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Las calles del pueblo, un cuento de Cecilia Davicco

Eran las 4 de la mañana cuando don Miguel comenzó a prepararse para el viaje. Hacía ya tiempo que no iba a su pueblo natal, pero con la llegada del hijo que venía de Estados Unidos, la visita era casi una deuda con los parientes. Manuel, el mayor de los cuatro, hacía tiempo que vivía en Los Ángeles y, después de años de exilio, retornaba a visitar a la familia.

Llovía torrencialmente, pero ya habían solucionado los inconvenientes que pudieran haber cancelado el viaje. Además, el pronóstico anunciaba que a media mañana saldría el sol.

En su última revisación médica, habían encontrado que la vista de don Miguel estaba muy deteriorada y se le había recomendado que no manejara. Manuel, el Yankee, como le decían los parientes, no sabía conducir autos a cambios, porque en Norteamérica, como él siempre explicaba, todos manejan automáticos.

Don Miguel le había sugerido a su hijo que manejaran en equipo. Él se haría cargo de los pedales y cambios de marcha, mientras que Manuel se ocuparía del volante. Obediente de las leyes y la seguridad que le habían inculcado los años de educación en USA, Manuel rechazó de plano semejante propuesta.

El Chelo, amigo de don Miguel y vago desocupado, andaba por allí cuando escuchó del viaje. Como su agenda para el fin de semana estaba en blanco, se ofreció a hacerles de chofer.

A las 4:30 de la mañana del sábado, el Chelo llegó puntual a la casa de los Viruta. Sus sesenta y pico de años estaban muy bien llevados. Sin mujer que lo agobiara, ni trabajo que le exigiera, el Chelo encerraba el secreto de la eterna juventud. Don Miguel y Manuel ya estaban con sus petates listos, esperándolo para partir. La ruta estaba casi vacía. El Chevrolet verde cotorra se deslizaba suavemente mientras la radio a todo volumen dejaba oír los acordes de la última cumbia de los Huahuanco.

Las calles del pueblo son anchísimas. Ha llovido y se han llenado de charcos de agua. Los hay de todos los tamaños. Charcos ovalados, redondos, cuadrados y amorfos.

Cuando el lechero en su recorrido diario empezó a llenar la jarra que la Margarita le extendía, le contó lo sucedido la noche anterior en lo de don Panza. Ella siempre sabía todo lo que ocurría en el pueblo, pero este asunto se le había escapado. Debía salir de inmediato a recabar más datos.

El pueblo tenía 10 cuadras de ancho por 10 de largo. Ella vivía en una de las últimas calles, pero nadie se explicaba cómo, viviendo en ese rincón alejado, podía saber más que el mismo Cura Párroco o los de la Unión Telefónica.

Apenas dejó la leche en la heladera, se metió las agujas de tejer debajo de los sobacos, unos ovillos de lana en el bolsillo de su delantal y, mientras tejía, comenzó a caminar despacito hacia el lugar de los hechos.

Don Miguel va sentado al lado del Chelo. Éste maneja y Manuel, desde el asiento de atrás, no para de hacer comparaciones. “Los autos automáticos son mejores, más cómodos de manejar. Y los ‘freeway’…, no saben lo que es manejar en un freeway, son más rápidos y seguros…” El Chelo ya le está por decir una barbaridad de lo “perfecto que es todo por allá”, cuando escuchan en la radio: “ Alerta para los radioescuchas de la zona. Desde hace más de un mes una seguidilla de robos está azotando a las poblaciones de la zona dejando una zaga de …” ”Eso no ocurriría allá”, interrumpe Manuel, “la policía es muy eficaz y, con los adelantos que cuentan, enseguida los encontrarían. Sin ir más lejos…” El Chelo revolea los ojos y comienza a tararear un tanguito, mientras don Miguel cabecea medio dormido.

Puntualmente, la Publicidad Nella comienza cada día su audición de la mañana a las diez y media. Durante esa hora, a través de parlantes colocados estratégicamente a lo largo y ancho del pueblo, Publicidad Nella transmite música, noticias locales y publicidad: “Si su reloj no funciona, Godoy se lo soluciona”, “Compre en casa Moré, donde un peso, vale tré’ ”. “Atención, atención este es un llamado a la solidaridad. Se ruega a los pobladores que ante la situación que vive la zona, cualquier automóvil o persona desconocida que se vea por el pueblo, sea reportada de inmediato a las autoridades policiales.”

