De Albert Camus y otras muertes absurdas de artistas
La idea me asaltó mientras estaba leyendo ‘El despertar del sueño’, un libro de cuentos del guatemalteco Mardo Escobar, cuando encontré este párrafo:
Un día él caminaba por la calle, con esa paciencia que da el haber perdido algo, o el no tener un lugar donde llegar, y creyó verla. Salió corriendo a su encuentro, a su ayer que nunca tuvo. Su desesperación por alcanzarla no le dejó ver la luz del semáforo, y desapareció. Se hizo famoso, pensó ella, al leer la noticia en un diario local. Ése había sido su único momento de gloria, el de su muerte.
Me puse a pensar que es una larga y luctuosa historia –y todo lo contrario de la narrada en este cuento– [bctt tweet=»Intelectuales, artistas y científicos que murieron en accidentes automovilísticos » username=»hispanicla»]la sangría de intelectuales, artistas y científicos fallecidos por culpa de la circulación automotriz, y hasta la de tracción a sangre. Y no me consta que se haya elevado, hasta la fecha, un pliego de cargos acerca de semejante hecatombe. Iría siendo hora, sin que la lista que sigue aspire en modo alguno, por desgracia, a la espeluznante exhaustividad.
El 19 de abril de 1906, en París, yendo de mañana camino a su laboratorio, Pierre Curie (hombre de una sola mujer, con la que compartió dos pasiones –la cama y la investigación– amén de un Premio Nobel) murió al ser atropellado por un coche de caballos.
El 29 de junio de 1919, en la esquina de Amadores, La Pastora (Caracas), murió de forma trágica José Gregorio Hernández, al golpear su cabeza contra el borde de la acera tras haber sido atropellado y arrojado al suelo por un auto. Este santo laico, médico y científico, devoción acendrada de venezolanos y colombianos, no llegará a los altares porque su nombre se asocia con brujería y chamanismo, lo que hace aún más ambiguo su aupamiento al rango de Venerable por Juan Pablo II.
El 17 de septiembre de 1925, en Ciudad de México, la colisión con un tranvía del autobús en que viajaba, dejó a Magdalena Carmen Frieda [sic] Kahlo y Calderón con lesiones permanentes debido a que su columna vertebral quedó fracturada y casi rota, así como diversas costillas, el cuello y la pelvis, su pie derecho se dislocó, un hombro se le descoyuntó, y un pasamanos penetró por su costado izquierdo y le atravesó el vientre.
El 7 de junio de 1926, en Barcelona, cuando se dirigía a la iglesia de San Felipe Neri, al pasar por la Gran Vía de las Cortes Catalanas, entre las calles Gerona y Bailén, uno de los genios de la arquitectura modernista, Antoni Gaudí, fue atropellado por un tranvía, quedando sin sentido. Creyéndolo un mendigo por su aspecto, no lo socorrieron de inmediato. Murió en el Hospital de la Santa Cruz tres días más tarde, el jueves 10, a los 74 años de edad, dejando inconclusa su obra maestra, la Sagrada Familia. Inconclusa sigue.
La noche del 14 de septiembre de 1927, en un accidente de automóvil en Niza, Francia, murió Isadora Duncan a la edad de 49 años. En el obituario publicado en el New York Times al día siguiente se describía así el suceso:
El automóvil iba a toda velocidad cuando la estola de fuerte seda que ceñía su cuello empezó a enrollarse alrededor de la rueda, arrastrando a la señora Duncan con una fuerza terrible, lo que provocó que saliera despedida por un costado del vehículo y que cayese sobre la calzada de adoquines. Así fue arrastrada varias decenas de metros antes de que el conductor, alertado por sus gritos, consiguiera detener el automóvil. Aunque se obtuvo auxilio médico, se constató que Isadora Duncan ya había fallecido por estrangulamiento, y que sucedió de forma casi instantánea.
El automóvil era un Amilcar GS de 1924, propiedad de un joven y guapo mecánico italiano, Benoît Falchetto, a quien Isadora irónicamente llamaba “Buggatti”. Sus últimas palabras fueron «Je vais à l’amour! (¡Me voy
al amor!)», si bien la leyenda quiere que fueran «Adieu, mes amis, je vais à la gloire! (¡Adiós, amigos míos, me voy a la gloria!)» Pero –pregunto– ¿dónde está la diferencia?
En Santa Bárbara, California, el 11 de marzo de 1931, poco después del rodaje de ‘Tabú’, murió en accidente automovilístico un genio del cine, F.W. Murnau, cuyo verdadero apellido era Plumpe (=torpe, grosero, burdo). Manejaba el auto su valet y amante García Stevenson, filipino de 14 años del que ninguna fuente cita su nombre de pila, y que también perdió la vida en el accidente. Al sepelio acudieron Greta Garbo y Emil Jannings (el profesor Unrat de El ángel azul), y el discurso fúnebre lo pronunció Fritz Lang.
