Alberto E. Mazzocchi: Y la muerte no tendrá dominio
Existe una sola foto de Alberto Mazzocchi. En ella se lo ve sentado sobre una tumba con las manos cruzadas en el pecho; casi como la parodia de un “zombie” levantándose de entre los muertos. Tiene la mirada fija en la cámara y una rosa negra a sus pies; oscuro talismán sobre el mármol del color de sus zapatos.
En la parte posterior, su amigo y albaceas Federico Undiano había estampado “1956” y una breve leyenda explicando que “aquella foto” le había sido “expresamente dedicada” por el retratado.
Cuatro años después y a la luz del abrupto (acaso inexplicable) suicidio de Mazzocchi el 5 de enero de 1960, esa pequeña placa tomaría una dimensión de oráculo. No sólo porque en ella el poeta anunciaba su propia muerte sino porque, de algún modo y al igual que “aquella foto”, esa muerte también era “dedicada” a su amigo.
Pero el oráculo iría mucho más lejos aún. Y se extendería de manera fabulosa en el tiempo y el espacio prefigurando la ulterior resurrección poética de Mazzocchi, su modo de levantarse entre los muertos tan joven como había sido sepultado. Como si tras una breve temporada en el Purgatorio alguien lo hubiera lavado de todos sus pecados humanos y de toda la sangre que manchó sus versos. Los versos más desolados y maravillosos que alguna vez se escribieron en Córdoba y en la sangre de su sien; “inéditos” por siempre derramados.
Los días en la tierra
Una biografía inédita escrita por Federico Undiano (Jujuy 1932- Córdoba 2000) afirma que Alberto Enrique Mazzocchi nació en Las Varillas el 21 de septiembre de 1937, que al poco tiempo su familia se trasladó a Córdoba y que en 1952 ingresó al Seminario Menor “San Isidro” de Jesús María del cual fue expulsado. En 1956 y con 18 años, Mazzocchi asiste como oyente a la Licenciatura en Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba y en esos claustros traba conocimiento con Undiano, por ese entonces estudiante de Letras. A los pocos meses y de común acuerdo, ambos deciden abandonar la carrera para iniciar una formación autodidacta compartida en escritura, dibujo y pintura.
Luego, tanto la biografía como algunas cartas que Undiano le enviara a este cronista (entre 1997 y 2000) refieren encuentros y desencuentros del poeta con algunas mujeres, la clara atracción sexual que Mazzocchi ejerció sobre su amigo (“jamás consumada” según Undiano), internaciones psiquiátricas a las que lo habría sometido su madre y tres tentativas de suicidio. “Quiso que nos suicidáramos juntos, estrechándonos las manos, uno junto al otro, a la caída de la tarde de un 16 de junio de 1957” escribió Federico 40 años después.
Tras un difícil 1958 en que Mazzocchi viaja a Buenos Aires y al Uruguay indocumentado, Undiano se traslada a Montevideo.
Será en marzo de 1959 cuando Mazzocchi lo visite sin previo aviso, dispuesto a radicarse con su amigo en la capital uruguaya. “Como mi propia situación era en extremo precaria, se vio forzado a iniciar un verdadero vagabundeo callejero que no le privó de penurias como la mendicidad y algunos latrocinios”.
El 29 de mayo y tras rogarle que volviera a Córdoba, Undiano escribe en una carta: “Urdí la ocurrencia de proponerle emprender juntos un viaje por América, si él consentía en dejar Montevideo mientras yo mismo lo pasaría a buscar por Córdoba. Nunca sabré si me creyó”.
Lo cierto es que en la noche del 11 de junio de ese año, Mazzocchi vuelve a Córdoba. Ni él ni Federico sabían que se estaban saludando por última vez. Esa noche, Mazzocchi escribiría el último poema que registra la edición bilingüe hecha por Undiano en París y que, como “aquella foto” y como tantos textos, está dedicado “a Federico”.
Invitación al Viaje
«Tengo que viajar como todos los que viajan a altas horas de la noche/ no dejando nada aquí/ pronto comenzará el verdadero invierno/ el círculo de luz de la luna poco a poco desaparece/ un petrel altivo enfrenta el viento/ nadie me reconoce como a un enviado/ y en el fondo de todo/ y en el fondo de mi alma/ sólo queda el sencillo recuerdo de lo que he vivido/ tengo que viajar como viajan los que se van de aquí para siempre/ o para volver con otro rostro/ más lejos están las estrellas/ y sé que aquí no hay nada/ que tenga que volver a vivirlo/ el frío me acompaña/ mis sueños me acompañan/ y tengo puesta la misma ropa/ la misma ropa inveterada que me ha acompañado/ y aunque sé que no estoy solo/ y aunque sé que iré a seguir viviendo/ que iré nuevamente a esperar con mis manos juntas/ y con mi sonrisa habitual de pobre/ sin embargo/ cuántas cosas terribles he hecho para no volver/ adentro de todo sé que hay algo mío/ que aunque no me lo hayan dado hasta ahora/ algún día será mío/ aunque permanezca donde estuvo siempre/ y yo no lo pueda ir a buscar/ como los viejos iré a caminar/ hacia lo que está infinitamente solo/ y allí recapacitaré como cuando fui más joven/ todos los días aprenderé algo profundo/ que solamente yo podré interpretar/ tengo que viajar/ el cielo se extiende cada vez más/ se elevan los árboles/ duermen los animales y los hombres/ se repite la intensidad del frío/ alguien demuestra un profundo cariño/ quizá todo lo poco que he hecho por mí mismo/ sea algo majestuoso/ la esperanza estará abierta en todos los lugares/ si no me comprendieron/ sólo fue/ porque fui demasiado extraño”.
