Navajos, una larga historia de discriminación
Le cortó el pelo a una niña de la Nación Navajo y a otra le preguntó si estaba disfrazada de “india maldita”
La Corte de Apelaciones de Nuevo México reactivó una demanda contra una maestra que en una escuela de Albuquerque le cortó el pelo a una niña de la Nación Navajo y a otra le preguntó si estaba disfrazada de “maldita india”. La maestra de inglés se llama Mary Jane Eastin y el hecho sucedió en Halloween de hace cinco años, pero la demanda prosperó en las últimas semanas, a partir de junio de 2023, el proceso judicial continúa y lo nuevo es que también ha dado lugar a nuevas leyes que prohíben la discriminación basada en peinados y tocados religiosos.
El hecho parece surgido de alguna de las novelas negras de Tony Hillerman, aquel escritor que dedicó toda su obra a la Nación Navajo. Entre 1970 y 2006 publicó 18 novelas negras en las que los personajes protagónicos son Joe Leaphorn y Jim Chee, dos agentes de la Policía Tribal Navajo. En 1987, el Concejo Tribal Navajo le concedió el premio Dineh (como ellos se autodefinen), “por haber reflejado con fidelidad y honestidad la cultura del pueblo navajo”.
El navajo es el pueblo originario más numeroso de los Estados Unidos, con alrededor de 300 mil integrantes, y comparte con los apaches la gran familia lingüística atapascana. Están principalmente en el suroeste del país y deben su nombre a los primeros colonialistas españoles, que los llamaron “apaches del Navajó”, mezclando la palabra apachú, que significa indio enemigo, con un topónimo. Pero el nombre que ellos mismos se dan es el de dineh, que significa “el pueblo”.
“La lluvia se trocó repentinamente en una nevada cuyos copos semejaban palomitas de maíz que golpeteaban en el cuello de Jim Chee, bajaban por el cuello de su uniforme y le provocaban un estremecimiento de frío. Era el tercer día de noviembre, según el calendario del First National Bank que Chee tenía sobre su escritorio, y justo al comienzo de la estación en que el trueno dureme, según el menos preciso y tradicional calendario del dineh. En cualquiera de los dos calendarios era demasiado pronto para semejante tiempo, incluso a los 2.500 metros de altitud de la ladera del monte Taylor… Echó un vistazo a su vehículo, un Chevrolet blanco con el emblema de la Nación Navajo y la leyenda de la Policía Tribal Navajo pintado en la puerta. Podía volver al coche y encender la calefacción. Podía buscar refugio en la entrada de la residencia de Benjamín J. Bains y volver a tocar el timbre unas cuantas veces con la esperanza de llamar la atención de alguien. El timbre emitía un melodioso sonido musical que Jim escuchó con curiosidad a través de la maciza puerta. La tercera alternativa era subirse el cuello de la chaqueta para guarecerse de la nieve, y seguir satisfaciendo su curiosidad con respecto a la casa. La había proyectado el célebre arquitecto Frank Laurent Raid, y estaba considerada una de las más lujosas residencias de Nuevo México. La curiosidad que despertaba en Chee, como todas las cosas del hombre blanco, era muy profunda, y en aquel momento lo era todavía más, porque cabía la posibilidad de que Chee entrara en aquel extraño mundo. Faltaba muy poco para el 10 de diciembre, fecha en que debía decidir si aceptaba un nombramiento para el FBI y un puesto en el círculo de los timbres melodiosos”.
Es un fragmento del inicio del capítulo dos de la novela El pueblo de la sombra, la cuarta novela de Tony Hillerman, de 1980. Allí aparece Jim Chee, sargento de la Policía Tribal Navajo, quien debe investigar el asesinato aparentemente sin motivación de uno de los miembros de su pueblo, enfermo terminal de leucemia; una caja sin valor, aparentemente robada a un millonario, trae del pasado una trama de codicia y muerte y caza de seres humanos. El sargento Chee se mueve entre su mundo navajo y el mundo de los blancos, y esta es la excusa para mostrarnos a nosotros, lectores, una realidad todavía presente: el choque de culturas.
Gran conocedor de la cultura navaja, con un talento extraordinario, Tony Hillerman ha sabido combinar la acción y el suspenso con la vida y costumbres de los actuales navajos, confinados en reservas, principalmente en el llamado “Four corners”, la Nación Navajo, un área de 70 mil kilómetros cuadrados en el vértice de los estados de Arizona, Utah, Colorado y Nuevo México.
