El viaje de vuelta a México
Del aeropuerto de Los Ángeles salí apresurada entre adioses no deseados y deseos de buenaventura. Y los compartí con mis compañeros de mi viaje a México de regreso. Siento que estoy en cada una de sus historias, así como ellos están en la mía. Es que somos viajeros.
Guadalupe
Vive en el Valle de San Fernando, tiene 50 años, dice, y varios nietos, todos ellos nacidos en Estados Unidos. Viaja a Puebla a enterrar a su padre; el día anterior le avisaron de su muerte, aunque ella sabia de su Alzheimer y se había despedido de él en su ultima visita hace ya mas de tres años.
Hermanados por la desgracia platicamos sobre la dura soledad de la vida en Estados Unidos y las dificultades de ser inmigrantes. Guadalupe viene a México por solo una semana, porque su patrón en la fábrica donde trabaja no le dio más días. Su esposo se quedó en Los Angeles y ella viaja con una hermana menor.
Mi compañera de vuelo: por ser la hija mayor convivió más con el padre cuando era hombre joven y conoció de cerca las tribulaciones del matrimonio. Sus padres se separaron hace tres décadas y él vivió desde entonces solo en el estado de Tabasco. La maltrataba muchísimo, le pegaba casi todos los días cuando estaba tomado, dice.
Pero cuando el hombre cayó enfermo su antigua familia lo recogió. Su esposa volvió a ser su esposa y sus hijos sus hijos. Lo vinieron a buscar y lo cuidaron desde aquel día y hasta su muerte. Las familias aquí lo perdonan casi todo.
No hubo en ellos quien concibiera que esa persona que dañó en el pasado no debía volver, dice Guadalupe, porque quien volvió ya no era él, dejo de ser aquel padre maltratador cuando perdió la memoria y olvidó el daño que hizo. Ella fue afortunada, pudo venir al sepelio de su padre para vivir el duelo con su familia, muy de cerca, y yo no pude, y le muestro el libro de memorias que produjimos para mi padre, y lloramos abrazadas de asiento a asiento. Yo me contento con visitar la tumba del mío, y platicarle que estoy de regreso, que vivo otra vez en México, le digo.
Así logro recordarlo vivo, aconsejando, riéndonos.
Doña Anita
Está en el asiento de la ventana, tiene frío y le ofrezco cambiar de asientos, y hablamos. Vive en el Estado de México, es bajita, delgadita como mi madre. No escucha bien, hay que repetirle las preguntas y las respuestas.
Vuelve después de seis meses en San Francisco con cinco de sus hijos, que la comparten mientras los visita. Dice que en San Francisco cala en la cara el viento inclemente. Hablamos de sus hijos, 14 en total, de los que le sobrevivieron 11, seis la esperan en el Estado de México y el resto hace más de 20 años que emigraron a Estados Unidos, y aún no tienen papeles.
Es viuda y por eso viaja sola. Antes lo hacia con su esposo, pero la diabetes los separó hace ocho años. Me ruega que le ayude a llenar las formas de aduana; su dirección en México no la sabe bien, así que saca sus credenciales del Instituto de la Senectud y del Instituto Federal Electoral para que yo la copie.
Pasamos a recoger las maletas y después, a la aduana. Somos afortunadas: al apretar el botón que determina si revisarán nuestras maletas o si confiarán en nuestra declaración firmada de que no traemos mercancías que se deban declarar ni más de 10,000 dólares en efectivo, se prende la luz verde. Y seguimos hacia las puertas que se deslizan y se abren hacia nuestro México querido.
Ahí están los hijos de Doña Anita que la reciben, todos juntos, los nietos que la abrazan. La pasan de brazo en brazo. Las maletas que trae son inmensas -tuvo que pagar cien dólares por cada maleta extra- pero vale la pena, dice, traje cosas para todos, los hermanos de allá se preocupan por los de acá. Estoy feliz de volver, yo no puedo vivir sin ninguno de ellos, dice. Y nos despedimos.