Después de repetir el pedido varias veces, y en un tono de extrema urgencia, comienza la sección de música con Sandro cantando a todo pulmón, ”Rosa, Rosa tan maravillosa…”

La Margarita tiene bigotes negros y lunares prominentes en la cara. Mide casi 2 metros de alto y pesa lo que el último campeón peso pesado acusó en la balanza. Ella siempre está tejiendo. Es como la Penélope de Homero, nunca los termina, pero forman parte de su atuendo. Esa mañana, salteando charcos y embarrándose hasta las rodillas, se fue acercando hasta lo de los Panza. Para hacer la pesquisa más disimulada, en lugar de pasar por el frente de la casa, eligió ir por el callejón de atrás. Desde allí podría ver directamente a través del patio lo que pudiera estar sucediendo, y después daría la vuelta a la manzana para entrevistar a los vecinos. Con tanta lluvia el callejón era un lodazal. Los charcos proliferaban en cantidad, tamaño y profundidad. La Margarita concentrada en su tarea, y por esquivar un pozo, metió las patas en el que parecía un inofensivo charco. Perdió el equilibrio, y por evitar clavarse las agujas, cayó con todo el peso de su cuerpo, dando un terrible panzazo.

Como pudo, trató de enderezarse, pero el pie le había quedado atascado. Empezó a gritar por ayuda, pero justo en ese momento Publicidad Nella daba comienzo a su audición de la mañana al ritmo de Caballería Rusticana, que era la marcha que la identificaba. Sus gritos quedaron silenciados por la música y allí quedó la Margarita embarrada, secándose al sol que, como el pronóstico anunciara, se había abierto paso entre las espesas nubes. Tampoco la oirían desde lo de don Eduardo, porque éste estaba detenido desde la noche anterior. Y la esposa, doña Porota, y el forastero que la visitaba a hurtadillas, habían sido trasladados al hospital más cercano para atenderles las heridas propinadas por el marido engañado.

Eran casi las once de la mañana cuando el Chevrolet verde cotorra entró al pueblo. Las ruedas hacían chís chis al ir chapoteando en el barro. Don Miguel sugirió que primero, y por la hora que era, deberían ir a lo de la tía Maruja que estaría mateando en la cocina. Por la condición en que estaban las calles después de la lluvia, debieron dar un rodeo. Don Miguel, cada vez que venía al pueblo se ponía nostálgico y le pidió al Chelo que pasara por donde alguna vez había vivido su familia. “Dobla por el callejón, así veo la casa y de paso acortamos camino a lo de la Maruja”, le dijo al Chelo

Obedeciendo órdenes, manejó hacia el callejón, pero ahí mismo tuvo que clavar los frenos porque en medio del camino yacía una enorme figura de lodo. La Margarita parecía el proyecto de algún alfarero novato. Era una masa deforme de barro y no podía articular palabra porque el sol ya le había comenzado a secar el barro de la cara. Don Miguel la reconoció. Le pidió al Chelo que se arrimara, así entre los tres la subirían para llevarla a la casa. Con cuidado de no arruinar el auto, el Chelo lo estacionó casi pegado a la Margarita, abrió las puertas y bajó para ayudar a los otros dos buenos samaritanos.

Entre los tres no hacían uno. El Chelo en su vida había levantado algo más pesado que la bolsa del pan, don Miguel porque estaba viejo y Manuel, como buen ciudadano norteamericano, tenía abierto un “caso” por haberse dañado la espalda en el trabajo. De todos modos, Manuel siguiendo los pasos que había aprendido en un curso acelerado de Primeros Auxilios, la prendió de lo que alguna vez fuera la cintura. Los otros dos le tironeaban las piernas para despegarla del barro. En eso estaban cuando doña Adela Marconi, que vivía en la esquina del callejón, salió a hacer sus mandados. Al ver un auto desconocido y tres sujetos sospechosos tratando de subir al auto un bulto que parecía humano, sin esperar más salió corriendo a la comisaría.

A Gonzáles y a Ayala les había tocado hacer guardia este fin de semana. Después del ajetreo de la noche anterior, bien se merecían un asadito. Es que don Eduardo Panza, hombre bueno y pacífico por naturaleza, se había resistido fieramente a quitar las manos que tenía alrededor del cuello de doña Porota hasta que el Dr. Fernández, con un movimiento rápido y certero, le aplicó una pichicata que lo durmió al instante. Estaban escarbándose los dientes y chupando los últimos huesitos que quedaban con carne, cuando doña Adela entró sin aliento. En un torbellino de palabras y apurada por la inminencia de los hechos, hizo su declaración de lo que acababa de presenciar. Como buena ciudadana, estaba cumpliendo con su deber cívico de denunciar “cualquier hecho o persona desconocida que se viera en el pueblo en actitud sospechosa”.

Tratando de abrocharse el cinturón, que ahora requería un agujerito más flojo, los dos agentes subieron a los móviles y emprendieron el camino hacia el callejón de los infortunios.

