Discriminación de inmigrantes en Argentina
CORDOBA, ARGENTINA – “Sí, y la mitad de ellos vive en Argentina a costillas nuestras”, escribió en Facebook nuestra amiga María Eugenia. Era evidente que se le desbordaba el enojo con los bolivianos. Todo a raíz del comentario que habíamos subido en el que se destacaba que, por tercer año consecutivo, el gobierno de Evo Morales pagaría doble aguinaldo a los trabajadores del país del altiplano. Algo posible por el superávit fiscal de que gozaba la administración.
“María Eugenia, según el último censo realizado en Argentina en 2010”, le respondí, “los residentes bolivianos suman aquí unos 350,000. Lo que constituye algo más del 3% de los 11 millones de bolivianos. Supongamos que, en los nueve años transcurridos desde entonces, puedan haber aumentado algo. Pero nunca el 50% que usted sugiere. Debería informarse mejor”.
La respuesta de nuestra amiga fue un insulto machista dirigido al órgano sexual de mi hermana, según se acostumbra mucho en Argentina. Allí terminó el intercambio cibernético, que no obstante siguió en el plano del análisis y la meditación.
Al odio de María Eugenia, deduje después, no le interesaba tanto las cifras exactas de bolivianos residentes como sí expresar su rechazo social-racista hacia el inmigrante indoamericano y, a tal efecto, exageraba las cifras hasta el absurdo.
Un país de inmigrantes
La Argentina, para quien conozca medianamente su historia, es el país latinoamericano de mayor atracción de inmigrantes en el último siglo y medio. Desde 1860 a 1960, llegaron al país 7,500,000 de inmigrantes europeos. La mitad de los cuales se radicó definitivamente aquí. En 1914, el censo nacional determinó que la población extranjera representaba el 30% del total de habitantes. Predominaron los italianos (40% del total) y los españoles (30%).
A partir de 1935 apareció otro tipo de inmigración extranjera: la de los países limítrofes. Chilenos, bolivianos y paraguayos, entre los de mayor incidencia, que llegaban para incorporarse como obreros al intenso desarrollo industrial que se vivió en el período 1935 -1975. Tal corriente continuó hasta comienzos del siglo XXI. Desde 1980, se le agregó el aporte migratorio asiático: coreanos y chinos.
De manera tal que en la actualidad, como en gran parte del mundo, la población argentina es casi absolutamente inmigrante o descendiente de inmigrantes.
Una Argentina mestiza
Además, como es natural, (y esto no carece de importancia), existe una intensa mestización. Sobre todo entre las etnias originarias y el blanco europeo. Un fenómeno demográfico que, hoy en día, ya comprende a un 54% de la población. Ese mestizo constituye el argentino mayoritario. El blanco europeo (que también está mestizado entre las distintas etnias provenientes del viejo mundo) representa una minoría importante. Y luego también tenemos las mezclas con asiáticos y distintos pueblos de América Latina.
Entonces, convengamos en aceptar lo que es evidente: un buen porcentaje de nosotros es mestizo, en algún grado, y casi la totalidad somos inmigrantes o provenimos de un inmigrante.
Chivos expiatorios
Pero la presencia y actividad de la comunidad forastera en nuestro país, ha servido y sirve, en momentos de crisis económica, para descargar en ellos las culpas por las consecuencias de esas crisis: desocupación, bajos salarios, degradación de la calidad laboral.
“Vienen a quitarnos nuestro trabajo”, “aceptan cualquier salario que les ofrezcan por bajo que sea”, “trabajan 12 y hasta 14 horas diarias”, “competencia desleal”, son algunas de las imputaciones que funcionan como excusa para la discriminación.
Las estadísticas de la economía y del aporte extranjero al total de población, no confirman esos prejuicios: el porcentaje de inmigrantes sobre el total de población se ha mantenido estable. Por lo menos en los últimos 25 años, son menos del 5%, es decir, unas 2 millones de personas. Y sin que variara el porcentaje en ese período de tiempo, la desocupación total ha subido hasta el 25%, en 2002, y ha bajado hasta el 6%, en 2015. Lo que claramente desmiente que la cantidad de extranjeros resulte en falta de trabajo para los nacionales.
Aportan al desarrollo económico
Los inmigrantes, tanto europeos como latinoamericanos, han significado un importante aporte al desarrollo económico argentino. Los primeros fueron protagonistas del gran crecimiento agrícola de fines de siglo XIX y comienzos del XX. Lo que llevó a Argentina al podio de los mayores productores agrícolas del mundo. En las últimas décadas, los latinoamericanos se han insertado con éxito en sectores claves de la economía:
1. Las familias bolivianas se destacan en la producción de verduras, frutas y hortalizas, especialmente en los cordones agrícolas que rodean las grandes ciudades como Buenos Aires, Rosario y Córdoba. En esos conglomerados, donde vive el 40% de la población, los inmigrantes del altiplano explican entre el 60 y el 80% de la producción agrícola familiar y el 30% del consumo total.
2. El segmento de la construcción de viviendas, caminos, puentes y otras obras públicas es otro nicho laboral favorable aprovechado, en mayor medida, por paraguayos y bolivianos. Trabajos penosos (ladrilleros, peones de albañil, yeseros, poceros) donde impera la informalidad y el incumplimiento de la legislación laboral, y en los que el inmigrante es una solución de emergencia.
3. Si analizamos con perspectiva de género el papel de la mujer inmigrante, observaremos asimismo la importancia de su aporte al desarrollo profesional de la mujer argentina de clases medias. El 54% de las extranjeras empleadas aquí, desempeñan tareas domésticas de limpieza, cuidado de ancianos o asistencia en el hogar. Lo que posibilita el progreso laboral-profesional de las argentinas.
Estigma
Pero, a pesar del decisivo aporte económico que significan, los inmigrantes siguen sufriendo el estigma de perjudicar a los nativos, de quitarles el trabajo, bajarles el salario, trabajar más horas que ellos. Y aunque ningún estudio serio de la academia confirme estas creencias, es un clásico en Argentina y el mundo que, en épocas de crisis, los usemos como chivos expiatorios de nuestros propios errores. ¿No es cierto, María Eugenia?