En vez de desfilar en sus campus con solidaridad y orgullo, los miembros de la clase de 2020, los que la semana pasada terminaron la universidad, presenciaron su propia graduación desde la soledad de sus pantallas de computadora, después de haber perdido gran parte de su último semestre.
Algunos, en sus casas, igual vistieron la toga, el birrete, las bandas universitarias, los cordones de honor.
Pero no es lo mismo. Nadie los vió. Los graduados de 2020 no desfilan al tradicional son de la marcha “Pompa y Circunstancia” de Elgar. Están en sus casas, emocionados pero preocupados.
Ni marcharon en el día de su graduación. Ni arrojaron sus birretes por el aire al término de la ceremonia. Ni se fundieron en abrazos con sus compañeros de clase, para luego separarse e iniciar su carrera profesional.
Presenciaron su propia victoria en la más extraña de las soledades. Compartida. Igual se sintieron felices y satisfechos por haber terminado un ciclo crucial de sus vidas.
La educación superior es la base de la superación para millones de jóvenes. Es el sueño americano para quienes son los primeros en tener un título universitario. Y uno de los pocos elementos de verticalidad social para las familias humildes que quedan.
O que quedaban.
Son casi cuatro millones de ciudadanos listos para integrarse a la sociedad como personas productivas, en camino a su realización personal y familiar.
Una vez recibidos, los jóvenes graduados, ya no estudiantes, ya adultos e independientes, salen al mercado a buscar dónde aplicar sus habilidades.
Allí encuentran la nueva realidad. En el caos del coronavirus, casi 40 millones de puestos laborales se esfumaron en pocas semanas. Los empleos bien pagados son más escasos que nunca. Industrias enteras están en vías de desaparición. Parte de la economía está en ruinas.
Incluso los puestos de pasantes (interns), quienes trabajan gratis por meses, desaparecen vertiginosamente.
Y si empleados veteranos y experimentados pierden sus trabajos, los nuevos profesionales tienen pocas probabilidades de conseguirlos.
La clase de 2020 está en crisis antes de salir a la calle.
En vez de unirse a las filas de los que cumplen sus aspiraciones, son arrojados a la pesadilla del desempleo. E incluso si hoy desapareciera la crisis del coronavirus, la recesión podría durar años y retrasar su progreso profesional, obligándoles a aceptar empleos de menor calidad y retrasar sus promociones.
El problema es mayor entre nuestros graduados latinos. Muchos provienen de familias de escasos recursos y no pueden esperar hasta conseguir un empleo que justifique su inversión en educación. Como si eso fuera poco, las ramas económicas más dañadas son donde es alto el porcentaje de empleados latinos: hoteles, bares, restaurantes, la construcción, pauperizando a sus familias.
Y más aún entre los miles de jóvenes hijos de inmigrantes indocumentados y que llegaron en su niñez a este país que hoy es el suyo. Que además de todo están en ascuas esperando el dictamen de la Suprema Corte de Justicia sobre la legalidad de DACA, el programa que les permite trabajar legalmente y no temer la deportación.
Nosotros como sociedad tenemos una deuda con la generación joven. Una responsabilidad para que al crecer, se inserten en la sociedad como gente de bien, productiva y contribuyente al bien común.
Apoyemos a la clase de 2020.
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