Alberto Rencoret: De caza comunistas a cura rojo
El saludo tuvo más cortesía que convicción. “Te tengo reservada una pieza donde las monjitas”, le comentó a la pasada. El sacerdote Roberto Bolton había decidido visitar en su casa de Constitución al ex arzobispo de Puerto Montt, Alberto Rencoret, a un año de su retiro argumentando arteriosclerosis y el deseo de escribir las memorias. De verdad, él esperaba una reacción un tanto más afectuosa y hospitalaria de parte de su amigo, maestro y mentor.
Sin embargo, Bolton – identificado con la Iglesia obrera y más tarde como fundador del movimiento Sebastián Acevedo en respuesta a las torturas cometidas por la dictadura de Augusto Pinochet – notó de inmediato que los afectos entre él y Rencoret se habían congelado. En infinidad de ocasiones había compartido techo y pan con su ex profesor de seminario, por lo que le resulta incomprensible que le enviase a pernoctar a otro lugar, como un desconocido, más aún habiendo espacio de sobra en su casa.
Además, se dio cuenta que su presencia también incomodaba a Dominga, enfermera, empleada y, según las malas lenguas, amante de Rencoret. Más allá de estas habladurías, Roberto sabía de la deuda que su maestro sentía por esa mujer, dada su abnegación como enfermera durante su hospitalización en el convento de monjas de Providencia para tratarse unas dolorosas heridas internas.
Roberto comprobaba algo que sólo sabía de oídas: el dominio de ella en la vida de Rencoret no en el papel de una hermana, sino de una esposa, pese a los cuarenta años de diferencia entre ambos.
Cuando percató que su visita a Constitución también molestaba al chofer del sacerdote y a su mujer, sintió que estaba ante un mundo cerrado, armónico, donde cualquier intromisión rompería semejante equilibrio. Roberto optó por no regresar nunca más al lugar.
Oveja negra
La ciudad de Talca recibe al pequeño Alberto Rencoret Donoso el 12 de noviembre de 1907. Le acompañan seis hermanos en las correrías con pantalón corto y los zapatos de charol. La primaria la cursa en el Seminario Conciliar de esa ciudad, donde un compañero lo observa con distancia. El niño Raúl Silva Henríquez –futuro arzobispo de Santiago y Cardenal- lo admira pero también le incomoda su indomable rebeldía.
Durante los veranos, la familia divide el tiempo entre los fundos administrados por el abuelo y unos tíos y el balneario de Constitución, un lugar de moda para las clases altas de entonces. Alberto, sin saberlo, vive los momentos más felices de su vida.
Con el nombramiento de su padre como archivero de la Corta de Apelaciones en 1934, los Rencoret Donoso parten rumbo a Santiago. Junto a sus hermanos, Alberto ingresa al colegio de humanidades de Los Sagrados Corazones. Los curas se espantan con sus barrabasadas, pero callan por respeto a la familia.
Mientras tanto, sus padres programan el futuro de sus hijos. Profesiones liberales como médico, abogado, por último profesor. La carrera política, no está mal, tampoco el sacerdocio, aunque Alberto jamás lo ve como alternativa, pese a que con el tiempo acabaría, a su manera, involucrándose con las dos.
A su madre se le ponen los pelos de punta cuando le comenta su deseo de formar parte de la Sección de Seguridad de la Policía de Investigaciones. Se trata de una organización creada por el Presidente Carlos Ibáñez del Campo para darle un soporte legal a la represión política de su dictadura.
Como es de esperarse, el ambiente policial no es considerado de los mejores para un heredero de la familia Rencoret Donoso. Sueldos miserables y ambientes ligados a los bajos fondos. Sus padres creen erróneamente que las ideas descabelladas se le quitarán con el tiempo. Sin embargo, a los 17 años se arranca del yugo de las sotanas y comienza a frecuentar la Sección de Investigaciones.
Ante semejante locura, los Rencoret Donoso arremeten. El padre le exige a su hijo rebelde que siga los pasos de sus hermanos y que estudie una profesión en la universidad. Alberto obedece a regañadientes e ingresa a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, pero sólo aguanta cuatro años. Donde mantiene una asistencia regular y mucho empeño es en sus idas – ya no tan clandestinas – a los cuarteles de sus amigos, los “tiras”.