Estamos hablando de un territorio más grande que Nueva Inglaterra, pero árido y abrupto, atravesado por la violencia, el tráfico de bienes arqueológicos, el accionar de grupos supremacistas blancos, y los vicios y la ilegalidad que siempre traen los casinos y el juego. Su escasa población está sometida a duras condiciones de vida y a la pobreza. “Hoy en día, el 42 por ciento de la población navaja vive bajo el nivel de pobreza y el 48 por ciento se encuentra en situación de desempleo. Los ingresos per cápita rondan los 7.200 dólares, cuando la media nacional es de 30.000. Solo un 7 por ciento de los navajos posee un título universitario y todavía hoy hay miles de hogares sin electricidad y un 40 por ciento de la población no tiene acceso a agua corriente. Los índices de criminalidad en la reserva son alarmantes, superiores a los de grandes ciudades como Boston o Seattle. La falta de recursos e infraestructuras a menudo se traduce en dificultades para acceder a alimentos saludables, de modo que casi un tercio de la nación padece diabetes”, según el sitio El Orden Mundial.
La gran marcha
Esta situación de marginación y opresión se remonta a la colonia, pero se intensifica con el mismo proceso de formación de los Estados Unidos y ni hablar durante su expansión hacia el sur y el oeste. Ya en la Declaración de la Independencia, escrita por Thomas Jefferson y adoptada formalmente el 4 de julio de 1776, se dice que las rebeliones indígenas eran fomentadas por el rey de Inglaterra: “Ha provocado insurrecciones domésticas entre nosotros, y ha pretendido echarnos encima los habitantes de nuestras fronteras, los indios salvajes inmisericordes, cuyo dominio del arte de la guerra consiste en la destrucción de toda persona, no importando su edad, sexo o condición”. Está clarísimo: de un lado los indios inmisericordes, del otro lado, las personas. La declaración de la independencia empieza diciendo que “todos los hombres son creados iguales”, pero el detalle es que los miembros de los pueblos originarios no están contenidos, como tampoco los esclavos afro ni las mujeres.
En La otra historia de Estados Unidos, Howard Zinn sugiere que “(c)on la expulsión de los británicos, los americanos podían empezar el proceso inexorable de desplazar a los indios de sus tierras, matándolos si mostraban resistencia. En resumidas cuentas, como lo expresó Francis Jennings, los blancos americanos luchaban contra el control imperial británico en el este, y por su propio imperialismo en el oeste… La mudanza de los indios, como amablemente la han llamado, despejó el territorio para que fuera ocupado por los blancos. Se despejó para sembrar algodón en el sur y grano en el norte, para la expansión, la inmigración, los canales, los ferrocarriles, las nuevas ciudades y para la construcción de un inmenso imperio continental que se extendería hasta el Océano Pacífico. El costo de vidas humanas no puede calcularse con exactitud, y en sufrimientos, ni siquiera de forma aproximada”.
En el caso de los navajos, el comandante encargado de expulsarlos de sus tierras se llamaba James Carleton, y escribió en 1861: “Si el ejército colocara a los navajos en una reserva, lejos de las guaridas, colinas y escondites de su país, adquirirían nuevos hábitos, nuevas ideas, nuevos modos de vida. La mejor manera de civilizar a los navajos es a través de sus hijos. Los jóvenes tomarán sus lugares sin estos anhelos y así, poco a poco, se convertirán en un pueblo feliz y satisfecho”. Carleton se refiere a lo que conocemos como genocidio cultural, a veces disfrazado bajo el eufemismo de asimilación. La política oficial de los Estados Unidos se resumía en un concepto muy claro: “Matar al indio para salvar al hombre que hay en él”. Y matar podía ser entendido en forma literal o bien matar su cultura, su idioma, sus creencias y tradiciones, para asimilarlo.
Carleton mandó al coronel Kit Carson, y emplearon la táctica de la “tierra quemada”, destruyeron plantaciones y acabaron con el ganado para que los navajos solo tuvieran dos opciones: la rendición o morir de hambre. Finalmente, luego de muchas muertes, más de 8500 indios navajos se rindieron y fueron víctimas de deportaciones masivas desde sus tierras hasta una reserva en el este de Nuevo México. Fue lo que se llamó “La Gran Marcha”.
Algunos murieron de hambre, al menos 200 perecieron en esa larga marcha de más de 500 kilómetros hasta la reserva de Bosque Redondo, un pedazo insuficiente de tierra estéril con agua salada, que, mediante epidemias, mató a cientos más. Recién en 1868, el gobierno reconoció que allí nadie podía vivir y les permitió a los navajos que volvieran a su territorio, pero claro, muchísimo más reducido.
En 2015, un grupo de jóvenes navajos emprendió una vez más la marcha en lo que llamaron Our Journey for Existence (Viaje por nuestra existencia). Caminaron 1.000 millas para recordar “La Gran Marcha”, de 150 años antes, pero también para protestar contra el avasallamiento y la ocupación de sus territorios sagrados, por parte de empresas petroleras que contaminan con la práctica del fracking (https://www.youtube.com/watch?v=g0pbKAhBysw).
