La niña mala de la piscina en Colonia Cacho, Tijuana

Tenía yo tres años cuando nos mudamos a los departamentos de la Colonia Cacho, Tijuana.

Aunque en ese lugar fijaron mis padres su primer residencia oficial como matrimonio y vivieron en el departamento número tres del primer piso hasta que mi madre descubriera abruptamente que los niños no vienen de Paris y tras sufrir las dolorosas vicisitudes del parto, se estrenaba como madre conmigo en sus brazos. Un par de meses después nos fuimos a pasar una breve temporada al Distrito Federal.

Regresamos a Tijuana con mi madre embarazada de nuevo y para su mala suerte el departamento número tres del primer piso no estaba disponible. Así que no hubo remedio, con panza y sin elevador ahora el correo se recibiría en el departamento quince del quinto piso.

La dueña de los departamentos vivía en el mismo lote, pero en una casa grande tipo americano, de un solo piso. Era de esas casas clásicas de los años 50’s que por fuera muestran la estructura de la chimenea cubierta con piedra. Su hija Maria Elena tenía ocho años y aunque en todas las fotos en las que estamos juntas, me abraza y sonríe como si fuera su mejor amiga o su mejor mascota, la niña me odiaba.

Lo supe un día que por razones aún desconocidas para mi, me encontraba en la piscina con otros niños y sin adultos a la vista. ¿Por qué? no sé, ya que el recuerdo que tiene mi madre de ese pedazo de historia familiar es opuesto al mío.

La piscina no era muy grande, pero en su extremo sur era lo suficientemente profunda como para infundir el debido respeto a una niña de tres años, que no sabía nadar y aquel día no traía su salvavidas puesto.

Tal como lo recuerdo todo fue idea de Maria Elena, quien se tiraba unos clavados olímpicos desde el trampolín, provocando en mi curiosidad el mismo efecto de echar gasolina al fuego.

Su primera intención fue convencerme de imitarla y tirarme desde el trampolín con la repetición mecánica de un payaso de rodeo.

Sin embargo mi Pepe Grillo personal – y aprovecho este espacio para hacer público mi agradecimiento – me dijo que no, que no era buena idea.

Sin embargo, la persistencia de Maria Elena era inexorable, y poco a poco mis dos piececitos divorciados de mi voluntad fueron obedeciendo la autoridad de la niña mayor, deslizándose temerosamente hacia el lado profundo de la piscina.

Tan pronto estuve a su alcance, María Elena me arrojó al agua de un empujón con las dos manos y todo su cuerpo.

Recuerdo el momento como la portada del disco Nevermind de Nirvana, desplomándome bajo el agua, con los ojos y los brazos abiertos, de cara al reflejo que hace en el agua un sol de mediodía.

Mi cabello danzaba suavemente por el contacto con el agua. Acariciaba mis mejillas y después se extendía delicadamente frente a mis ojos. Toqué el fondo de la piscina y aunque no recuerdo experimentar agonía por la falta de oxígeno, sí recuerdo mi esfuerzo por salir a la superficie, el impulso que hice con esos mismos pies que segundos antes me habían llevado hacia mi verdugo, Maria Elena, y después el braceo tratando de abrir un canal por encima de mi cabeza, sin perder de vista el bordo de la piscina y el agua iluminada por el sol.

Pronto una explosión de burbujas y espuma.

Luego un rostro y un par de gigantescos ojos verdes aparecieron frente a mi, para después tomarme entre sus brazos y sacarme del agua. Mi memoria de infancia adorna con guirnaldas la frente de mi rescatista, y también insiste en que en lugar de piernas tenía una aleta, cual sirena. Eso bajo el agua, porque ya fuera, era tan normal como cualquier otro niño de 12 años del barrio, salvo que mi sirenito era pelirrojo y tenía unas hermosas pecas por toda la cara.

Daniel se llamaba mi salvador. Vivía en un edificio vecino que se encontraba separado del nuestro por un callejón. Para mi buena suerte, aquel día Daniel y su hermano menor, Eduardo, decidieron ir a nadar a la piscina de mis apartamentos.

Para llegar a la piscina, nunca utilizaban el acceso principal de los departamentos, sino que corrían hacía el callejón, trepándose a un contenedor comunal de basura y desde ahí escalaban el muro que daba directamente a la piscina, desde el cual se lanzaban al agua con rigor de Kamikaze.

Desde ese día mi pavor hacía María Elena se triplicó. Sentía hacia ella el mismo temor que el de subir a la azotea de los apartamentos, o el que sentí años después en el tercer piso del Colegio Mentor Mexicano, donde me quede paralizada pegada a la pared, sin poder bajar, hasta que alguien fue por mi, descubriendo entonces mi vértigo a las alturas que hasta la fecha incontables veces ha limitado mi espíritu aventurero.

Curiosamente mi atracción hacia la piscina también se triplicó, en especial aquellos días en que desde el balcón de mi apartamento veía a Daniel y Eduardo saltar desde el muro hasta la piscina.

No había poder en esta tierra que me convenciera de no correr a la recamara a buscar mi traje de baño, mi salvavidas y mi toalla, y fastidiar tenazmente a mi madre hasta que me llevara con Daniel.

Sobra decir que Daniel se convirtió en mi primer maestro de natación y después el de mi hermana, y que nuestras madres se hicieron amigas y que a pesar de la diferencia de edades entre Daniel y Eduardo con nosotras, fueron unos amigos entrañables con quienes siempre nos sentimos a salvo y felices.

Cuando nos mudamos de los apartamentos, yo ya estaba en la primaria, y Daniel y Eduardo hacia tiempo que se habían ido de la ciudad, no recuerdo adónde. Algo acerca de uno de sus padres y una enfermedad de esas que nunca tienen un final feliz.

La piscina no volvió a ser la misma sin sus escapismos ni sus risas, y yo nunca olvidé mantenerme lo más lejos posible de María Elena.

Muchas veces traté de encontrar una explicación a la saña de María Elena. Daniel me dijo un día con contundencia: «es que sus padres están divorciados».

Cuando mis padres se divorciaron, recordé esa conversación con Daniel y me pregunté si con el tiempo también me convertiría en la niña mala de la piscina y dejaría de creer en sirenas.

Y puedo responderles con toda honestidad que hasta la fecha nunca he dejado de creer en sirenas.

Perfil del autor

Aprendiz de Madre, Malabarista del tiempo, Exiliada por Opcion, Cuestionadora de todo, Objetora de muy Poco, Activista de Closet, Escritora sin oficio.
Marga nació y creció en la ciudad de Tijuana, México. Actualmente radica en la ciudad de Pasadena, CA. junto a su esposo e hija de 18 meses. Es Licenciada en Comunicación egresada de la Universidad Iberoamericana, y comparte su tiempo entre vivir su maternidad a tope y escribir una columna semanal en su blog www.madresinsumisas.com.

5 comentarios

  1. Tijuana para muchos es un lugar feo pero para mí era un lugar bien a todo dar, mi padre y madre de 6 siempre vieron por nosotros y fuimos afortunados y hasta chiquiados!

    Gracias a todos Aqui, me trajo muchas memorias en este aniversario de mi madre que transcendió ase unos ańos atrás.

  2. Chido relato. Siempre lleno de luz y sabiduría. Nuestra filosofía de lo cotidiano, lo que a diario nos salva. Un abrazo.

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