Choro del puerto
Con 19 años, Alberto Rencoret Donoso es un funcionario menor de la policía. Sin embargo, no le cabía su corazón de tan hinchado de fervor fascista en torno a la figura del coronel Carlos Ibáñez.
Cuando éste, en su condición de poder en las sombras como Ministro de Guerra, fuerza la renuncia del Presidente Emiliano Figueroa, la represión comienza. Se suceden las persecuciones a los partidos políticos – en especial a los de izquierda – a los sindicatos, restricción de las libertades públicas y civiles, censura a la prensa. La muchedumbre se entusiasman con la estampa y la energía del dictador linarense y sus promesas de nuevo Chile: “Salvador de la Iglesia Católica”, le gritan a voz en cuello al verlo pasar por los alrededores de La Moneda.
Los contactos, entonces como ahora, sirven de catapulta necesaria para empinarse un poco más alto. Las familias Rencoret e Ibáñez mantienen amistad por su pasado común en el Maule y sus herederos se reconocen en Santiago. El dictador asciende a Rencoret a subprefecto de Valparaíso y, desde ese momento, éste da rienda suelta a su anticomunismo feroz. Su celo por mantener el orden lo hace tomar medidas crueles e innecesarias, como ubicar a los deportados en las cubiertas de los barcos a la suerte de los oleajes, por lo que varios de ellos son barridos por el mar sin que se les pudiese rescatar. En un acto humanitario, el comandante del barco ordena que los relegados sean amarrados para evitar futuros accidentes. No se le informa de ésto al prefecto de Investigaciones para evitar que revierta la medida.
La fama de Rencoret no tarda en extenderse por las calles de Valparaíso. “Cancerbero del dictador” y “rata de alcantarilla” son los epítetos que le obsequian algunas paredes del puerto, una constante que lo perseguirá a modo de cargo de conciencia.
Tras la caída del régimen, durante el breve período en que Juan Esteban Montero intenta recuperar la normalidad constitucional del país durante su fugaz paso por La Moneda, el Servicio de Investigaciones experimenta un repliegue temporal. Sin embargo, con la asonada de Marmaduke Grove y su junta de Gobierno, los agentes vuelven a levantar sus antenas para identificar a nuevos enemigos (dada la inspiración izquierdistas del golpe de Estado, la institución se ve afectada por una momentánea confusión ideológica), para regresar con mayor ímpetu anticomunista durante la dictadura de Carlos Dávila, época en que Alberto Rencoret modifica su destino para siempre.
Es precisamente en Valparaíso donde la izquierda reacciona con mayor violencia ante las nuevas autoridades de facto. El 21 de junio del 1932 se desata una protesta callejera donde Rencoret toma parte activa en la represión. Todo acaba con muertos y heridos. Dávila lo condecora y lo ratifica en el puesto. Sin embargo, el detective asegura que durante ese período estuvo suspendido del cargo por quince días, dada su fidelidad al depuesto Presidente Juan Esteban Montero.
El profesor y el periodista
En agosto del 1932 llega a Valparaíso el buque Chiloé proveniente desde Antofagasta con treinta prisioneros políticos. Uno de ellos, el profesor primario Manuel Anabalón Aedo, de 22 años, es sindicado como uno de los inspiradores del grupo de estudiantes que se tomó, armas en mano, la Universidad de Chile, hecho reprimido a la fuerza por las autoridades con saldos fatales. Extraña acusación, por decir lo menos: un humilde maestro de izquierda radicado en la lejana Antofagasta (militante del Frente Único Revolucionario, afín al Partido Comunista) logra alcanzar semejante poder de convocatoria en todo el país. El mito de este personaje, al igual que Rencoret, también comienza a gestarse.
De acuerdo a las instrucciones oficiales, los prisioneros deben ser puertos en libertad al llegar a puerto. Atención especial se le debe dar a Manuel Anabalón, de manera que se traslade a Chillán hasta la casa de su madre, Rosa Aedo. Sin embargo, se pierde el rastro del profesor en los instantes en que, supuestamente, transita por los muelles. Dávila es derrocado por un nuevo golpe de Estado y este hecho queda sin aclararse.
