Arlt o la invención del escritor proletario en la Argentina

Hace 90 años, Roberto Arlt cerraba el ciclo de sus “Aguafuertes Porteñas”, las crónicas que publicara durante cinco años en diversos diarios de Buenos Aires. Con el ácido de los viejos grabados y la sangre del joven escritor, había creado un nuevo oficio en la naciente sociedad de consumo

En literatura argentina, la palabra “aguafuerte” no sólo remite a la crónica urbana sino a su inventor: Roberto Arlt. Y al mencionar a su autor, automáticamente podemos decir algo más sobre esos textos; y es que debían ser escritos de manera cotidiana y directa, del mismo modo en que un panadero amasa el pan del día o un albañil añade hiladas de ladrillos a una casa. Quienes escriban desde “sedantes empleos nacionales” o minuciosos trabajos de campo sobre cualquier tema “urbano y humano” (temas que Roberto Arlt pareció agotar en apenas cinco años), podrán componer, quizás, excelentes crónicas, pero nada tendrán que ver con el espíritu de las “aguafuertes”; con su concepto de “instantánea espiritual” en relación directa con el “álgebra de la necesidad”. En una palabra, se podrá ser un buen cronista con otros métodos, pero jamás un “aguafuertista”; del mismo modo que un terrateniente no podrá ostentar jamás el título de “jornalero”. Y acaso esta “proletarización de la escritura” sea otro de los maravillosos “copyright” de Arlt, que si bien se pasó la vida buscando patentar un invento que lo hiciera millonario (medias de mujer cuyos puntos no se corrieran o una tintorería para perros) acaso no hubiera soportado vivir con privilegios.

Goya y después

Sin embargo, antes de Roberto Arlt el “aguafuerte” ya era un género pero no de la literatura sino de las Bellas Artes; una técnica de grabado consistente en dibujar sobre una plancha de cobre previamente lustrada con cera anti-ácido. Tras el dibujo, la plancha se sumergía en una solución de agua y ácido (el “aguafuerte” propiamente dicha), sumamente corrosiva para el cobre. Esto significaba que el líquido “comía” el trazado del lápiz, pero no las partes enceradas; por lo que, una vez lavada la chapa, quedaba “calada” por efecto químico y lista para entintar e imprimir.

Si bien el aguafuerte data de los siglos dieciséis y diecisiete (fue usada por maestros holandeses como Durero y Rembrandt) se popularizó en el dieciocho y diecinueve con artistas como Francisco Goya o Gustave Doré.

La maravillosa prestación del “aguafuerte” era, entre tantas, que daba la posibilidad de hacer varias copias “de autor”, como pasó exactamente con la imprenta. De este modo, el arte de grandísimos pintores se popularizó de manera exponencial. Pero también se podían hacer libros con “ilustraciones originales”, es decir, grabados impresos en las páginas. Esos artistas que, como Goya eran contratados por la corte, de pronto pasaron a crear “desde y para” el pueblo. Y estas aguafuertes no eran “a pedido” de la nobleza sino que nacían de la propia necesidad del artista; como si la misma técnica les hubiera permitido, además, que un dibujante dejara de ser un “pintor funcional de la nobleza” para volverse un artista total; cambiando los obligatorios temas del palacio por aquellos que le suministraban las calles.

Aguafuerte y aguatinta de Francisco Goya. Año 1799. El sueño de la razón produce monstruos. Copia Nº 43 de la serie de Los Caprichos. Museo del Grabado. (Zaragoza)
Foto: Oficina de Turismo de Zaragoza

Y de hecho, será el propio Arlt quien explique esta maravillosa alquimia en el aguafuerte titulado “El placer de vagabundear”: “…en realidad ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo”.

Por eso es que, desde su fanatismo por Goya y, también adhiriendo a un arte que lo acercaba irremediablemente a las clases populares, Arlt bautizará como “aguafuertes porteñas” a las semblanzas que escribirá, a modo de columna periodística, durante 5 años consecutivos en varios diarios de Buenos Aires, principalmente en “El Mundo” dirigido por otro escritor, Alberto Gerchunoff. Este período comprendido entre 1928 y 1933 coincidirá, además, con la publicación de sus libros icónicos. Y la primera edición de sus “Aguafuertes porteñas” aparecerá, efectivamente, en 1933 como un cierre de ciclo. El libro contendrá una mínima selección de las más de “mil y una crónicas” que Arlt publicara para ganarse la vida, mientras escribía el núcleo fundamental de su narrativa; una de las más potentes y revolucionarias de la literatura en español del siglo veinte.

