si la hubiera visto acuñada en una moneda que me acabaran de mostrar y cuyo fulgor me hubiera encandilado, haciéndome cerrar los ojos.
Al principio no supe de dónde me venía esa relación absolutamente aleatoria y gratuita. Hasta que, sobreponiéndome a mi inconsciencia, lo descubrí.
Fue la tarde exacta en que mi tía, para iniciarme en la filatelia, me había regalado su pequeña colección. Y allí, en una suerte de constelación de rojos y azules matasellados en pueblos perdidos, estaba la serie de Evita.
Su perfil con cabello recogido en rodete sonreía hacia oriente; como si reflejara el nuevo sol. Fue la primera vez que “veía” una efigie o, mejor dicho, que descubría el “modelo original” de todas las efigies. Al punto que hasta la “cabecita” de la República de las monedas me parecía una copia de Eva; y el perfil de la reina Elizabeth de Inglaterra, un burdo plagio de nuestra “primera dama”.
¿Por qué hice esta asociación, entonces? ¿Habré tenido un recuerdo previo más hondo? ¿Habré convivido con el negativo de una foto que no puede revelar con la emulsión de plata de la melancolía? ¿O es que aquel perfil de Evita había funcionado en mi cabeza de niño como catalizador al igual que el “zahir” de Borges, ese objeto que quien lo ve ya no lo olvida? Todas estas preguntas me hice, pero carecían absolutamente de respuestas.
Y entonces, al recapitular, pensé de nuevo en la medalla de Helsinski. Y entendí que, extraña o fabulosamente, la muerte de Evita tendría que haber coincidido con esos juegos.
Corroboré que, en efecto, Evita había muerto un día antes (en realidad, pocas horas antes) que Reinaldo Gorno y Delfo Cabrera corrieran la maratón el 27 de julio. Ambos contaron que esa noche casi no pudieron dormir por el dolor de la noticia. Delfo no pudo repetir el oro de Londres ´48 y salió sexto. En cambio Gorno, en una actuación titánica, quedó segundo por detrás de Emil Zatopek, la “locomotora humana”.
Al otro día, Gorno contó que si bien durmió poco, se pudo subir al podio gracias al recuerdo de Eva; que había corrido “por y para ella” y gracias a su aliento. Y entonces le colgaron esa medalla fabulosa con dos cabezas anónimas mirando hacia el futuro. Los mayores laureles que supo conseguir.
Yo sospecho que esa noche, acaso en sueños, el atleta le regaló la medalla a su primera dama para que pagara el cruce del río de los muertos y entrara, por fin, en la inmortalidad. Y acaso haya sido así, porque tras ese día, todo fulgor pereció; no sólo en el país sino en el deporte argentino. Y no volvimos a ganar un oro olímpico sino 52 años después, acaso para subrayar la cifra de aquel año tan dorado como maldito.
Me interesé vivamente por el destino de Gorno y descubrí, con cierta tristeza, que su vida se había vuelto más opaca aún tras ese día. Como si su esencia hubiera desaparecido junto al brillo de su fantástica medalla.
Sólo me enteré que, tras la “revolución libertadora del ´55” los militares lo habían suspendido de las pistas por 99 años debido a su “simpatía peronista”, que trabajó como empleado en la municipalidad de Quilmes y que un día de 1994 fue asaltado en el polideportivo donde ya no corría, mientras uno de los ladrones le daba un tiro en la cabeza.
Y así, encandilado por el sol, Reinaldo Gorno cerraba los ojos mientras una bala de plata se instalaba en su cráneo para siempre.
Y yo pensé (o mejor dicho, me imaginé) que en el último segundo de su vida, Gorno volvió a ver su medalla con una nitidez cegadora. Y entendió que los rostros grabados no eran anónimos. Ahora sabía quién era el hombre y quién era la mujer. Esa misma que le devolvía la moneda para que el barquero lo cruzara al otro lado. A esa orilla del futuro. A ese valle en donde siempre sale el sol.