El secuestro del perro de Berstein
Ahí está Joanne Berstein pasea que pasea a su perro, un bernice mountain de 4 años de edad que palmotea el suelo del corral citadino, que comúnmente recibe el nombre de dog run. El can, que responde a humanos con el nombre Flying Eagle, mira alrededor y avista a un amigo mayor al cual joder nada más que por joder. Un malagestado rotteweiller que da muestras de quererse jubilar como el mastín oficial del corral. Se aleja de los chihuahuas que lo hostigosean pasando rápidamente de abusado a abusador. El rottweiller, que responde al nombre de Bruno, es vejado en cámara lenta por Flying Eagle que lo hostigosea con sus patotas a las cuales el nuevo tamaño de su cuerpo todavía no se acaba de acostumbrar. Los dueños del pobre Bruno lo miran con hostilidad.
Para amortiguar las palmoteadas de su can, Berstein, su dueña, entabla una conversación con los tutores de Bruno. Hace mucho que venimos aquí a jugar–dice Berstein a Bruno— Abe y yo hemos adoptado a cinco de los hermanos de Flying Eagle. Les construimos una cancha de fútbol americano en nuestra casa de Long Island. Construimos una reja muy alta para que no se arranquen— Flying Eagle le muerde las orejas y el rottweiller sacude la cabeza paciente y meditabundo.
Berstein se coloca nerviosa. Flying Eagle le pega manotadas al lomo de Bruno que muestra los dientes en un gesto casi agresivo con una energía en contra que no alcanza a parar a su contrincante.
Todos tienen nombres indígenas—continue Berstein—está de moda en el vecindario. Cada mansión le ha puesto el nombre de un jefe apache a sus perros, especialmente a los grandes: el gran danés de los Johnson se llama Singing Bear, el san bernardo de los Maccino se llama Splashing River. Los nombres se parecen. Claro, veces los perros corren a la casa equivocada. A la mansión no los dejamos entrar porque estropean los sillones Donna Karan.
La pareja la mira con una paciencia parecida a la de Bruno y se mira de reojo.
Tengo cinco cachorros de una de ellas—continúa Berstein—no los queremos ni vender ni regalar. Mejor que corran por nuestras miles de hectareas. Total, si quieren jugar con otros perros los podemos traer al corral de aquí. Para eso vivimos en el penthouse de en frente, ese que está allá.
La pareja se vuelve a mirar, Flying Eagle se cansa de jorobar a Bruno.
Joanne Berstein se despide cordial.
La próxima vez que Flying Eagle juega con Bruno es en cautiverio. No le muerde las orejas ni palmotea con sus patotas el suelo. Chilla. ¿Dónde está su ama? Chilla y chilla a más no poder, que lo vengan a rescatar.
Ahí va Joane Berstein colocando miles de avisos de su perro perdido. Cruzando la calle. alguien lo llamó, se zafó de la correa. No lo atropellaron. No — se autoengaña sublimemente Berstein — secuestrado no puede estar. Lo cree caminando por el Village, buscando a su dueña. En tanto, Flying Eagle es vigilado por Bruno, el rey doméstico en uno de los departamentos del Lower East Side.
El cartel de Berstein dice:
«Lost dog Flying Eagle. Two thousand dollars for information, no questions asked.»