Una vez superado el Estado de excepción, pero sobre todo con el retorno de Arturo Alessandri Palma, la prensa de izquierda se lanza en picada en contra del Prefecto de Investigaciones, Alberto Rencoret, acusándolo de la desaparición de Manuel Anabalón. La denuncia más contundente proviene de la revista Wikén, cuyo director es el periodista y militante de la Nueva Acción Pública, Luis Mesa Bell: “¿Cuatro, y no solo Anabalón fondeados por la dictadura de Dávila?” “¡A cuantos ha fondeado Rencoret en Valparaíso!”, “La Sección de Investigaciones baldón de Chile y vergüenza del cuerpo de carabineros”, rezan algunos de sus decidores titulares.
El 21 de diciembre del 1932, el cadáver de Mesa Bell es encontrado en la calle Carrascal con Tucumán – zona semi rural en la periferia de la capital – boca abajo, hundido en el fango de un pequeño charco formado por una acequia sin corriente, con profundas heridas que le partían la frente y con uno de sus ojos fuera de órbita. La ropa completamente manchada de sangre.
Dos días antes, en uno de sus descensos a las aguas del puerto de Valparaíso, el buzo Federico Fredericksen da con un bulto atracado en las profundidades. Se trata de un cadáver envuelto en alambres y con dos piezas de fierro amarradas al abdomen. El cuerpo no tiene cabeza, manos ni pies y lo cubren los restos de un abrigo, un traje, chaleco, camisa y calzoncillo. En la morgue, el cuerpo de Anabalón es reconocido por la madre y lo que queda de su ropa por su sastre de Antofagasta.
Fondeados
La versión del crimen comienza a ser coreada por cientos de voces anónimas en el puerto de Valparaíso y en el resto del país. Alberto Rencoret y los agentes Luis Encina y Clodomiro Gormaz son los responsables del crimen. Surgen coartadas, versiones que los inculpan y otras que lo dejan liberan de responsabilidad. Las primeras ya son conocidas, mientras que la segunda la representa el diputado conservador, Ricardo Boizard (Picotón) quien en 1933 publica el folleto El Dramático Proceso de Anabalón: “¿Cómo sabe esta revista (Wikén) que hay 21 cadáveres (en las profundidades del muelle) y que entre éstos está Anabalón? ¿Cómo puede reconocerlos en la bahía fangos, sin necesidad de informes médicos ni de estudios periciales (…) ¿Cómo es posible que un mes antes que comiencen las investigaciones ya la revista Wikén había logrado establecer con exactitud abrumadora antecedentes contra el Prefecto Rencoret”.
El juez a cargo del caso, Luis Baquedano, no considera estos antecedentes y ordena la detención de Rencoret y sus subalternos Clodomiro Gormaz y Luis Encina. De nada sirvieron las coartadas del detective y corroboradas por sus amigos, como haber participado en la detención del obrero revolucionario Pilar Segovia en los cerros de Valparaíso, así como las palabras de las prostitutas de la casa de doña Tomasa, donde supuestamente habían estado la noche del crimen, después de la misión antisubversiva.
El prefecto es apresado mientras se dirige en tren a Santiago para entrevistarse con el Presidente Alessandri por el capitán de carabineros Olegario Sánchez, según algunos, un figurín que ambiciona el puesto de Rencoret. En la Estación Yungay, el alicaído policía es recibido con insultos, golpes, disparos al aire y escupos de una muchedumbre dispuesta a lincharlo. Sin embargo, logra salvarse en medio del espontáneo alboroto.
El 30 de diciembre caen los autores del crimen de Luis Mesa Bell, todos pertenecientes a Investigaciones. Declaran haber recibido órdenes de la plana mayor de la institución, entre las cuales figuraba el propio Rencoret. Además, éste es acusado de conformar con sus cómplices “La Checa”, mafia al interior de la policía que controla prostíbulos, casas de juego, tráfico de alcohol y contrabando desde Aduanas. Ninguna de estas acusaciones prospera, sólo la muerte de Anabalón.
