Vigílenme vigilantes, un cuento de Liza Rosas Bustos
Lo vi caminando compulsivo por la Quinta avenida mientras pedía un café en uno de los carritos que venden pasteles y cafés de segunda. Mejor dicho, vi lo que no veía. No vi sus ojos lánguidos no mirarme ni su caminar a no menos de 100 metros de distancia, manía que, sin embargo llegaría a hostigarme.
Se me repitió su cara al salir del buffet en el que trabajo, como el sabor de una comida que se queda en el estómago por más tiempo del debido. Lo advertí seguirme al metro y tomar el mismo número de tren y hasta adiviné su sombra al girar la llave de la puerta del edificio. Era junio. Recuerdo que al día siguiente de conocernos sin que nadie formalmente nos presentase, pensé que se aparecería a cualquier hora en la tienda con el pretexto de comprarme algún objeto para su familia, no sé, algo. No lo hizo. Pero al cerrar la tienda, ahí estaba, esperando.
En un principio pensé que todo era producto de mi imaginación. Entonces por cuatro días seguidos tomé tres trenes que me llevaron como en calesita por todo Manhattan. Cada vez que me metía a un vagón miraba al vagón contiguo y siempre ahí estaba él, siempre bajo y con sus bigotitos coronándole la boca, abrigo largo y sombrero tapándole la calvicie prematura, libro de bolsillo coronándole las alas del abrigo y entreteniéndolo a ratos, como en las películas. Hasta que sucedió lo inesperado. En el día cuatro, entre cambios de trenes miré al vagón del lado izquierdo y no lo encontré. Miré al vagón derecho. Tampoco.
Comencé a preguntarme dónde se habría metido. Podría decir que hasta me preocupé. Al llegar a la próxima estación me bajé del tren y me devolví a la estación donde lo había perdido de vista. Ahí estaba él, con sus bigotes pasados de moda y su aire de hombre del pasado despertado de un sueño, casi casi como un personaje de ficción. Volví a tomar el tren siguiente. No me senté. Más bien, me dirigí hacia la ventana que daba al vagón contiguo y me aseguré de que mi vigilante no hubiese perdido el tren. Menos mal que estaba. A partir de entonces, no volví a tomar los tres trenes. Estaba segura de que me seguía a mí.
A la semana de verlo, comencé a darme cuenta de que lo veía más que a Clara, a Florencia, a Elías, a mis conocidos y hasta a mis ocasionales amantes. Entonces comencé a fabricar las respectivas conjeturas. Celoso no era, no. Porque si así hubiera sido se habría acercado a abofetear a mis amantes que ocasionalmente me acompañaban a casa y tomaban el tren de vuelta en la mañana o se me hubiese acercado a gritarme ¡puta! Tiempo sí que debe haber tenido, porque su vigilia al salir de mi trabajo era un rito por el que arriesgaba cualquier otra cosa que pudiera estar haciendo, cenar o trabajar, por ejemplo, lo que le hubiera traído divisas ya que trabajos después de las seis de la tarde pagan doble. A veces sentí pena por él y hasta me sentí tentada a hacerlo pasar para que comiera al menos un bocadillo, especialmente durante los meses crudos de enero o febrero, pero no pude, tal vez lo hubiera espantado y no hubiese vuelto más.
Se me ocurrió que no tenía familia, y que tal vez podría ser ateo o musulmán porque durante las fechas coléricas de navidades no se dejó llevar por el quehacer frenético del gente religiosa y pagana de Nueva York. En una fecha cuando todo el mundo acompaña a su familia a comprar regalos o a hacer las respectivas visitas de rigor, mi vigilante se mantuvo fiel a su horario, más bien, al mío. Tal vez por eso no quise alertar a la policía. Por eso y por el traje a través del que advertí que, aunque se veía pulcro, no tenía mucha ropa. Estabamos en primavera y aunque el sol comenzaba a calentar las calles y las estaciones, él aún no se había quitado el abrigo verde musgo que llevaba durante el invierno. Un policía y una multa le hubiese traído un descalabro personal y económico que no hubiese podido solucionar tan fácilmente.
