La adolescencia en la cárcel
Después que la ventana sellada se cerró y el teléfono se colgó y la silueta de la persona a quien yo visitaba en la cárcel el 23 de diciembre desapareció, pude pensar, aunque traumatizada, en esas familias que visitan a algún descarriado adolescente que se salió de los moldes de un hogar en donde supuestamente se trata siempre de inculcarle a los hijos los mejores conceptos. Quiero creer que en su mayoría esto es así. La actual familia estadounidense y latinoamericana está en «trance», preguntándose cómo pasó y otros, los peores, saben que la influencia para el robo y el consumo de drogas salieron del mismo hogar.
Ya sabemos que el crimen está azotando a nuestros pueblos y ciudades. Hemos leído incalculables estadísticas, reportes, porcentajes… El consumo de estupefacientes entró por la puerta ancha de manera devastadora consumiendo a nuestros adolescentes con la muerte y el vicio.
¿Cómo llegó taimadamente a los hogares sin que los padres pudieran percatarse de que comenzaba, se desarrollaba, sentándose en un trono de perversión hasta enviciar a los adolescentes que, también ellos, son usados? Perpetúan el negocio de los «empujadores», muchas veces también ellos adolescentes ya enviciados u hombres que se las saben todas. El vicio no está de puntillas, sino de paso firme y hasta en la escuela primaria.
Las familias de los delincuentes viven la tortura de ser llamados por la policía, el hospital o la morgue.
Con gran destreza el adolescente aprende a mentir, a encubrir un delito que ya está ejecutando. El nuevo actor del crimen quiere sobrevivir en la calle, pero también en el seno familiar, y vive engañado y engañando.
El 23 de diciembre me encaminé a la cárcel de la ciudad de Redwood, California. Un familiar me preparaba para lo que debía hacer o decir, y encima, me sugirió que no llorara.
Todas nuestras pertenencias: bolsas, paquetes, joyas, se depositan antes de entrar al salón de espera. Estamos acompañados. Algunos parecen acostumbrados, pero no por ello menos ansiosos.
Una madre, nerviosa, sudando, entra en un como letargo, parece que va a desmayarse. Será, pensé, una novata. Como yo.
Afuera, mientras aguardábamos, escuché la conversación de unos familiares. «Y ¿cuándo crees que saldrá en libertad?» «Cómo, ¿no sabías? Mató al jovencito por un negocio que salió mal.»
Un timbre avisa que ya podemos entrar. Esperamos fuera de una cabina. Otro timbre confirma que el adolescente está listo para la visita.
En algunas cabinas la gente se ríe. En otra, llora amargamente y trato de recordar: no debo llorar. Mantener una conversación normal. Que no fallen los nervios. ¡Como si fuera posible! Hace cinco años él aún reía y celebraba en una fiesta navideña.
Ahora pesa 220 libras. Es un hombre musculoso. Sus ojos carecen de brillo. Está ya rehabilitado de las drogas, pero luce ausente. Eso sí, le da gusto verme. Recordamos los paseos a Santa Fe, al club de tenis, a la Pastorela de San Juan Bautista, a los tiempos en que yo lo cuidaba y le leía leyendas. La conversación es tranquila aunque dolorosa.
¿Y ahora? ¿Qué puede esperarse? Todos los presentes sabíamos que en Redwood se celebraría un juicio para determinar, de acuerdo con los cargos, a qué cárcel sería trasladado. Tal vez, San Quintín.
Los adolescentes encarcelados son de familias pudientes, de clase media o pobres. Independientemente son criminales de diferente cuantía.
Debemos involucrarnos más en lo que pasa en la calle, dentro de nuestros hogares y los de otros. ¡Prepararse, instruirse es el grito de alarma!
«Así se ve la cocaína crack, aparentemente inofensiva; de hecho, un pasaporte al infierno.»
No son solamente estos jóvenes quienes necesitan ayuda psicológica. También los familiares. A todos se les ha pasado factura. El drama, sí, llega a la escuela primaria. Es necesaria la vigilia, la asistencia comunitaria, el tratamiento psicológico, el «boot camp», todo lo que sea necesario. Hay que apelar con gran energía al gobierno mercenario que ha cortado recursos tan necesarios. El padre debe prepararse para saber lo que en realidad hacen los jovenes en la calle, en la escuela, con sus amigos. A esta altura del crimen, la inocencia, la ceguera por parte de familiares es repudiable. Hay que querer entender y entender lo que hay de veras. Negar la verdad, también es un crimen. Lo sé: he sido maestra de escuela pública.
Llegó el momento de despedirnos. Un timbre más nos avisó que era hora.
La cabina se apagó y yo vi la espalda ancha y robusta de mi nieto de casi veinticinco años perderse por una ventana sellada, fría y dolorosa donde ya un teléfono descansaba muerto.