Lejanías (In Memoriam Esther Seligson)
In memoriam
Esther Seligson
(1941-2010)
Sé que es un sueño porque la nada surge en mí como la sombra que sostiene mi levitación. Es otra vez esa vieja calle donde caminaba siempre al lado de mi abuelo. Aparecen el árbol y la infinita calma de mis soledades, ancla al fin de los rescoldos de esa antiquísima mirada que aprendí a ser. Levitar incluye varias sensaciones: vencer ese miedo de no pisar en firme, suspirar felicidad por eso, cerrar los ojos bien abiertos para provocar otro sueño dentro de ese sueño que me empieza a demostrar que no soy más que aire a la deriva, pero sobre todo ese deseo de no despertar sino en otro sueño que evocara tu sonrisa. De qué color es lo que sientes al besar, me dices en el sueño, y respondo que nada tiñe esa sensación, que los labios ya no son nuestros cuando besan. Y cerramos los ojos para colocarnos en nuestra propia mirada, en nuestra propia página ensoñada. Despertar. No, mejor no abrir los ojos, sino despertar para adentro, hacia la lejanía de nuestras soledades, hacia la soledad de nuestras lejanías. Dónde estamos, dónde permanecemos errantes, pregunta el eco de la voz de mi abuelo. No sabemos responder. Estamos. Somos nuestro viaje. Somos nuestra propia respuesta a la morada que nos cobijó en el tiempo. Y tocamos la aurora en otro puerto, en otras manos, en otro beso. Pero la mirada sostiene la sed del horizonte, ese que no desaparece y se construye sobre olas y palabras, brazos abiertos y sensaciones pasadas, presentes en la memoria de un momento silencioso, anochecido en su nostalgia, en su voz perdida. En su gozo. Y las calles que alguna vez pisamos no desaparecen. Se multiplican en la sombra de una nueva ciudad, de una esquina quebradiza, de un idioma fisurado, inentendible, que descifra en otros signos su propia destrucción. Lenguaje de unos pasos, huellas que no se corrompieron, fieles a la historia personal de la melancolía, esa piel de la memoria que habita en su propia vigilia. Y sin embargo es ésta otra ciudad, no aquella donde el sol se hermana con la lluvia, donde el grito cala noche y día, donde se ríe de lo que no se es y se es porque se ríe. Aquella ciudad con olor a historia, a sangre como único verbo, dueña y propiedad del perro callejero que nos mira con desdén o como uno más de nosotros. Los otros. Pero estas lejanías cada vez más frecuentes, entre abismos ahora rutinariamente desgajados, me convierten en mi propio peregrino, exiliado de mí mismo. No estás, y al no estar ya no soy búsqueda. Soy un rostro, una huella. Un sueño.
David Torres
Los Angeles, California,
Estados Unidos