Hermosillo: cuando el Sur no es suficiente

¡Yo estuve en el ejército cuando mataron al general Barragán!, me dijo Antonio Rodríguez eufórico, quizá porque se sentía contento de tenerme como audiencia, o sería el alcohol que lo animaba; mientras lo escuchaba me preguntaba si la invalidez de su pierna se debería a alguna herida de guerra. Estábamos sentados en una pequeña barda del parque Madero, en el centro de Hermosillo, muy cerca de la calle Jesús García. Ellos eran cuatro, todos del estado de Guerrero.

Poco tiempo atrás alguien me preguntó acerca de las personas que andan en las calles de Hermosillo, pertenecientes a estados del sur de la República, ¿qué sabía yo de ellos? Pues no mucho más de lo que había visto: mujeres llevando a cuestas un niño dormido, pidiendo limosna en los cruceros, hombres vendiendo artículos chinos o con trajes prehispánicos bailando al ritmo de una flauta. Fuera de eso, solo podía suponer que la pobreza los trajo al norte en busca de fortuna.

Aquel día tuve la mañana desocupada. Salí de casa con intenciones de conocer a una de estas personas escapistas del hambre. Anduve por los bulevares en los que anteriormente los había mirado, pero no tuve suerte. Recordé que el Parque Madero es el alojamiento de los desamparados y me fui allá.

Al bajar del auto eché una mirada alrededor, tratando de detectar a alguien con rasgos sureños, pero no vi más que ancianos tomando el sol en las bancas, gente haciendo ejercicio, parejitas besándose y uno que otro vendedor. Esperé en una banca alrededor de diez minutos pero me desesperé y caminé al centro, seguro ahí encontraba a alguien. Pero no.

Cuando regresaba al Parque Madero, media hora después, pasé por un albergue por la calle Jesús García, cerca del parque; estaba cerrado y un letrero señalaba el horario de atención: de 6 de la tarde a 7 de la mañana, es decir que los desamparados solo pueden dormir ahí y a las siete deben irse.

Seguí mi camino al parque.

Noté que había varios bultos tirados en las maceteras del parque, envueltos en cobijas; seguramente era la gente que se hospedaba en el albergue y seguía su sueño ahí. Busqué prospectos para entablar charla, pero muchos estaban dormidos y otros demasiado ebrios.

Entonces vi a cuatro personas sentadas en una macetera y decidí pasar cerca de ellos, a ver que sucedía. Eran tres jóvenes y un hombre pasado de los cincuenta. Sus rostros reflejaban cansancio. Les dije que me interesaba saber qué los había traído tan lejos de su tierra.

Uno dijo llamarse Marcos Martínez, de 22 años y el otro, como ya lo mencioné, Antonio Rodríguez de 64. Los otros dos no me dieron sus nombres, pero todos eran de Guerrero.

Marcos contó que llevaba apenas una semana aquí. Salió de su tierra, como era de esperarse en busca de trabajo, pero hasta ahora con mala suerte. «La gente nos ve sucios y siente desconfianza, pero cómo podemos hacerle, si no tenemos un lugar fijo donde llegar».

«Ahora nosotros dos nos estamos quedando a dormir en el hospital», dijo señalando a uno de los hombres que no dio su nombre y que, todo el tiempo que estuve ahí, permaneció callado ostentando su perfil maya. Llevaba el cabello largo recogido en cola de caballo, una camisola a cuadros gastada y un pantalón de mezclilla un poco roto; a pesar de eso, era de los cuatro el que se miraba más limpio. Con la altivez de un emperador azteca, solo se dignó a mirarme un par de veces.

Marcos me platicó cómo había cruzado la frontera a los catorce años y había logrado trabajar en Estados Unidos, presumiéndome que dominaba bien el inglés, pues a veces combinaba en su plática frases spanglish.

Antonio Rodríguez sacó de su bolso un librito del que extrajo una cotización y con la impaciencia de un niño interrumpió a Marcos para contarme que él había venido en busca de ayuda para conseguir una prótesis para su pierna. Noté su aliento alcohólico y vi sus ojos caídos y rodeados de arrugas. Había ido a pedir ayuda al gobierno y éste no se la dio; fue al DIF y le dieron solo mil pesos y el doctor que le hizo la cotización le dijo que no volviera hasta tener reunidos los catorce mil que costaba la prótesis.

«Méndigo gobierno, yo estuve en el ejército ¡yo estuve cuando mataron al general Barragán! Le dieron un balazo. Yo estuve ahí. Fue en Guadalajara, luego me salí, por eso no tengo pensión».

Le pregunté que por qué desertó, pero no supo decir. Dijo que un malandro le dio un balazo y que a su hermano lo mató un judicial.