Después de varios intentos de remover a la Margarita del pegajozo lodo, y en un esfuerzo conjunto que le dislocara el pie, lograron arrastrarla y subirla al Chevrolet. Sudando copiosamente por el esfuerzo, los tres samaritanos subieron al auto y emprendieron la marcha hacia la casa de la Margarita. Cuando los agentes llegaron al lugar de los hechos, lo único que quedaba era la marca de las ruedas del Chevrolet grabadas en el barro. Como buenos pesquisas, siguieron la huella y apenas doblaron la esquina lo vieron que iba sorteando charcos, a sólo una cuadra delante de ellos. Aceleraron la pedaleada y el agente González, en un acto como lo había visto hacer al Clint Eastwood en la película Harry el Sucio, saltó de la ´bici´ y se paró delante del auto. Con una mano hacia adelante indicó que pararan y con la otra empezó a sonar el silbato. En menos de un segundo, las doce puertas de las casas de la cuadra se abrieron para dejar asomarse a sus habitantes que, felices de tener algo para contar los próximos años, se sentaron en el cordón de la vereda a presenciar el espectáculo.

Manuel, que tenía titulo universitario de una prestigiosa universidad de Norteamerica, le pidió a don Miguel que lo dejara hablar a él. “Dejá que esto lo arreglo yo”. Y se bajó del vehículo. Ayala no espero a que el Chelo buscara en su roñosa billetera los documentos, porque al ver al Manuel apearse del auto, le saltó encima, le extendió los brazos sobre el techo del auto y le hizo abrir las piernas para palparlo.

Manuel empezó a vociferar que él era un ciudadano que tenía derechos constitucionales que debían ser respetados, agregando: “Y si estamos en democracia, ¿qué clase de democráticos son los servidores públicos que invaden la privacidad de la gente? ¿O es que acaso todavía seguimos siendo los mismos fascistas de siempre?” El agente González, que para ostentar su placa había hecho un curso meses atrás, todavía recordaba algunos de los reglamentos aprendidos. “Usted tendrá todos los derechos que dice, pero a mí me dieron el derecho constitucional de pedirle documentos y hasta llevarlo a la comisaría si se insubordina”.

Allí quedó el Chevrolet verde cotorra con la Margarita que a estas horas ya estaba totalmente tiesa. Ayala encabezaba la fila india, seguido por el Chelo, don Miguel, Manuel y, cuidando la retaguardia, iba González.

De camino a la comisaría, le pidieron a Jerónimo Herrera, el mecánico del pueblo, que manejara el auto hasta la comisaría y que, además, la ayudara a la Margarita a bajarse para prestar declaración. El Jerónimo se rascó la cabeza, pensando cómo se las arreglaría con semejante mastodonte. Pero no dijo nada, porque desde que lo habían encontrado saliendo de madrugada de la casa de la Adriana Bertone con los zapatos en la mano, los favores que le pedían los cumplía sin chistar.

El mobiliario del calabozo consistía de dos sillas y un catre con patas de madera en cruz, con una lona que alguna vez había sido blanca, pero después de tantos años y cuerpos que lo usaran, tanto su olor como su color eran indescifrables. Los que más lo usaban eran los agentes que cuando estaban de guardia se turnaban para dormir. Este sábado lo ocupaba don Eduardo que, por el efecto del calmante, dormía como un angelito roncando y soplando zetas por detrás del bigote. Al llegar los nuevos visitantes, don Eduardo entreabrió los ojos y creyendo ver al amante de su esposa en la figura de Manuel, se enderezó para pegarle.

Viendo que sus derechos constitucionales una vez más habían quedado enterrados en el barro del pueblo, comenzó a pedir que lo comunicaran con la embajada de Estados Unidos, además de amenazar a los agentes que, por su falta de idoneidad en el desempeño de sus funciones, iban a ser responsables de lo que pudiera ocurrir. Ante la amenaza que éste representaba, sacaron a los demás presos al patio. A don Eduardo, como seguía durmiendo, lo pusieron en un rincón para no pisarlo y el único que quedó en el calabozo fue Manuel.

Ya entrada la noche, las cosas se habían calmado. La Margarita, después de haber estado en remojo casi una hora, había podido explicar lo ocurrido. Don Miguel y el Chelo fueron liberados gracias a la valiosa intervención de la tía Maruja que, como se rumoreaba, andaba noviando con el agente González. Como la Embajada de EEUU no contestaba las llamadas por ser feriado, el Manuel, por su insubordinación a la autoridad, quedó detenido por el resto del fin de semana. Y el pueblo tuvo tema para comentar por varios años.

Autor

  • Cecilia Davicco

    Agente de bienes raíces con Century 21 Plaza, de Granada Hills, CA, en donde ha ayudado a muchos a concretar el sueño de la casa propia. Amante de la literatura, ha escrito numerosos cuentos que se centran en experiencias, personajes y recuerdos de su pueblo natal. Fue una de las organizadoras de La Peña Literaria La Luciérnaga de Los Ángeles.

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