“No me adulen…” – Remembranza de San Romero de América, en aniversario de su natalicio

Sin saber de los entresijos de la legalidad perniciosa, monseñor estableció lo que muchos litigantes no consideraban ni consideran todavía: interpretar la razón de la justicia en la centralidad de la persona humana

Entre los pocos sucesos que ocupan un lugar especialísimo en mi historia de vida, está el de haber tenido el privilegio de acompañar personal y casi diariamente al ahora santo en el servicio social del Socorro Jurídico del Arzobispado, pionero en América Latina. Le conocí el 21 de marzo de 1977 a raíz del cruel asesinato del jesuita y hoy beato Rutilio Grande García, cuando monseñor Romero ‒siendo el cuarto titular de la arquidiócesis de San Salvador‒ asumió la defensa inclaudicable de los derechos humanos de su pueblo. Fueron tres años casi exactos de ese imperecedero vínculo, hasta el fatídico 24 de marzo de 1980.

¿Por qué hago referencia a esa trascendental etapa de mi existencia ahora que recordamos este 15 de agosto, su natalicio? Porque, sencillamente y sin jactancia, hoy puedo rememorar haber compartido con él la atención de innumerables casos de violencia aberrante, también la aflicción que acarreaban en su ser infinidad de familias mayormente campesinas y además tanto los pesares como las satisfacciones de asistir a las víctimas, muchas de las cuales registró en su diario personal adonde ‒por cierto‒ aparezco como la primera y la última persona mencionada con nombre completo. Visto a la distancia, pues, durante esos tres años tuve la dicha enorme de acompañar al personaje salvadoreño más destacado en la historia del cristianismo y en la causa mundial de los derechos humanos.

En ese su diario, narrado fielmente y con fluidez, el arzobispo mencionó de entrada nuestra modesta oficina porque le sorprendió la apertura de un pequeño grupo de abogados y avanzados estudiantes de Derecho, con toda la disposición de respaldar directamente a la Iglesia católica para lograr la inconstitucionalidad del estado de sitio y la aprobación de una amnistía en favor de más de 50 campesinos capturados y torturados en San Pedro Perulapán, Cuscatlán, por cuya promoción y exigencia el propio arzobispo Romero enfrentó a la Corte Suprema de Justicia en mayo de 1978.

Asimismo, rescato de tan preciado documento testimonial e histórico mi vertiginosa y por cierto atrevida experiencia asesorando a un extraordinario ser humano –superior en espiritualidad y lucidez‒ que cuestionó la insolvencia del Derecho, la ley inmoral que nadie tenía que cumplir y la “legalidad” injusta. Lo hizo, abierta y vehemente, sin que en ese entonces se hubiesen formulado exquisiteces teóricas tales como la “justicia transicional” o disquisiciones elevadas acerca de la negación del respeto de las garantías judiciales y el debido proceso a la población pobre, como requisito para acudir a los pocos mecanismos de aquel emergente derecho internacional de los derechos humanos.

Sin saber de los entresijos de la legalidad perniciosa, monseñor estableció lo que muchos litigantes no consideraban ni consideran todavía: interpretar la razón de la justicia en la centralidad de la persona humana. Asimismo, instauró como criterios morales del derecho justo tanto la teología de las revolucionarias bienaventuranzas como la sentida defensa de la asistencia legal a quienes más sufrían la persecución política en las ciudades y el campo salvadoreño. De igual forma, se plantó desafiante ante el Estado y su crímenes aberrantes afincados en la peste de la desigualdad económica y la pandemia de la exclusión social que ‒cuatro décadas después‒ aún prevalecen ofendiendo del todo la dignidad humana. “Queremos ser la voz de los que no tienen voz ‒afirmó contundente‒ para gritar ante tanto atropello contra los derechos humanos. Que se haga justicia, que no se queden tantos crímenes manchando a la patria, al ejército”.