Aunque se refiera, en apariencia, a un viaje en colectivo (al menos en ese contexto fue escrito) en el fondo el poema habla de otro viaje. Acaso sea la pulsión mortuoria del texto lo que me hizo pensar así la primera vez que lo leí. Ese estribillo que vuelve una y otra vez y cuyo “tengo que viajar” tanto se parece a “me tengo que matar”. Y sobre aquel misterioso final donde la voz poética parece haber concluido para siempre su misión en la tierra: “si no me comprendieron/ sólo fue/ porque fui demasiado extraño”. Pero tras esa frase ya nada más se puede modificar. Aquel viaje radical y póstumo es un hecho. Y el poeta ya se había embarcado en la “carroza del abismo” de la que hablaba Pessoa.
Pero volviendo a la parte física del poema, es decir al viaje en colectivo, tras su regreso a Córdoba, Alberto E. Mazzocchi le enviará tres cartas a su amigo y nunca obtendrá respuesta. Será el preludio de una tormenta que se desatará poco tiempo después; más precisamente en noviembre del ´59 cuando Undiano vuelva “clandestinamente” a su ciudad y no le avise a Mazzocchi.
“Pero alguien, estoy persuadido, aguardó a que yo hubiese viajado de regreso a Montevideo para decirle, recién entonces, que yo había estado en Córdoba. Y también estoy persuadido que fue a partir de entonces, que, ensordecido por mi silencio, sintiéndose perdido, enceguecido de ira, sin resignarse, liberó todas las fuerzas más sombrías que había ido acumulando”.
Acaso Undiano tenga toda la razón al decir lo que dice. Y si no, repasemos la cronología de los últimos dos meses del poeta.
Últimos días
El 10 de diciembre se casa con Lidia, una mujer diez años mayor, pero dos semanas después se produce una violentísima reyerta conyugal; la primera de una serie infernal que finalizará recién el 24 de enero, cuando harta de sufrir golpes y agresiones Lidia huya a casa de sus padres. Pero esta fuga de la esposa será el principio del fin; ya que el martes 2 de febrero, saltando tapias con una soga, Mazzocchi logra introducirse en casa de sus suegros. Una vez allí, cortando el cable telefónico, obliga a su esposa a volver junto a él a punta de pistola. Ese mismo día los padres de Lidia realizan la denuncia.
El viernes 5, localizada la pareja en una pensión frente al Parque Sarmiento, los integrantes de la comisión policial golpearon la puerta para llevarse detenido a Mazzocchi. Pero este, empujándolos, empezó a correr por la ciudad y se dio a la fuga revólver en mano. Cuando la policía lo cercaba, Mazzocchi, deteniéndose bruscamente, amenazaba con descerrajarse un disparo en la cabeza; razón por la cual los uniformados lo dejaban seguir. Esta situación se repitió hasta que uno de ellos le disparó en una pierna. Mazzocchi rodó en la avenida y, sin perder el revólver de su mano, se disparó en la sien frente al pasaje completo de un colectivo que apenas alcanzó a frenar. Su deceso fue instantáneo.
La crónica de este hecho puede leerse en La Voz del Interior del sábado 6 de febrero de 1960. Por cierto, en ningún lugar de la noticia se dice que el “suicida” era un poeta. Y era normal; ya que en vida Alberto E. Mazzocchi sólo había publicado dos poemas con pseudónimos. En lo que respecta a esa muerte irracional, Undiano tiene una explicación por demás categórica:
“Para mí, Federico Undiano, Alberto E. Mazzocchi, incapaz de vivir sus sentimientos para conmigo, me tributó su muerte; yo, por mi lado, le brindé gran parte de mi vida”.
Apuntes sobre una resurrección
Si la poesía de Mazzocchi resucitó en muchos lugares del mundo, se debió exclusivamente a la incansable labor de su amigo. Y es que Undiano logró publicarla en Uruguay, España y (su hito máximo) en Francia, cuando en 1985 apareció la edición bilingüe de “Poèmes-Poemas” (64 poemas y un fascinante apéndice biobiliográfico en 360 páginas de Editions L´Harmatann, Paris). Pero en Argentina y sobre todo en Córdoba, Mazzocchi sigue siendo un ilustre desconocido. Y excepto para algunos escritores “undergrounds”, el poeta sigue estando muerto. No así su obra.