Él realmente se llamaba Lorenzo Ocaña y se fue de Tepic sin pagar una pena. «Me fui de mi pueblo pues porque allá ya no tengo a nadie, mi mamá y mi papá se murieron y ya no me quedó nadie. Por eso me fui».

Pensé en la letra de Jacinto Cenobio: “sin lo que más quiero qué más me da, cobija y sombrero serán mi hogar…”. El dormía en aquel parque; la gente que por ahí pasa a veces le da dinero.

Pero, ¿quién le iba a dar trabajo con su pierna inútil y su alcoholismo?

Me despedí con el corazón agarrotado, pensando cuántos había como ellos.

Conté a los indigentes en el parque: fácilmente llegaban a los cincuenta. Me intrigaba saber quién había sido exactamente el general Barragán, porque no sé lo bastante de historia y en mi casa busqué por internet. Fue un general de Guadalajara, tenía razón el hombre.

Pero el general Barragán murió retirado, de vejez. Antonio o Lorenzo le habrá puesto un poco de “salsa” a su historia.

Cada año, cerca de medio millón de personas salen del estado de Guerrero y una cantidad parecida desde Oaxaca rumbo al norte del país o a Estados Unidos en busca de mejorar sus condiciones de vida.

Son a quienes miramos en las calles desde nuestros autos.

Si bien es cierto que existen redes que se benefician con la práctica de la mendicidad a costa de la salud de niños pequeños que son drogados para que duerman en las espaldas de las mujeres que piden en las calles, hay muchas otras personas sin otra opción que salir en busca de una oportunidad de trabajo. Todos son resultado de un mal gobierno y la apatía social.

Autor

  • Rosio Rendon Trujillo

    Rosío Rendón Trujillo, Hermosillo, Sonora, 1980, poeta, con un poemario "Ojo de sol" Interesada en las tradiciones de la etnia yaqui, en Sonora. Ha tenido el honor de participar como madrina del capitán de las celebraciones de la cuaresma yaqui, en Hermosillo. Egresada de la licenciatura de literatura hispánica de la Universidad de Sonora. Nueve años impartiendo talleres para el Instituto sonorense de Cultura. Reportera en un diario local.

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3 comentarios

  1. Esas personas o sus ancestros no siempre fueron pobres. En la mayoría de las culturas antiguas ni siquiera existía ese concepto o algo parecido. Se vivía bajo una cierta armonía con la naturaleza, en una perpetuación de economías a pequeña escala que brindaban lo necesario para la supervivencia. Pero la modernidad sobrevino con sus grandes propietarios y su codicia explotadora. Se depredó todo cuanto se podía depredar, se desplazó bajo engaño o con violencia a los grupos ancestrales, se contaminaron las napas subterráneas, se cortó el bosque nativo y se rompieron de un sopetón las frágiles microeconomías, dejando a la intemperie a millones de personas a lo largo de América Latina. Esas personas ya no pueden volver atrás porque levantaron murallas o cercos eléctricos en las tierras que sentían como suyas, o bien ya no hay a qué volver porque está todo yermo. Los homeless o vagabundos sobreviven como pueden, mendigan, suplican una ocupación, engañan para sobrevivir, roban por hambre y resentimiento, se allegan a los parques y evitan la mirada inquisidora de los ciudadanos más afortunados que casi siempren los arropan de sospechas y desconfianzas. En Chile se repite una historia muy parecida. Los parques y las hospederías católicas se llenan de vagabundos y familias empobrecidas, decenas de miles de personas que no pudieron encontrar su sitio en esta sociedad cada día más compleja y polarizada, mapuches, minusválidos, drogadictos, alcohólicos, cesantes, peruanos, bolivianos y ecuatorianos que vinieron por un sueño y no encontraron nada y lo que es peor no pudieron volver.
    Un texto formidable Rocío. Tu sensibilidad, tu conciencia social, la agudeza de tu mirada y tu destreza narrativa se respiran en cada letra de tu escrito.

  2. Qué buen escrito y que triste esa situación que se vive a lo largo y ancho de toda Ámérica Latina. Cuando Antonio dice que le negaron ayuda a pesar de que luchó en el ejército me acordé de un poema escrito por un compatriota mío en una situación similar, un ex–combatiente no tenía ducumentos para probar que sí había sido militar entonces lo probó de esta manera según el autor…»yo tengo una credencial marcada a fierro en el pecho» dijo y rasgó su camisa mostrando dos tremendos costurones que le cruzaban el pecho». Esto sucedió en Uruguay…»cerquita» de Guerrero…

    1. gracias Rosario. es muy penoso ver gente haciendo de los parques su hogar y más si son ancianos, ya que eso dice mucho de nosotros como país. no somos un país maduro aun, ya que no estimamos la sabiduría de los ancianos. hay culturas en las que son los habitantes más importantes, debido a que con su experiencia el pueblo crece, aprende y evita reptir errores. te mando un gran abrazo!

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