El acá y allá de los niños migrantes
Hay rostros que son mapas humanos. Las historias se convierten en caminos que nos atraviesan la frente, el ceño, los ojos y los labios. Entre más vida recorrida, más profundos los surcos. Pero hay rasgos que no agrietan la piel por el tiempo, se aran con el despojo violento de la inocencia. Así se ven los niños migrantes.
A veces esos pequeños no huyen por miedo a sus padres; sino por los miedos de ellos. Son forzados a desplazarse por la posibilidad de encontrar bien. Allá, de donde salen, los mata la guerra, las bombas, el hambre, la violencia y los tres tiempos: el pasado, el presente y el futuro. Pasa en España y en El Salvador, dentro de México y en ese estrecho junto a Marruecos. La Unicef calcula que huyen de la guerra unos 55 niños por minuto tan solo en Ucrania; de Centroamérica son miles y ya perdimos la cuenta. La migración infantil no es un fenómeno nuevo.
Acá, en este Norte, el sistema migratorio de Estados Unidos recibe lo que queda de ellos al cruzar. A veces enteros por fuera y agrietados por dentro. Maduros, a la fuerza. Esas manitas sueltas cruzan fronteras en puños de impotencia y soledad. Que se salven ellos, piensan sus padres. Quizá todavía tienen tiempo.
En 2014 los veíamos llegar solos; eran cientos. En 2018, con padres que se quedaban con brazos vacíos y vientres fríos. Hoy están abandonados. Llegan a la frontera con la esperanza de pedir un asilo del maltrato o la negligencia, de la necesidad de estar lejos de su tierra y de los suyos. Porque acá -quizá- estarán mejor.
Esos niños no llegan a una tierra fértil. Se van de una hielera a un centro, de una familia de crianza temporal a otra; a veces se pierden en el sistema y viven, acá, eso que sus papás querían evitar allá. Su vida era una de esas monedas que se tiran al aire. Un volado por la mera posibilidad de algo… lo que sea. Y acá no se parece nada a allá.
Las autoridades de inmigración lo saben. Han visto tantos de esos rostros que irónicamente ya no los ven. Los barren con miradas de rutina, sin prestar atención. No pueden descubrir si esas marcas migraron con ellos o las arrugas les salieron en el camino. Pero los cuentan. Son cientos y vienen más. Sus historias se parecen.
El gobierno de Estados Unidos prometió acelerar el proceso de asilo para esos niños migrantes maltratados, víctimas de negligencia o abandono. Tendrán un presente, pero no podrán hacer las paces con el ayer. Quizá no puedan volver, al menos no pronto. Se sacrifica el pasado y el hoy por la ilusión de un mañana al que llegan rotos. Mueren un poco en el intento. Se despojan de la inocencia en un momento o un cúmulo de miedos migrantes.
Todo pasa en un instante… hasta la vida. Si tenemos suerte, la agonía nos dura poco; a ellos les dura desde el partir.