Chau, Diego del alma

A Maradona, lo vi jugar por primera vez en la cancha de Atlanta cuando yo tenía unos 11 años. Debe haber sido a fines de 1976 o comienzos del 77. Argentina estaba bajo la sombra del gobierno militar y el fútbol era una de las pocas alegrías de la gente.

Fue en Chacarita. Más específicamente en la cancha de Atlanta, en un partido en el que jugaba Argentinos Juniors contra Platense.

Mi primo, Carlos Tonelli, jugaba en las inferiores de Platense y me había conseguido entradas. Ya se hablaba de ese pibe, el Pibe de Oro, que hacía esas gambetas que mareaban. Así que, con entradas gratis, no me iba a perder esta oportunidad.

Pero nunca me imaginé lo que iba a presenciar. Especialmente porque yo, que crecí en Villa Adelina, tenía mis propias aspiraciones futbolísticas. Y a esa edad uno sueña grande. Incluso recuerdo ese día en el que fui tan lleno de esperanzas a probar en las inferiores de Vélez. Pero no se dio.

Así que verlo a Diego y sus piernas mágicas fue inolvidable. Antes de irme a vivir a Estados Unidos, lo volví a ver jugar dos veces más en esas canchas argentinas en donde la pasión hace temblar el estadio. Y cada vez era mejor. Cada vez aparecía con una jugada brillante que hacía que millones de gargantas quedaran roncas y brotaran lágrimas de alegría.

En el Mundial de 1986 estaba en casa, en ese partido de cuarto de finales entre Argentina e Inglaterra. Era un invierno bien frío. Con mi amigo Alejandro, estábamos pegados frente al televisor cuando, a comienzos del segundo tiempo, Diego hizo esa jugada imposible que culminó en un gol que quedó inscripto como uno de los momentos inolvidables en la historia del fútbol: la Mano de Dios. El entusiasmo fue tan grande que Alejandro levantó los brazos, gritó y la silla se le fue para atrás quebrando el vidrio de la ventana.

Siempre me pregunté si se nace con esa habilidad super humana. Porque después de verlo jugar era como que uno sabía que por más que se practicase, por más que uno se esforzase y aprendiese innumerables técnicas, no se podía llegar a ese nivel magistral, fantástico y muchos otros adjetivos que apenas describen al genio futbolístico.

Tan genio que Argentina decretó tres días de duelo nacional y lo quieren velar en la Casa Rosada. En Nápoles le quieren cambiar el nombre al estadio. Hay un cuarto de millones de seguidores que son parte de la Iglesia Maradonista que tiene su propia Biblia y Padrenuestro.

Pero el Diego, el Pibe de Oro, el Pelusa, no es un dios.  Es algo menos y algo más. Es este chico que salió de la pobreza de Villa Fiorito y tocó el cielo con una pelota en los pies. Ese chico que nunca olvidó sus orígenes y se identificaba con Fidel Castro y Hugo Chávez.

Algunos lo seguirán criticando por momentos de debilidad y caídas personales, pero yo lo voy a recordar como ese grande que cuando agarraba la pelota me hacía palpitar de emoción. Como en esa foto que vi hace añares de un partido contra Colombia en la que Diego está rodeado por casi todos los jugadores del equipo contrario. No sé qué habrá hecho. Pero como era un mago, siempre lo imaginé avanzando hacia el arco contrario, en un baile majestuoso, incontenible, sonriendo y con el estruendo de la gente. Chau, Diego del alma.

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