Escrita bajo un hipnótico ritmo de soledad y muerte, emparentada con el escepticismo radical de Lautréamont, la síntesis oriental de Ezra Pound, la metáfora ardiente de Dylan Thomas y el luminoso simbolismo de los evangelios, la obra del varillense es uno de los puntos más altos de la poesía argentina del siglo veinte. Y resulta curioso que Mazzocchi, quien de algún modo prefiguró la poética de Alejandra Pizarnik, no haya sido leído ni siquiera al contraluz de su contemporánea más famosa.
Este “pasar desapercibido” no fue en absoluto ajeno a Mazzocchi. Por el contrario. Ya que otro de los oráculos del poeta fue la perfecta aceptación de su invisibilidad, la plena conciencia de que nunca sería nadie en la poesía argentina mientras estuviera vivo. Este dato se ve corroborado al leer lo que Undiano escribe sobre la primera ilustración de “Poêmes-Poemas”. Dice así. “Alberto E. Mazzocchi, al ver concluido su retrato, me pidió que lo hiciera reproducir en la tapa del libro que yo consiguiera hacer publicar son sus poemas. Sobreentendía que él mismo moriría antes de ver su obra literaria editada”.
Un año atrás y acaso como un ejercicio por entrar en el panteón de la posteridad, Mazzocchi había escrito un poema con el que cubrió las carpetas de su obra antes de su tercera tentativa suicida. Leamos, por favor, aquel epitafio:
“Realmente hubiera podido/ no decidir suicidarme si mi encendedor/ si estuviera seguro que mi encendedor/ no se me perdiera o no se me deteriorara/ si estuviera seguro que mi encendedor/ fuera lo suficientemente bello/ para retenerme en esta vida/ para estar en esta vida/ y encender mis cigarrillos de mala marca/ con él/ y mirar con su luz las cosas en la oscuridad/ y alumbrar con él un camino en la oscuridad”.
El mar guarda el secreto
Cuando pienso en Mazzocchi y Undiano más allá de toda contingencia terrestre, los veo a los dos caminando por una Córdoba en blanco y negro, charlando en la puerta de un cine donde acaban de dar “Pasaron las grullas” o encendiendo sus “cigarrillos de mala marca” en una esquina del Parque Sarmiento al atardecer. Pero la postal más recurrente tiene que ver con el mar, ese mar uruguayo y las caminatas interminables por la arena en esos últimos tres meses que, sin saberlo, compartirían en la tierra.
Por esos días del ´59, Mazzocchi escribió un poema cuyo protagonista era el mar también. Y si bien el poema está cruzado por la palabra “muerte”, yo quiero creer que hay algo más; un “bonus track” implícito al final, un verso subliminal, una línea que Mazzocchi nunca escribió o tal vez nunca quiso escribir para que la imaginen otros. O acaso porque detestaba la obviedad. Aunque nominalmente no está dedicado a nadie, seguramente también era “para Federico”.
“Olvidaba decirte/ que el mar guarda el secreto/ que yo no escribí en las piedras mi nombre/ ni dejé a propósito una huella en el suelo/encontré la verdadera tristeza en estos cadáveres de pájaros/ pero si también he apartado la arena/ fue por algo/ no temas que las hierbas divulguen mi muerte/ las hierbas guardan el secreto/ y si he perdido alguna medalla hace mucho/ en ellas no hay ninguna leyenda/ no temas que en las medallas se diga algo de mi muerte/ las medallas son demasiado pequeñas/ para escribir en ellas una leyenda/ las gaviotas no saben nada/ saben de sus nidos y del día/ y del alimento que flota en el agua/ pero tú sabes que muchos bosques han desaparecido/pero en esos caminos lo único que puedes hallar/ es la soledad/ no temas/ es la soledad que se nutre/ y no mi manto ni mi blusa/ ni un cabello mío que ha quedado en alguna rama/ el viento también guarda el secreto/ si inclina los árboles las ramas altas de los árboles/ y desparrama las hojas pequeñas de los pinos/ o si despeina un niño pobre/ o si sacude la falda de una mujer pobre/no es para decir mi nombre/ la noche está allá en el barranco/ donde estuvo siempre allá en el barranco/ este mar guarda el secreto/ no dirá a nadie que he muerto.”
Ese mar tampoco dirá a nadie que Mazzocchi ha resucitado. Que como en la foto en blanco y negro que hace sesenta años le regaló a su amigo, no sólo estaba predicho su final sino también su nuevo principio; todo vestido de blanco y sin manchas en la tierra como una aparición. Tal como lo escribió su admirado Dylan Thomas que, sin conocerlo, también tuvo un oráculo para Mazzocchi.
“Y la muerte no tendrá dominio./ Desnudos los muertos se habrán confundido/…/ aunque se vuelvan locos serán cuerdos,/ aunque se hundan en el mar saldrán de nuevo,/ aunque los amantes se pierdan quedará el amor./ Y la muerte no tendrá dominio”.
Así sea en la tierra como en el cielo.