Entre abril y octubre del 1933, el otrora caudillo izquierdista Arturo Alessandri decreta Facultades Extraordinarias para su gobierno, entre cuyas disposiciones se encuentra la mordaza a la prensa. Esto permite que Rencoret abandone las portadas de los diarios y que la opinión pública no pueda seguirle la pista. Dieciocho meses más tarde un juez militar concluye que el cadáver encontrado no corresponde a Manuel Anabalón. De vuelta a la normalidad, un juez civil reabre el caso y, tras una nueva autopsia del cadáver, determina todo lo contrario. Rencoret es citado nuevamente por la justicia, pero no se presenta. Se le declara en rebeldía y la policía logra ubicarlo en el Seminario Mayor de Santiago. El director del recinto se niega a entregarlo: “Alberto Rencoret ha dejado la vida civil para abrazar el sacerdocio”, explica con los ojos en blanco mirando al cielo.
El vulgo se enfurece. Los sacerdotes son encarados en la calle y en los tranvías acusados de ser colegas de un asesino. Pero nada de eso logra revertir la decisión de la curia: el arzobispo Horacio Campillo informa con desfachatez a los tribunales que Rencoret no será entregado por cuanto el seminario goza de inmunidad y él ahora cuenta con fuero eclesiástico. El caso de archiva y la vida de Alberto Rencoret comienza un nuevo capítulo, diferente pero tan intenso como el primero.
La fe
El día en que Alberto Rencoret es ordenado sacerdote aparece en la puerta del seminario el siguiente anónimo: “Rencoret Asesino”. Sin embargo, un cura alcanza a borrarlo antes de que el ex detective transite por el lugar y se dé cuenta del mensaje.
Su primera destinación la cumplió en El Tabo. Allí conoce al entonces joven sacerdote Roberto Bolton, en su calidad de alumno en el seminario. Cultivan una profunda amistad. En su calidad de profesor del seminario, se convierte en el inspirador de varios sacerdotes progresistas, entre ellos, además del propio Bolton, Carlos González y Jorge Hourton (futuros activistas de los derechos humanos en tiempos de Pinochet). La fama de los “curas rojos” adquirió tanta fuerza que el Obispo Auxiliar de Santiago, monseñor Salinas, decidió descabezar el movimiento por encontrarlo demasiado “marxista”. Así, Rencoret se convierte en víctima de una persecución política semejante a la que él realizó en el pasado y termina abandonado a su suerte en la última parroquia de la Arquidiócesis de Santiago, en Lo Abarca. Sólo y pobre regresa al antiguo vicio del alcohol.
San Luis de Beltrán, en Barracas, una de las comunas más pobres de Chile en ese entonces, lo recibe como párroco. Más tarde asume como asesor espiritual de seminaristas, donde su primer alumno lleva por apellido –paradoja del destino – Anabalón. Ejerce como profesor de teología pastoral durante varios años hasta convertirse en rector del seminario. Luego es nombrado por el Papa Pío XII, el mismo a quien en 1950 confesara un secreto, Obispo de Puerto Montt el 21 de marzo de 1958 y más tarde, Arzobispo.
Una de las versiones de este encuentro dice que Rencoret le rebeló su verdadera participación en el crimen de Manuel Anabalón, mientras que la segunda, el drama en que concluyó su amorío con la esposa del Ministro de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, en sus tiempos de Prefecto de Investigaciones. La mujer, mucho menor que su marido, le comunicó al detective que esperaba un hijo de él y que su embarazo había ocasionado un escándalo en su familia. Su marido la repudió y la echó a la calle. Desesperada, llamó a Rencoret en busca de auxilio, pero éste se lo negó. Pocos días antes del parto, la mujer se suicidó.
Rencoret predica la opción por los más pobres, crea hogares, funda casas para niñas abandonadas y desamparadas. Participa de manera activa en el Concilio Vaticano II y concurre al Sínodo de Medellín, Colombia, y junto a sacerdotes progresistas como él defiende el tema “Una Iglesia servidora y junto a los más pobres para construir una sociedad más justa”. En la oportunidad, los obispos latinoamericanos denuncian, por primera vez, la violencia institucionalizada, las injusticias y las violaciones de los derechos humanos.
A inicios de la década del setenta, el reconocido mentor de curas radicales, renuncia al arzobispado de Puerto Montt antes de cumplir la edad reglamentaria y se retira a vivir al Puerto de Constitución. La razón que entrega es que padece arteriosclerosis, aunque a simple vista, su organismo demuestra lo contrario. Para otros, como Jorge Hourton, se debe a una evidente depresión nerviosa y hastío de ejercer la autoridad.