Doña Clotilde
Llegar fue estrepitosamente feliz. Incluso esperar a mi familia en la sala de llegadas internacionales. Mi viaje de vuelta a México. Esperaban, como yo, varios mexicanos que llegaron más temprano desde Chicago, las maletas son inmensas, Doña Clotilde y su andadera tiene cuatro cajas gigantes. Me bajaron de la silla de ruedas donde venia, dice, y ahorita no me moveré de aquí hasta que mis hijos lleguen por mí.
Felipe y Lucia en su viaje a México
Como yo, Felipe espera a su cuñado en la sala de llegadas Internacionales del Aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de Mexico. Es joven; vivió en Long Beach desde los siete años, cuando su papá lo llevó a Estados Unidos. Fui a la escuela allá, dice, pero ya llevo tres semanas sin jale, ya me casé, dice, señalando con el mentón a su esposa que busca entre las caras a su hermano. Felipe y Lucia son del mismo pueblo en Oaxaca.
Los dos tienen 24 años. Antes de casarse mandaron dinero a México para que se comprara un terreno y se construyera su casa, en Atizapán de Zaragoza, Estado de México.
Encontraron cómo mandar sus cosas desde Long Beach, usando el servicio de transportes y mudanzas llamado México Lindo, lo cobran 150 dólares por una caja de cinco pies cuadrados, es tardado, dice, pero seguro, en veinte días llegaron nuestras cosas, estuvo muy bien, ya tenemos todo para decorar nuestra casita, dice.
Se quedarán quince días acá para visitar a la Virgen de Guadalupe en la Basílica de la Ciudad de México, porque le prometieron visitarla si les concedía traerlos con bien, y luego irán allí, a Oaxaca, a su pueblo, a sus madres a quienes no han visto desde que eran niños, hace ya más de 17 años.
Vienen con muchas esperanzas, porque el cuñado les prometió conseguirle un jale acá, quizá donde él mismo trabaja, en una fabrica de plásticos. Me quede impresionado al llegar en el avión, dice Felipe, las luces de la ciudad estaban por todas partes, no se veía final, y la gente es muy amable, estoy muy feliz de haberme venido y de no haber creído a quien me decía que acá estaba feo, que no me iba a gustar.
Porque me gusta, dice, México.
Termina el viaje de vuelta a México: mi madre
Allá viene mi familia. Dos de mis hermanas, un sobrino y un cuñado vinieron a buscarme. Mi sobrino tenía nueve años cuando me fui de México. Ahora es un hombre y carga las maletas en el auto. Enfilamos por todo el circuito interior hasta la avenida San Cosme. Mi madre me abraza, llora, me acaricia, llora un poco más, porque sabe que hoy vengo sin fecha definida de regreso, quiza por un mes, quiza por dos, quiza para siempre. Por lo pronto estoy feliz, inmensamente feliz.
Nota del editor
Este texto testimonial y emocionante de Saraí Ferrer lo escribió en 2009. Saraí ahora vive en Estados Unidos.
Gracias Saraí por compartir estas historias de retornos, incluído el tuyo.
Me recuerda algunas sensaciones del pasado, como reconocer los lugares que dejaron de ser los mismos, vivir donde se vivió una vez y que ya no se parece a lo que uno recuerda. Ver los mismos paisajes con algunos rasgos distintos, volver a percibir los mismos colores, sabores, olores, texturas que hace años dejaron su lugar a otros nuevos. Reencontrarse con la familia, ver amigos olvidados, regresar a casa.
Todos los viajes son diferentes y sin embargo similares. Como un puente en el tiempo. Uno deja de hacer lo que hace siempre y está en espera de comenzar a hacer algo nuevo. En ese lapso, breve pero tangible, la comunicación es posible, la solidaridad. Puede ser un momento dramático, como el de un refugiado que huye de la guerra, como de esta mujer cuyo padre falleció y ella va a sepultarlo. Sarai lo cronica, lo documenta. Me gusta. Es como para el comienzo de un relato largo, tan largo como la nueva estadía.