Crónicas desde el Hipódromo | San Valentín
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Desde un punto del Valle de Anáhuac.
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No sé con seguridad quien fue el ocurrente de inventar un día dedicado al amor, como si el resto de los 364 días del año no valieran la pena para celebrarlo.
En lo personal resulta ser más un día dedicado al contra-amor que al amor mismo, repleto de mercadotecnia, cursilería y todo lo empalagoso que existe en el universo.
Pero para el amor no hay reflexión, sólo un dejarse llevar por una serie de normas y patrones, como si de un manual se tratara.
Porque el amor más que ser algo abierto y público, debería ser un asunto más privado, como las cosas buenas de la vida que están para deleite de uno, no de los demás.
Y no es que quiera rayar en el egoísmo o lo introvertido, es simplemente que la obviedad de la vida que es el amor, es un asunto que si se vive realmente no hay porque gritarlo a los cuatro vientos o exhibirlo, porque si existe allí está a la vista, sin necesidad de aventar fuegos pirotécnicos a diestra y siniestra.
El objetivo de la vida es dar y recibir amor. Punto. No hay más por donde moverse. Que no nos gane el miedo o la culpa. Si se ama a quien complementa nuestra vida hay que demostrárselo cada instante, en cada respiro con el que alimentamos nuestro corazón y en cada suspiro que emanamos para cubrir al otro de lo que sentimos por él.
Porque el amor es el combustible de nuestro ser, el que revoluciona nuestro cuerpo, hace estallar nuestra mente e ilumina nuestro espíritu.
El amor va más allá de la familia, los amigos o los compañeros. El amor no es uno, sino la dualidad que forman dos seres que se complementan y se funden en la complicidad eterna del todo y de la nada.
Me siento afortunado de amar, de sentirme en dos, de vivir como uno.
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