Escribo con el lápiz que Fabi usa para atarse el pelo
Una exploración ontológica que nos lleva de Fabi a la búsqueda de una "noche precisa".
Escribo con el lápiz que Fabi usa para atarse el pelo y la deja peinada como una geisha. Escribo en el cuaderno arrugado para tomar apuntes. Escribo así, de forma precaria, porque ese lápiz y ese cuaderno es lo único que encontré al llegar a casa a medianoche.
Fabi duerme con su pelo desparramado en la almohada y mientras la miro pienso “oscuridad de tinta derramada”, “rama de hojas deshojadas”, “deidad escita en cita con Rama”, “piedad y edad del drama“, “dríade en dorada rama”, “dama china en oscura enramada”. Cuando tengo más energía tengo más palabras, pero esta noche son solo estas. Las demás asociaciones no nacerán jamás, como esos huevos vacíos que se encuentran en los campos.
Me sirvo un vaso de cerveza de ayer, esa que retuvo el gas por la alquimia de una cucharita. Y entonces, bajo la pálida luz de la cocina y con los ojos que apenas brillan como un bus lejano, escribo. Y en un papel que parece emborronarse con patas de moscas descuartizadas, más que leer adivino lo escrito. “¿Es esto una forma de metafísica?” pongo. Y no sé de dónde me sale semejante estupidez. Ha de ser porque vengo de un curso de filosofía y hay palabras que aún se quedaron resonando en mi cabeza. Como esas luces que tras mirar el sol siguen brillando. Pero también pienso en la palabra “teología” y en la palabra “ontología” y en cuanto se parecen entre sí.
No pienso en conceptos cuando suenan las palabras en mi cabeza. Tan solo me quedo escuchando su música lingüística como una melodía arreglada por las generaciones de los hombres. Como se escucha el oleaje del mar en un caracol apagado. Y encuentro más sustanciales los sonidos que los significados; más reveladores los pentagramas que las etimologías. No. Decididamente yo no sirvo para la filosofía. El profesor, que hizo la distinción entre “conocimiento inteligible” y “conocimiento sensible”, se avergonzaría de mí.
¿Sirvo acaso para la poesía? No creo… Pero mientras no creo, a mi mente viene por asociación directa el título de un poema que leí alguna vez. Se llamaba “Teólogo en la ventana”. Trato de aplicarlo a mi presente, pero no puedo. No soy un teólogo sino un hombre cansado frente al ventanal del patio. Afuera los perros de Fabi duermen. Y estoy seguro que sus sueños en blanco y negro son más teológicos que mis pensamientos a todo color. Además ¿qué hace un teólogo en la ventana, incluso en la de un poema? ¿Saludar a Dios? ¿Ventilar su pieza con el aire de la creación? ¿Despejar sus ideas tomistas con la brisa de la lógica materialista? Un teólogo en la ventana es tan ridículo como un hombre cansado escribiendo la palabra “noche” poco antes de la medianoche.
Pero al escribir la palabra “noche” pienso en la tinta del cielo y por añadidura, en la tinta china del pelo japonés de Fabi, ese que dibujé alguna vez con fibra mientras ella dormía. Y también pienso en otras palabras y expresiones como “Parménides” y “Heráclito”; “Grecia y Egipto”; “lo Uno y lo Múltiple”; “¿Qué es lo que permanece a través del cambio?”.
Con esta pregunta vuelvo a la pieza de mi mujer. Y la respuesta vuelve a ser su pelo. Porque en la eternidad de esta noche, eso no cambiará jamás.
Vendrán más noches donde su pelo se irá volviendo más blanco, noches en las que yo no tendré vista ni energía para escribir aunque lo quiera. Muy pronto ninguno de los dos estará más en el mundo. Y en este suburbio puntual de Villa Nueva, acaso otro hombre cansado pretendiendo pensar en un curso de filosofía intentará una oda al pelo de su amada. Y esto será, sin dudas, «el eterno retorno»; “Nietzsche”, “el tiempo cíclico” y “el origen de la tragedia”. Pero yo no quiero retorno alguno. Sólo la eternidad primera y última de lo que permanece. Yo quiero el “ser” de Parménides. Quiero esta noche precisa. Quiero el origen y no la tragedia. Quiero Platón y no Nietzsche. Quiero todo eso para que el pelo de Fabi no se apague como una luz lejana y se vuelva tinta en los cuadernos del futuro y oda antes de doce. Una oda escrita con el lápiz que liberó su pelo y todos estos pensamientos.