Violencia policial y prensa libre
El miércoles, al final de una salvaje persecución policial de media hora y luego de arriesgar la vida de innumerables peatones y conductores, Richard Rodríguez, un miembro de la pandilla Flores de El Monte que estaba además violando las condiciones de su libertad condicional, se rindió a los agentes echándose al piso con los brazos en cruz.
El primer policía en llegar fue, aparentemente, George Fierro. Mientras dejaba de apuntarle con su arma para esposarlo, le dio a Rodríguez una fuerte patada en la cabeza.
Golpes y más golpes
El segundo policía terminó de inmovilizar al detenido y le propinó golpes, al parecer con su linterna reglamentaria. El tercero contuvo a un perro que se abalanzaba sobre el sospechoso y felicitó a Fierro.
La controversia así creada elevó preguntas inquietantes sobre la confianza que merecen o no, las fuerzas del órden. ¿Se justificó la patada? ¿O hizo ésta del policía un criminal más?
Quienes presenciamos la persecución odiamos a Rodríguez por lo nefario, lo estúpido, lo homicida de su actitud, su viaje a 85 millas por hora, sus virajes peligrosísimos en luz roja.
Nos horrorizamos al ver su foto surcada de tatuajes y la marca del hampa.
Pero también nos preocupamos por el golpe.
El reino de la violencia
Con la patada el policía había ingresado al reino de la violencia, en donde hasta ese momento Rodríguez estaba solo.
Cuando un diario local publicó que Fierro posee un negocio de ropa con temas de cárceles y pandillas, y que entre sus clientes en convenciones sobre tatuajes hay pandilleros, las diferencias se hicieron más borrosas: el policía, encargado de eliminar la cultura de la muerte, aparece como quien la conserva.
La situación no me parecía tan clara. Al presenciar la persecución, consideré que aquel fascineroso, cuyos tatuajes están diseñados para intimidar, lo tenía merecido.
Los blogs donde escriben miembros de las policías de California están repletos de expresiones de apoyo a Fierro.
Rodríguez, alegan, estaba mirando fijamente al policía, quien consideró posible que el conductor tuviese escondida un arma y con la patada le frustró ese propósito.
Me equivoqué. Dos personas me lo hicieron notar. Mi editor, quien me pidió pensar que en lugar de Rodríguez el golpeado era mi hijo. Y mi amigo Néstor Fantini, víctima de la violencia del estado, quien en mi blog escribió que «nadie tiene el derecho de violar los derechos constitucionales de una persona. No importa si es el violador más monstruoso, el asesino más sanguinario, el peor de los peores».
En la controversia la policía se ve a sí misma como un ejército, a los criminales como combatientes enemigos, y la ciudad como un campo de batalla.
Como quien estuvo en campos de batalla, lo entiendo, pero no lo comparto.
La controversia va a seguir y esperemos que tres investigaciones -del Sheriff de Los Angeles, el Procurador del condado y la policía de El Monte- además de la denuncia de la Unión Americana para las Libertades Civiles (ACLU) la aclaren.
Pero el punto crucial es que nada se hubiese sabido de no ser por los helicópteros de los canales de TV.
Todo lo vimos porque sobrevolaban por encima transmitiendo en directo, sin edición ni censura.
Una vez más quedó establecido que sin los medios de comunicación, no hay quien denuncie injusticias, quien avise a la población que aquí hay algo que no es correcto o quien se encargue de difundir la disidencia, la protesta.
Es un momento de grave crisis para la prensa libre, y de angustia para los periodistas, cuyos puestos laborales desaparecen para siempre, dejando un vacío en la creación y difusión del conocimiento. El incidente del miércoles, la labor de esos helicópteros que también actuaban como aves de rapiña de los rátings, nos indica lo importante que es la prensa en la defensa de la gente que más la necesita.