El Juan no Juan de 34th Street
«Mi amor por él es tan grande que está por encima del dolor y la ausencia.
Me basta saber que existe, que siente y recuerda en algún lugar del mundo.»
María Luisa Bombal
La Ultima Niebla
La estación de la calle 34
Los hombres me desilusionaron demasiado tarde como para que realmente no pudiese importarme. Podría haberme arrimado a una mujercita otoñal para poder alcanzar al menos la victoria esa que tenemos todas de no quedarnos sin dar cariño. Podría incluso haber adoptado un perro o un niño. Pero no. Provengo de una familia numerosa y la idea de verme enfrentada a diario con un invasor en mi dominio doméstico me provoca vahídos.
Tal vez fue eso lo que facilitó mi encuentro con Juan, mejor dicho mi descubrimiento de Juan, mientras me entregaba mi cajetilla de cigarros número 4 de la semana de marzo, detrás del mostrador en un kiosko de la Calle 34.
Recuerdo que había comprado cigarrillos anteriormente en aquel lugar, ignorando el espectáculo de sus manos que aquella noche me parecieron las más grandes del mundo. Fue imposible no imaginarme, busconas como eran, sus manos grandes como abanicos, perdiéndose entre mis muslos y fue así como todo comenzó.
No fue difícil hacerle entender a Juan lo que me traía entre manos. Tampoco fue difícil preguntarle su nombre, mirarlo básica para hacerle entender lo que quería. Más complicado había sido hacerme entender con mi último amante y eso que era abogado bilingüe como yo, teníamos la ventaja de tener cosas en común y usar a la perfección dos compendios del habla.
Con Juan bastó sólo una mirada cómplice, una seña para que pusiese cerrojo al kiosko y apagara el contraluz mientras nos registrábamos urgentes los cuerpos recién estrenados. Cuando respiraba su olor primario y él se ensañaba con mis muslos, más básico aún, noté que sus ojos y mi cuerpo conjugaban un plan extraño, casi cómplice cuyo objetivo final era hacerme inmensamente feliz. Por fortuna para mí, lo lograron. Me tocó saborear la victoria y hasta me olvidé de pedirle el cambio, sorprendida por la sorpresa de una felicidad súbita en la que no caben explicaciones, sólo sonrisas. Esa felicidad que no puede agradecerse siquiera de tanto que se siente.
Hacía tiempo, la verdad, que no era tan feliz, feliz de cuerpo. Y es que hasta aquel día había entretenido mis preludios amorosos con cenas complicadas, platillos empalagosos y conversaciones que se parecían demasiado a las discusiones legales del trabajo, lo que había contribuido a una frigidez prematura y porfiada que amenazaba con convertirse en crónica.
Después de tanto preparativo, conversación, pensadera, mariscos y vino tinto, hacer el amor se había convertido en un postre mediocre, bajativo barato que terminaba por lo general mal para mí, bien para ellos. Con Juan no. Durante aquellos treinta minutos, que duró el evento -y que se repitió a diario a partir de aquel día- él se preocupó de lo suyo, yo de lo mío y ambos de lo nuestro, sin mayores aspavientos y ya.
No tengo que mencionar que a partir de ese día comencé a fumar 30 cigarrillos diarios para adjudicarme mi diaria cuota de felicidad. Guardaba siempre el último cigarro para entretener la caminata que me conducía al kiosko y encontrármelo sonriendo con manos amplias y Trojans en mano.
No tenía que ponerme maquillaje, llamar o convenir con nadie. A veces, después de un ingrato día de trabajo, la lluvia y el viento se confabulaban contra mi pelo y mi cara lucía un lamentable aspecto laboral. Pero igual, ahí estaba Juan. Siempre. Hasta el infernal metro me parecía un laberinto soportable. Qué importaba si los mendigos invocando caridad me obligaran al insomnio, si al final de la estación estaba Juan. Qué importaba si me sentaba en algún chicle, si al final del camino había Juan. si al final del trayecto estaba siempre Juan siempre dispuesto a acariciarme los surcos de la cara mientra él y mi cuerpo se adjudicaban mi victoria.
Hasta mi jefe. No se aguantó un día y reventó. Temeroso por la posibilidad de una demanda por acoso sexual, disparó entre dientes que «me veía más jovial». Yo, por supuesto, sonreí a medias. –No vaya a ser cosa que crea que es por él- pensé. Y es que con Juan no importaba nada, no importaba que yo me llamase Juana, Julia o María. No importaba que me tocara ayudar en un caso difícil de Derechos Humanos o simplemente que me tocara un caso. Y si no hablaba ni español ni inglés, mejor. No teníamos que perdernos en los laberintos de las palabras de un futuro discutible, debatible y disolubles que no siempre resulta ser lo mejor para una. Estaban sus ganas, las mías, las nuestras y ya. No sabía ni siquiera su idioma, su origen, estado civil o social. Prefería pensar en el dialecto extraño de su cuerpo moviéndose al compás del mío, su ritmo indisoluble encajando con el mío, sus labios elásticos, básicos y cálidos, buscando el lugar certero para hacerme explotar.
Un día conversábamos con mi jefe acerca de un proyecto legal de asistencia a los niños de Angola y sonreí lejana. Había perdido la cuenta de las minas que Juan había hecho explotar en mí. Cuando comencé a calcular cuántas aún le quedaban por encontrar, caí en la cuenta de que mis cigarrillos, la estación de la 34, Juan y sus Trojans se habían convertido en parte de mi existencia. Una ranura en mi día por donde se colaba la luz de la felicidad, todo aquello sin jamás escucharlo balbucear otra cosa que no fuera su nombre.
Fue por aquel tiempo que también sucedió lo otro. Un día al bajarme de la estación 34, cuando salía de la farmacia con la prueba en la mano, entré a la estación y me di cuenta que Juan no estaba. Tampoco estaban sus vencidos Trojans, ni sus manos, ni los cigarros. En su lugar me atendió un ruso en un inglés poco entendible, pero descifrable. Se habían llevado la mayoría de las golosinas del kiosko, con Juan y todo.
No pude fumar ya más.
A veces, para distraer mi organismo que comienza a sufrir estragos por falta de tabaco y por mi segundo aborto que me reclama de vez en cuando lo que Juan y yo no podemos darle, paso a conversar con el ruso que es un rubio, pelado, de labios finos y que habla en demasía. Un matapasiones cualquiera. El otro día me contó que el enfermo mental que atendía el kiosko -y que se llamaba Dan y no Juan- había sido devuelto al sanatorio porque se comía los dulces y hacía desaparecer la mercancía. -No como yo -decía- que soy extranjero y eficiente.
– Para algunas cosas solamente- pensé yo.