Molinos de viento en Flores

Si alguien pregunta sobre los “temas” de las aguafuertes, se podrá contestar que “abordan personajes, lugares y situaciones de la Buenos Aires de los años ´20 y ´30”. Pero esta respuesta, aunque correcta, no dejará de ser incompleta. Y eso se debe a que dichos temas no estaban dados de antemano sino que los “inventó” el propio Arlt, desprendiéndolos como viñetas del satinado papel de los días. Basten, en todo caso, algunos títulos para entender su espíritu: “Amor en el Parque Rivadavia”, “La tristeza del sábado inglés”, “La muchacha del atado”, “Casas sin terminar”, “Ropa para obreros”, “Conversaciones de ladrones”…

Más allá de estos pequeños tratados sociales de “inmediata desesperación en prosa” (muchas aguafuertes, como sus “primas” de las Bellas Artes, iban a la imprenta cuando la tinta de la máquina de escribir aún estaba fresca), Arlt nunca abandonó su filiación con la pintura. Y a imagen y semejanza de Baudelaire, que en sus “Cuadros parisinos” (una sección de “Las flores del mal”) contiene poemas cuyos títulos podrían pertenecer al impresionismo, Arlt bautizará algunas de sus aguafuertes como si fueran verdaderas pinturas: “Molinos de viento en Flores”, “Los tomadores de sol en el botánico”, “Corrientes de noche” o “Grúas abandonadas en la isla Maciel”.

Sin embargo, no sólo de viñetas urbanas estaban compuestas las “aguafuertes” sino de pequeños ensayos de un valor incalculable para el futuro de nuestra literatura. Y así, en “El idioma de los argentinos”, Arlt hará una maravillosa apología del “lunfardo”, dialecto en el cual se crió y puso en boca de sus personajes (fue el primer escritor argentino en hacerlo). También se despacha con una crítica feroz a los novelistas criollos en “Por qué no se vende el libro argentino”, y desprecia a la aristocracia porteña en “Argentinos en Europa”.

Tras la ciudad, el teatro de la vida…

El año de 1936 llevará a Roberto Arlt a España, donde escribirá una serie de viñetas conocidas como “Aguafuertes españolas”. Allí, testimoniará varios episodios de la vida cotidiana de Andalucía y la guerra civil, contrastadas con magníficas crónicas de viaje. De España cruzará a Tánger y sus textos del norte africano aparecerán, varios años después, como “Aguafuertes marroquíes”. Sin embargo, ni las unas ni las otras tendrán el maravilloso valor de las “Aguafuertes porteñas”; no porque no tuvieran calidad literaria (eso es algo que siempre sobraba en los textos de Roberto Arlt) sino porque tenían el sabor del deslumbramiento del turista. En las primeras, Arlt quiso ver a través de los ojos de sus admirados Goya y Cervantes; y en las segundas, al trasluz de “Las mil y una noches”, libro que adoraba tanto como el Quijote.

Lo que hace que las “Aguafuertes porteñas” tengan un valor incalculable, es una sentencia que se desprende, también, del texto anteriormente citado: “…la ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires, es ciego en Madrid o Calcuta…”

Si algo no fue Roberto Arlt durante su paso por la tierra, fue “un ciego en Buenos Aires”. Y su mirada de pura humanidad para desprender el teatro universal del “backstage” de la vida, nos ha dejado una de las colecciones más maravillosas de textos breves de la literatura argentina, pionera absoluta y que hoy, noventa años después, se siguen imprimiendo con la fresca tinta del futuro.

De la vida breve
Roberto Arlt nació en el barrio porteño de Flores en abril de 1900. Su obra literaria comprende cuatro novelas: “El juguete rabioso” (1926), “Los siete locos” (1929), “Los lanzallamas” (1931) y “El amor brujo” (1932); dos libros de cuentos: “El jorobadito” (1933) y “El criador de gorilas” (1941); varias obras de teatro como “Trescientos millones”, “El fabricante de fantasmas”, “Savero, el cruel” y “La isla desierta”, junto a dos recopilaciones de sus numerosos artículos: “Aguafuertes porteñas” (1933) y “Aguafuertes españolas” (1936)”. Arlt falleció en julio de 1942, a los 42 años.

Autor

  • Ivan Wielikosielec

    Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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