Una de esas explotaciones sobre tierras ancestrales de la Nación Navajo estaba cerca de Salt Lake (Utah) a cargo de una empresa angloaustraliana llamada Minera Río Tinto, como informó en aquellos tiempos el Huffington Post. Pero había y hay muchas otras empresas que muestran su ambición sobre estas tierras, y no sólo por el gas y el petróleo, también por el cobre, el uranio y otros metales pesados, produciendo el envenenamiento de la tierra, el agua, el aire y las vidas humanas.
¿Asimilación, integración?
El cinismo y la doble vara ha sido una constante en nuestras sociedades con los pueblos originarios (first nations), y el mejor ejemplo es el pueblo navajo, con su cultura y su idioma. Durante la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos usaron la lengua del pueblo navajo como un código secreto para mandar mensajes que no pudieran ser descifrados por los enemigos japoneses. Más de 500 integrantes de pueblos originarios, principalmente navajos, fueron reclutados en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, para enviar y recibir dos tipos de mensajes tácticos secretos, unos con un código que usaba palabras en navajo para cada letra del idioma inglés, y otro con un cifrado más simple que suplantaba el inglés por el dineh o navajo. Por ejemplo, pez de hierro en idioma navajo era el submarino. Fueron los llamados “code talkers” y gracias a ellos, se ganaron varias batallas contra el Eje en el Océano Pacífico. El código nunca fue roto, pero no hay escuelas que en la actualidad enseñen el dineh o navajo, y si un niño o niña lo usa, es reprendido por sus docentes.
Lo que brutalmente decía James Carleton en 1861 con aquello de que “la mejor manera de civilizar a los navajos es a través de sus hijos”, lo siguen diciendo muchos, pero con palabras más amables como “integración”, incluso con supuestas buenas intenciones.
Y entonces surgen casos como el de la maestra Mary Jane Eastin, que en una escuela de Albuquerque le cortó el pelo a una niña y a otra le preguntó si estaba “disfrazada de maldita india”. En una festividad de Halloween de 2018, la maestra de inglés estaba vestida de bruja vudú y comenzó un juego en el que ella hacía preguntas. A quienes respondían bien en el aula, premiaba con malvaviscos y a quienes respondían mal, les hacía comer comida de perros.
En un momento, Eastin le preguntó a una niña navajo si le gustaban sus trenzas, y le cortó con tijeras unos 8 centímetros de su pelo. La otra estudiante, McKenzie Johnson, entonces tenía 16 años, y es la demandante. Se había disfrazado de Caperucita Roja y la maestra le preguntó si estaba disfrazada de “maldita india”.
El superintendente del distrito escolar presentó disculpas y dijo que la maestra Eastin había sido apartada de su cargo y que no volvería a las aulas. Sin embargo, la demanda judicial siguió su curso, presentada por la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) contra la maestra y también contra las escuelas públicas de Albuquerque y por fomentar un ambiente hostil en las aulas.
En un principio, una corte de primera instancia falló que una escuela secundaria no es una “instalación pública” bajo la ley estatal de derechos civiles. Pero ahora, el nuevo fallo devuelve la demanda a la corte para que se proceda a una audiencia.
En sus considerandos, la sentencia dice que todos los “estudiantes deben sentirse seguros en la escuela y confiados en que se respeta su historia, cultura y dignidad personal en las escuelas públicas a las que asisten”. “Si un funcionario de escuela secundaria pública negara sus servicios a un individuo sobre la base de su raza, religión u orientación sexual, sin duda se aplica la ley de derechos humanos de Nuevo México”, dijo el juez de apelaciones Miles Hanissee.
Según el subdirector de ACLU Nuevo México, Leon Howard, el fallo con el que la Corte de Apelaciones reactivó la demanda afirma que las escuelas públicas están sujetas a la ley estatal de derechos humanos.
El caso está abierto, pero muestra un tema irresuelto, el de la discriminación y los delitos de odio y racismo contra las poblaciones originarias. Lo reflejan las novelas negras de Tony Hillerman, con sus protagonistas policías de las reservas del pueblo navajo. Lo muestra también este caso de Albuquerque, en Nuevo México. Y lo ponen en evidencia los jóvenes navajos cuando caminan cientos de millas para evocar La Gran Marcha, de 1861, y para protestar contra la contaminación de sus tierras y cursos de agua por las empresas mineras en pleno siglo XXI.
Lo muestra un pueblo que se resiste a morir, ya sea en deportaciones, en confinamientos o perdiendo su cultura, su idioma y sus creencias en aras de una supuesta integración que, cuando no es consensuada, es asimilación y se parece mucho al exterminio.
Uno de los jóvenes navajos, evocando la Gran Marcha y la reclusión en reservas indígenas, dijo: “Enjaula al tejón e intentará salir de su prisión y recuperar su madriguera natal. Encadena al águila al suelo, se esforzará por obtener su libertad y, aunque fracase, levantará la cabeza y mirará al cielo, que es su hogar, y queremos volver a nuestras montañas y llanuras, donde solíamos sembrar maíz, trigo y frijol”.
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