De cómo hablamos por teléfono
Imagino que ya debe haber habido más de un sociólogo que se haya planteado la pregunta de cómo nos comportamos al descolgar el teléfono y cuáles son las señas de identidad rastreables en ese acto tan sencillo y automático. Personalmente no conozco ningún estudio sobre la materia, y la verdad es que me interesa mucho.
Recuerdo que siendo muy joven, allá por los quince años, como quien dice en la Prehistoria, leí una novela donde el misterio de un crimen se develaba porque alguien atendió al teléfono diciendo: “¿Pronto?” La novela era española, la acción transcurría en Madrid y una de las protagonistas era cubana, así es que se autodelató con esa pregunta. Y eso es porque los españoles, cuando atienden una llamada, lo primero que sueltan es una orden: “¡Diga!”
¿Pronto? ¡Diga!
Desde luego los hay más educados que camuflan la orden como pregunta: “¿Dígame?” Y sobre todo los catalanes se suman al concierto de la buena educación con un “Diguim?” que habla mucho en favor de sus buenas maneras. En otros países, lo común es un saludo, “¡Hola!”, que algunos anglosajonizan con un “Hello!” o bien francofonizan con un “Aló!”
En este campo minado donde mejor me muevo es en Alemania. Acá, cuando uno descuelga el tubo, si se encuentra en su casa, sigue la norma de identificarse con su apellido. Si ustedes cometen la atrocidad de llamarme alguna vez olvidando las 6 ó 7 horas de diferencia horaria y arriesgando –si me despiertan en medio de la noche– que piense muy mal acerca de sus árboles genealógicos, comprobarán que a pesar de todo la fuerza de la costumbre me obligará a atender la llamada diciendo simplemente “Bada”, y no mentándoles la madre.
Llamadas de medianoche
Dentro de la propia Alemania, ese riesgo al que aludo en el párrafo anterior casi no existe: en este país rige una ley tácita según la cuál nadie llama a nadie por teléfono después de las diez de la noche. Esa ley es tan rígida y se cumple tan a rajatabla que uno siempre sabe, con absoluta seguridad, cuando el teléfono suena después de las 10 p.m., que no caben sino dos alternativas: o bien, 1ª) la llamada es urgente y la hace alguien que te conoce muy bien y sabe que puede molestarte después del límite “legal”; o bien, 2ª) la llamada te la está haciendo algún amigo de Ultramar que se olvidó del desfase horario (vide supra).
Actuando consecuentemente con ese doble presupuesto, cuando sonaba el teléfono a las once o las doce de la noche, y sabiendo que no podría tratarse sino de alguien de mucha confianza, me he permitido cientos de veces la broma de identificarme de esta manera: “Cementerio de Colonia, buenas noches”.
Pero tan sólo hasta el momento en que la persona que me llamaba, un gran amigo, demoró un par de segundos en contestar, y al fin lo hizo con un velado reproche: “Sí, ya lo sé, cementerio de Colonia, y yo estoy regresando de Tarragona de enterrar a mi madre”. Nunca más repetí la broma, que cambié por esta otra: “Junta Provincial de Protección de Menores, buenas noches”.
La cortesía gringa
Con todo, la mejor variante se me ocurrió cuando comprobé que hoy en día, si telefoneas a un organismo oficial, o a alguna empresa, hay una especie de mecanismo de cortesía gringa que obliga a la persona que te contesta a formular su descuelgue de esta ejemplar manera: “Ayuntamiento de Colonia, me llamo Erika Müller, ¿qué puedo hacer por usted?”
Y poco después ocurrió que, una vez más, nuestra hija Montserrat nos pidió el favor de hacernos cargo durante un fin de semana de sus dos hijos, que da la casualidad de que son nuestros nietos. Madre amantísima, que lo es, a las ocho de la noche mi hija llamó por teléfono para saber si sus retoños se habían ido a la cama después de haber comido sus espaguetis y cepillarse los dientes.
Y yo, que acechaba la llamada y sabía que sólo podía ser ella, la tan amantísima madre, al descolgar el auricular me identifiqué con estas palabras: “Kindergarten de la familia Bada, me llaman abuelo, ¿qué puedo hacer por usted?”
Llámenme… no me llamen
A mi pobre hija, a mi queridísima Monterrat, le dio tal ataque de risa que temí seriamente por su salud y me recriminé ferozmente, pero el mal ya estaba hecho. Y esta, y no otra, es la razón de que me imagine que ya debe haber habido más de un sociólogo que se haya planteado la pregunta de cómo nos comportamos al descolgar el teléfono y cuáles son las señas de identidad rastreables en ese acto tan sencillo y automático. Si saben de alguno, llámenme…, pero, por favor, por favor, recuerden: hay 6 o 7 horas de diferencia.
Publicado originalmente en el blog Corazón de Pantaleón.