Hace más de 40 años no fue asesorado por doctas eminencias laicas, sabias excelencias eclesiales o juristas por demás experimentados, a diferencia de la mayor parte de políticos y funcionarios de cualquier alta investidura en la región que ahora designan como sus consejeros a quienes les dicen lo que quieren oír, evitando el desafío de expresar posiciones opuestas o alternativas de solución para plegarse y acomodarse a caprichos, prejuicios u odios partidistas.

Para elaborar esa aproximación humanitaria, nuestro buen pastor antepuso los clamores de su pueblo –“los pobres me han enseñado a leer el Evangelio”, era el criterio pétreo que nos imponía para la fidelidad de nuestro rol‒ y así creó un grupo consultivo de carácter clerical y civil en el que siempre participé como lo citó en su diario. Las reuniones semanales y las convocadas en medio de las emergencias ‒que habían y muchas– se convertían en prolongadas sesiones y debates en el “hospitalito”.

Allí residió junto a enfermos terminales muy pobres y también allí fue donde nos reunía antes de su homilía dominical en compañía de su inseparable vicario general, monseñor Ricardo Urioste Bustamante y junto a algunos curas diocesanos que le eran muy cercanos: Fabián Amaya, Rafael Urrutia, Jesús Delgado, Cristóbal Cortez, Mariano Brito y ‒especialmente‒ el jesuita Rafael Moreno Villa para analizar “los hechos de la semana”.  Convocaba además personajes cercanos para tratar ciertos temas específicos como el ahora D. Gregorio cardenal Rosa Chávez, los jesuitas Ignacio Ellacuría y Francisco Estrada, Doris Osegueda a cargo de sus medios de comunicación y a laicos como Héctor Dada, Román Mayorga y su amigo José “Pepe” Simán.

“No me hagan caer en fallos, no me adulen; no quiero reverencia sino su opinión razonable, debida y respetable. Les ruego sana crítica, porque afuera toda crítica es desleal”, nos repitió siempre poniendo atenta escucha al debate de esa naturaleza con quienes integramos ese grupo de apoyo; lo hacía ante el riesgo de caer en la “desnaturalización del verdadero servicio cristiano de la arquidiócesis en la defensa de los derechos de los pobres”.

Esta remembranza a la exigencia de la cumplida y juiciosa opinión dentro de ese privilegiado equipo de consejeros del ahora san Romero de América – declarado por D. Pedro Casaldáliga, recién fallecido – es testimonio palpable y comprobable de la solvencia moral y la grandeza de su espíritu. Así apoyamos el diálogo inclusivo y social, atendimos conflictos surgidos del derecho injusto y denunciamos la barbarie con pruebas fehacientes e irrefutables en medio de la “legalidad” amañada y perjudicial entonces, ante horrendos crímenes que aún están en la impunidad. Por ello, jamás pudieron señalarle y comprobarle siquiera un error en cuanto a su rigurosidad homilética, ni asomo de falsedad en su valor y ciencia de predicar anunciando la esencia del derecho a la verdad en la defensa de los derechos humanos, lo que hoy constituye el más alto legado moral y cristiano para la humanidad del “pastor y mártir nuestro ‒de nuevo dicho por Casaldáliga‒ don Óscar Arnulfo Romero y Galdámez.

¿Por qué me animé a opinar sobre estos asuntos? Primero, porque releí las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos de las Naciones Unidas; las también conocidas como “Reglas Mandela” que tienen por objeto “establecer, inspirándose en conceptos generalmente admitidos en nuestro tiempo y en los elementos esenciales de los sistemas contemporáneos más adecuados, los principios y las reglas de una buena organización penitenciaria y de la práctica relativa al tratamiento de los reclusos”. Segundo, por intentar hacer uso del sentido común. Y tercero, porque me asesoraron.

Eso junto a otras ideas e iniciativas inteligentes, pienso, deben haber hecho las mujeres que ejercen un buen liderazgo y gobiernan bastante bien en Alemania, Nueva Zelanda, Islandia, Noruega, Dinamarca, Finlandia y Taiwán. Y es que la raíz etimológica de la palabra autoridad, proviene del latín augere; este significa “hacer crecer”. Lo demás es puro y duro autoritarismo.

 

Artículo originalmente publicado en contrapunto.com.sv.

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