El día en que advertí que no se iría tan fácil, las ideas comenzaron a dispararse de mi cabeza y se hacían entretenidas de recrear. Con tanto trabajo en el bufette, me di cuenta de que no podía guardarlas y sacarlas de mi cabeza a gusto, así que me adjudiqué un libro de apuntes legales que llevaba conmigo para fantasear acerca de su vida mientras atisbaba al otro vagón del metro y lo veía fiel. Cada día me dedicaba a tejerle a una historia diferente. Llegué a contar 185 historietas entre las que estaban la de un marido despechado, un solterón impotente, una lesbiana obsesionada por la pérdida fugaz de una amante a la que me asemejaba y hasta un mago de circo en busca de su próxima modelo de temporada.
Siempre quise ser modelo de circo, había algo erótico en eso de sentirse tonta e inocente cuando un hombre estaba a punto de partirme en dos en una caja en presencia de todos. Un par de veces había soñado con aquello y había despertado excitada. Claro, a Florencia que es sadomasoca no le hace cosquillas ni le toca. «No me identifico, no me hace gracia», decía. Tal vez por eso a pesar de la confianza que le tenía (le contaba hasta las posiciones malabarísticas que ideaba con mis amantes en la cama) sabía que tampoco se hubiera identificado con las historietas de mi vigilante, menos si se hubiese percatado de que estaban sacadas de un hecho real. Me conformaba al pensar que tal vez me hubiese dado por loca, se hubiera preocupado por la seguridad de una amiga de 30 que ahora vive sin Elías y hubiese llamado a la policía por mí para que viniesen a acompañarme, lo que espantaría a mi vigilante y me dejaría sin historietas, algo con lo que yo había comenzado a entretenerme la vida y no estaba dispuesta a sacrificar así tan fácil.
Es importante destacarte que todas las historias tenían la misma descripción del entorno, del subway, de las calles, etcétera pero todas llevaban a un fin parecido que implicaba nuestro encuentro de frente. Pero aunque las historias eran infinitas y con posibilidades diversas, el repertorio se me fue acabando junto con la paciencia.
Han pasado 17 amantes durante este año, todos medio giles o despreocupados porque ninguno se dio cuenta de que alguien me sigue. En ocasiones, para despertar los celos de mi vigilante, o alguno que otro instinto que fabricara por fin el esperado encuentro, arrinconé a más de uno de mis amantes en una esquina oscura y los sometí a repentinas pruebas de pasión. Mientras abría el cierre de los pantalones de uno y éste cerraba los ojos dejándose llevar por el instinto y la sorpresa volví la mirada a mi vigilante y lo miré fíjamente para invocar siquiera una reacción. No se inmutó. Me fui a casa con mi amante a cuestas y a pesar de una noche más o menos activa. Al despertar me miré al espejo y mis arrugas mostraban rastros de desilusión. Cuando se cumplía un año del mismo recorrido, el vigilante no se acercó a presentarse, ni siquiera me trajo flores, nada. Yo había pensado en un encuentro casual y hasta había empastado y envuelto mis cuentecillos en papel celofán para entregárselos de regalo. Pero no.
Entonces comencé a enfurecerme. La cosa me comenzó a parecer ridícula y hasta un despiadado insulto a mi integridad. No fue sino hasta entonces que decidí llamar a la policía. Una voz apurona me respondió detrás del auricular y me obligó a hablar. «Un hombre me sigue», dije. «¿Cómo es?», preguntó la voz.
—Lleva un abrigo verde, es algo calvo y lee historietas.
—¿Es usted casada?
—No.
—¿Vive sola?
—No.
—¿Y cuanto hace que alguien la sigue?
—Un par de días.
La voz pidió los datos de mi paradero. Al día siguiente tenía otro vigilante y podría admitir que hasta estaba mejor que el pequeñito de verde. Era alto, musculoso, llevaba gafas oscuras y botas. No leía un libro, sino un periódico del día. Lo vi caminando compulsivo por la Quinta Avenida mientras pedía un café en uno de los carritos que venden pasteles añejos y cafés de segunda. Mejor dicho vi lo que no veía. No vi sus ojos lánguidos no mirarme ni su caminar a no menos de 100 metros de distancia, manía que, sin embargo llegaría a hostigarme.