El 15 de julio de 1937, durante un repliegue del ejército republicano en la guerra civil española, la reportera gráfica húngara Gerda Taro –compañera sentimental y profesional de Robert Capa, y autora de más de una foto que suele atribuirse a él– se subió al estribo del coche del general Walter, de las Brigadas Internacionales. Unos aviones franquistas en vuelo rasante hicieron que cundiera el pánico en el convoy y Gerda cayó al suelo, tras una pequeña elevación del terreno, con tan mala fortuna que un tanque republicano remontó esa cota en reversa hasta donde se encontraba ella, aplastándola con su cadena dentada. Trasladada con toda urgencia al hospital inglés de El Escorial, moriría pocas horas más tarde, seis días antes de cumplir 27 años. Fue enterrada en París, con los honores debidos a una heroína.
El 5 de enero de 1942, otra fotógrafa impar, Assunta Adelaide Luigia [Tina] Modotti, alias Estela Arreche, alias María Sánchez, alias Titana (Alberti dixit!), ex espía en Alemania, ex enfermera en la guerra civil española, y ex amante de Edward Weston –quien plasmó su desnudo emblemático para la historia de la fotografía– murió de un ataque cardíaco, yendo en un taxi por la Ciudad de México. Aunque se especuló mucho sobre si esa muerte fue por un envenamiento de «su amante» o por un «ajuste de cuentas entre comunistas» (los troskistas españoles que vivían en México la acusaban de ser agente stalinista), quienes han viajado en taxi por el D.F. no descartan a priori la relación causa → efecto.
En 1947, en un accidente automovilístico, John Dos Passos, además de a su esposa también perdió la visión de un ojo.
El 30 de septiembre de 1955, mientras James Dean manejaba su Porsche a una velocidad moderada por la carretera a Salinas/California, acompañado por su mecánico, el alemán Rolf Wütherich, se le acercó a gran velocidad, en el cruce 41-466, en la localidad de Cholame, un Ford conducido por un estudiante. Dean trató de esquivarlo sin conseguirlo, perdiendo la vida instantáneamente en el choque, a la edad de 24 años. Su mecánico salió despedido del coche, pero se salvó: moriría 26 años más tarde en otro accidente similar, en Alemania.
El 11 de agosto de 1956, a una milla de su casa de Springs, Long Island, Jackson Pollock se mató en un accidente de tráfico. La adicción al alcohol del pintor de cámara de la CIA le llevó a una temprana muerte, a los 44 años. En otras palabras, iba manejando empédocles.
En Vitoria, en el País Vasco, el 21 de febrero de 1964, el escritor Luis Martín–Santos (quien revolucionó el panorama narrativo español de la posguerra civil con su ‘Tiempo de silencio’) murió víctima de un accidente sufrido el día anterior. Su esposa Rocío había muerto un año antes, a consecuencia de un escape de gas.
El 3 de agosto de 1964 murió en un accidente de tráfico, en la carretera que comunica Pamplona con Cúcuta, en Colombia, el poeta Eduardo Cote Lamus.
El 26 de noviembre de 1964, en un accidente en la avenida Figueroa Alcorta, de Buenos Aires, murió Julio María Sosa Venturini [Julio Sosa (a) El Varón del Tango], víctima de su pasión automovilística, y coronando así varios percances más donde manejaba a excesiva velocidad. Por aquellos años, todos los ríoplatenses querían ser émulos de Juan Manuel Fangio.
El 4 de agosto de 1967, a sus 29 años, se apagó la más brillante estrella de la poesía de Costa Rica, Jorge Debravo, quien regresaba a casa esa noche con su motocicleta recién estrenada cuando lo arrolló y lo mató, en la cuesta de la Traube, un camión conducido por un borracho.
La poesía de Debravo está llena de premoniciones acerca de su muerte.
El miércoles 27 de mayo de 1970, un cable publicado por el diario Excélsior informaba de que el arquitecto mexicano Carlos Becerra Ramos había muerto en un accidente de carretera, en las cercanías de San Vito dei Normanni, Apulia. El arquitecto Carlos Becerra Ramos era el poeta José Carlos Becerra. Y de no haber sido por la publicación de ese cable, el cónsul de México en Nápoles hubiera dado sepultura al cadáver en la fosa común de Brindisi y rematado en subasta pública las pertenencias de Becerra, entre ellas los manuscritos de tres libros inéditos.
El 23 de abril de 1975, en Londres, el joven bardo alemán Rolf Dieter Brinkman regresaba de Cambridge, de un encuentro internacional de poetas líricos, y fue víctima del más habitual de los accidentes ingleses que sufren los extranjeros: cruzar la calle mirando a la izquierda en vez de hacerlo a la derecha.