Augusto Pinochet derroca al Presidente Salvador Allende en Septiembre del 1973. Cuando el dictador visita Constitución, Alberto Rencoret lo recibe con solemnidad. “Es un ser providencial para Chile, el enviado de Dios”, declara. Para muchos sacerdotes cercanos, se trata de una conducta que no tiene explicación. Se aísla como los elefantes hasta caer gravemente enfermo. Pinochet le envía un helicóptero para que la atención de salud sea más rápida. Muere el 25 de julio de ’78. Durante el entierro asiste un cuerpo de generales y el edecán de su nuevo amigo. Inconclusas quedan sus memorias y su idea de conformar una comunidad con la Dominga, su chofer y su mujer, lejos de miradas intrusas.
Hola amigo, ¿puedes decirme qué día fue enterrado Luis Mesa Bell?
René Senenko
Kohfurth 14
22850 Norderstedt, Alemania
http://www.postcard-social.de
senenko@gmx.de
Tengo entendido que lo mataron el 20 de diciembre (1932), pero ignoro cuándo fue sepultado. Encuentro aquí la siguiente información:
«Incluso, ni siquiera es posible hoy ubicar su tumba. En los anales del Cementerio General figura que fue sepultado inicialmente en la tumba de Aurelio Díaz Meza, en la que ya no está; y que, de modo anómalo, en los registros del Cementerio no figura cuándo ni dónde fueron trasladados sus restos.»
https://laprensaaustral.cl/cronica/el-discreto-pasaje-que-recuerda-a-luis-mesa-bell-primer-martir-del-periodismo-chileno/
Querido amigo, si 50,000 personas estuvieron en el funeral, entonces alguien debe saber dónde está la tumba…
René
Una observación más: si 50,000 personas estuvieran en el funeral, entonces los historiadores deberían saber qué día tuvo lugar el funeral. El funeral probablemente se anunció en todos los periódicos locales.
Luché en la Dictadura por un País más digno de la mano de muchos hermanos y hermanas , de partidos y movimientos de Izquierda con un altísimo compromiso….Muchos y muchas posteriormente hicieron cambios muy asombrosos como este señor….Incluso fueron y son gobierno, están en diversas reparticiones, etc, etc…Por ello, esta historia me es parte de un paisaje que todavía me cuesta asumir….De todos modos creo y soy defensor en que el Ser Humano está en permanente Cambio, por tanto el Principio Esperanza me acompaña y ello me reconforta…
Hace muy poco leí un libro de crónicas, que no era de Claudio Rodrìguez, y en que aparece el primer pàrrafo y -un poco desfigurado- el resto. ¿Quién le copió a quién? No hablo del esfuerzo de recopilar información, que puede ser acometido paralelamente por dos personas, sino del estilo, el fraseo y la estructura. Fea cosa, fea.
Una historia fascinante. Con qué claridad tus palabras hacen el retrato perfecto de este personaje de modo que la historia y sus infinitas paradojas nos dan una cachedada que hace retumbar los oídos. Veo porque leo a un ser complejo y contradictorio pero esa doble cara no es para mí una oportunidad de «cambio» sino la reconfirmación del nivel de hipocresía y las posibilidades de disfraz que tienen algunas personas… Ante los hechos que involucran la persecusión y el derramamiento de sangre por causas ideológicas que implican la lucha por el poder a costa de la desaparición del opuesto, no creo en la simple «vuelta de rosca» … Sencillamente NO creo en el remordimiento ni en las disculpas de los que se esconden para salvar el pellejo. Asumo que toda búsqueda en pos de saber más de su pasado y reconstruir los hechos se hará en las alcantarillas.. no hay lugar más apropiado donde buscar.
Mis felicitaciones y es un verdadero placer leerte.
Buen punto lo de Fouché… no lo había pensado, amigo… las volteretas existenciales de Rencoret resultan sorprendentes… un personajes complejo, sin duda, como muchos otros de nuestra historia, es cuestión de bucear en las alcantarillas…
Si la historia fuese habitualmente narrada con esa claridad, otro gallo cantaría, amigo Rodríguez.
La historia de Rencoret, una especie de Fouché en miniatura, es la historia de tantas ratas acomodaticias que han pululado y siguen pululando por los oscuros recovecos de nuestra política austral.