Inesperadamente, el 27 de septiembre de 1976, en un accidente en la carretera de Bogotá a Tunja, ‘Ha muerto de camión Gonzalo Arango‘ , como escribió 30 años después el inolvidable Ignacio Ramírez, recordando en su blog Cronopios al poeta creador del nadaísmo.
El 31 de enero de 1978, en homenaje a José de San Martín, el folclorista argentino Jorge Cafrune salió a caballo hacia Yapeyú, lugar natal del libertador, para depositar allí tierra de Boulogne-sur-Mer, la ciudad francesa donde murió. Esa misma noche, poco después, fue embestido a la altura de Benavídez por una camioneta conducida por un joven de 19 años. Cafrune falleció a medianoche, el hecho nunca fue esclarecido y para la justicia quedó sólo como un accidente.
El 25 de marzo de 1980, Roland Barthes (de Cherburgo, como los paraguas), murió al inicio de la primavera parisina tras ser atropellado en la Rue des Écoles, frente a la Sorbona. Su último libro, ‘La chambre claire’ (La cámara clara), acerca de la fotografía, apareció por esas fechas.
El 13 de septiembre de 1982, en la misma carretera donde estuvo de picnic con Cary Grant en la película ‘To Catch a Thief ‘ (Atrapa a un ladrón), la princesa Grace de Mónaco sufrió un accidente. La acompañaba su hija Estefanía, que salió ilesa y de quien se rumoreó que era ella la que en realidad conducía el coche. Al día siguiente, la que había nacido como Grace Patricia Kelly murió sin recobrar el conocimiento en el Centro Hospitalario Princesa Grace.
En Comiso, Sicilia, el 14 de junio de 1996, murió Gesualdo Bufalino a consecuencia de un terrible accidente de circulación. Su amigo César Antonio Molina lo rememora conmovido hasta el tuétano en un libro de recuerdos, ‘Regresar a donde no estuvimos’.
El 22 de mayo de 1997 muere en Cartagena (“La Heroica”, y también “el corralito de piedra”), el poeta colombiano Raúl Gómez Jattin, atropellado por un autobús, sin que haya sido posible determinar si se trató de un accidente o de un suicidio.
El 14 de diciembre de 2001, al chocar con su auto contra un camión, falleció W.G. Sebald hallándose en su plena madurez creativa. Cito de la necrológica que le dedicó Miguel Sáenz, uno de sus traductores:
Winfried Georg [Maximilian] Sebald no tuvo suerte. Se pasó la vida enseñando literatura alemana en Norwich y escribiendo libros inclasificables o sesudos ensayos, y cuando, de pronto, convertido en autor de culto, iba camino del Nobel (gracias en gran parte a Susan Sontag, todo hay que decirlo), un estúpido accidente de automóvil acabó con él.
El 27 de julio de 2005, el escritor argentino Saúl Yurkievich, albacea de la obra de Cortázar, murió en un accidente en una carretera cerca de Aviñón, al sureste de Francia. Según la policía, perdió el control de su vehículo e impactó de frente contra un camión que avanzaba en sentido contrario, falleciendo de manera instantánea.
El domingo 9 de abril de 2006, en la madrugada, falleció en Managua el narrador Lizandro Chávez Alfaro. Murió en la cama, pero su muerte fue una secuela del terrible accidente que sufrió el 3 de febrero de 1996 durante su caminata habitual por el barrio de Pancasán, entre 6 y 7 a.m. El autor del atropello fue un joven que había sido alumno suyo, y que esa mañana regresaba a casa a toda velocidad tras una noche de juerga, es decir, iba borracho (lo que llaman en Nicaragua «andar de amanezquera»). El muchacho le pidió perdón de rodillas y llorando a mares a Lillian, la compañera mexicana de Lizandro, que terminó abrazándolo y teniéndolo que reconfortar. Luego, cuando vio que la hospitalización iba a durar varios meses, y puesto que había manejado sin estar cubierto por un seguro de ninguna especie, el muchacho se marchó del país. El período de rehabilitación física de Lizandro duró un año, pero anímica y mentalmente no se recuperó jamás.
A despecho de la cronología, he dejado para el final el 4 de enero de 1960, cuando en la carretera nacional francesa n° 5, en una recta sin obstáculos, cerca de Le Petit-Villeblevin, en un accidente provocado según parece por el exceso de velocidad a que conducía su Facel Vega el editor Michel Gallimard (sobrino del patriarca Gaston Gallimard), murió y nos dejó huérfanos Albert Camus, su copiloto. Sean otros quienes hablen de su vida y de su obra,
yo sólo quise hablar de su muerte, encajándola en un repertorio tristérrimo y casi desconocido: aquel que nos recuerda que amén del suicidio hay más de un problema filosófico auténticamente serio. La muerte absurda, por ejemplo. El día antes de la suya, y refiriéndose a la muy reciente de Fausto Coppi, el campeonísimo del ciclismo, Albert Camus había dicho: «No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto».