El fugitivo del tiempo
Sintió esa noche más fría que ninguna. Descalzo se fue hasta una ventana entreabierta y la cerró de un tirón. Pero el frío continuaba, aun cuando se había echado varias colchas arriba y prendido la calefacción. Preocupado miró la hora. Era casi medianoche y, si la frialdad continuaba, podía asegurar que para la madrugada iba a estar tiritando. Se puso dos pantalones de franela, dos camisas, dos pares de medias, pero el frío que sentía era medular. Era como si una corriente gélida lo despertara, pero un miedo terrible también, justo cuando comenzaba a hundirse en el sueño.
Se pasó un largo rato en vela. Trató de leer; ver la televisión. Nada le interesaba sino dormir profundamente, pero al mismo tiempo, tenía recelo de cerrar los ojos, como si temiera no poderlos abrir más. Trató de pensar en algo agradable pero no tenía memorias del pasado. Era como si existiera un océano entre él y sus recuerdos. Sólo recordaba cuando, justo hacía un año, un extraño lo encontró desorientando al borde de un camino. Y a partir de ese día fue un hombre con un pasado corto. No sabía de dónde había venido, ni a qué aspiraba, y lo único que le recordaba vagamente algo del pasado eran los sueños, despertando siempre con la sensación de haber estado en otro lugar hacía mucho, de haber existido en otra época, como si sus memorias se hubiesen fragmentado, escindido durante un evento catastrófico.
Esa noche era distinta y lo presentía. Sabía que su mente guardaba un secreto. Deseaba descubrir quién era, qué suceso había borrado su pasado. Pero por mucho que anhelaba averiguar el motivo de su olvido, también le faltaba el coraje para conocer la verdad. Sentía a veces como un tic-tac de relojes en los tímpanos, de péndulos, de ruidos esporádicos, voces y hasta lamentos. Con los párpados entreabiertos batallaba a veces un cansancio milenario. Cabeceando sobre la almohada una parte de él lo mantenía atado en el presente, mientras otra se escapaba, se sumergía en una vorágine de tinieblas. Era entonces, en esos raros momentos que el sueño lograba atenazarlo, que se veía como el tripulante solitario de una máquina del tiempo, desplazándose con una claridad asombrosa hacia una cordillera orlada de pinos. Un terror insólito lo hacía aferrarse a las sábanas cuando se veía de pronto engrillado y semidesnudo, con heridas abiertas al sol y el polvo. En el trasfondo escuchaba multitudes; himnos y cantatas estremeciendo las columnas de un coliseo romano. Eran como si presenciara una parte de la historia del del mundo a cámara lenta, con tigres de bengala despedazando víctimas, peleas de gladiadores, tropel de fieras, vítores y sangre a raudales. Y sobre todo polvo, mucho polvo de ruinas y conquistas.
Se despertó, con los agitados latidos del corazón como única prueba de su miedo. Miró el reloj. Habían transcurrido escasamente veinte minutos. Prendió luces; escuchó música alegre. Fue al estante de libros y extrajo uno sobre la mitología griega. Leyó sobre Morfeo, dios de los sueños, y una leyenda de que el secreto del destino del hombre está en sus pesadillas. Es en ellas donde ocurre esa vida paralela que pudo ser; donde arrinconamos los terrores; nos reconocemos impotentes mientras la vida -o su ilusión- transcurre ante nosotros con una vertiginosidad asombrosa sin darnos a veces tiempo a reaccionar, o cuando al fin reconocemos el peligro, es demasiado tarde. Pero de la misma manera que la pesadilla lo despertaba, la noche le ofrecía la oportunidad de redimirse, de ponerse a salvo siempre y cuando se entregara por completo al sueño y despertara con el alba. Estaba convencido -sin poderse explicar el por qué- que si dormía una noche completa podía romper un maleficio, podía vivir una vida normal; recuperar su pasado sin haber muerto con él.
Miró de nuevo el reloj. Eran las doce y un minuto. Primero batalló el sueño como siempre, pero al rato decidió rendirse y sus párpados se cerraron como si fueran abanicos de bronce. Pensó que era mejor saber. Una parte de él deseaba volver a su origen, descansar al fin, cerrar los ojos para siempre. Para qué insistir -pensaba- si siempre habría batallas en el mundo; los hombres nunca aprenderían las lecciones de las guerras, que era inevitable la auto destrucción humana. Su otro yo sin embargo se rebelaba, deseaba ser eterno, vivir el presente, cambiar el mundo, hallar fe en la capacidad de mejorarnos, en la fraternidad de los hombres, en el
respeto por la vida humana.
Con el sueño cada vez más profundo, llegaron por fin las memorias. Se vio de nuevo arrastrando grilletes; botín humano; manjar de fieras en el circo. Sintió el salpicar de la sangre de otros esclavos, confinados como él a la misma prisión del tiempo. La Via Apia, la senda milenaria transitada por los ejércitos victoriosos de Roma estaba a sólo cortos pasos de él. Emblemas, escudos, el trepidar de espadas, polvaredas y cantos de gestas anunciaban el triunfo reciente del imperio sobre Cartago.
En el desfilar alucinante de estas visiones podía sin embargo él escuchar las sirenas de la policía en la noche, la música estridente de algún vecino, el monótono tic-tac de su reloj. Imaginaba que no estaba del todo rendido; que su presente insistía en retenerlo. Presintió que no despertaría con el alba. Una vez más se vio
arrastrado a su inicio; acosado por las fieras. Poniendo toda la energía de su imaginación en otra época futura, y concentrando todo el poder de su mente en una visión cósmica lejos de la barbarie romana, pensó que podía de nuevo romper las cadenas, navegar sobre un océano de sangre hacia un mundo mejor. Pensó que para lograrlo de nuevo, bastaba llegar con la imaginación hasta el templo de Saturno y hacer girar las doradas manecillas del reloj que estaba a sus pies. El esfuerzo mental pagó con creces, y por fin comenzó a llegarle el recuerdo de su fuga. Su promesa a la deidad entonces fue retornar el día de su muerte. Los veinticinco
años previos a su amnesia, cuando un extraño lo encontró al borde de un camino, estaban ahora reflejados en los semblantes, en la miseria de los esclavos que pasaban por su lado. Se arrepintió de su promesa. Había conocido el futuro y no estaba listo para quedarse dos mil años atrás, morir desgarrado por las mandíbulas de una bestia. Las guerras y los odios de la humanidad continuarían, pero el futuro que conocía era mucho mejor que su esclavitud despiadada, de ser objeto de abusos, como si su nacimiento único en el universo hubiese sido un error. Sintió de nuevo el látigo fustigar sus espaldas. En su intento por escapar de nuevo del
sufrimiento hizo girar con la mente las manecillas del reloj saturnino, pero un súbito estallido del látigo hizo que perdiera el equilibrio, quedando las cuento saetillas del reloj detenidas en la oscuridad reinante del
medioevo.
Fuera de sí, perdido en esa oscuridad de siglos, alocado por la mala suerte quiso encontrar a tientas la salida, despertar. En pleno siglo veinte y uno, y con aullidos de sirenas y música en trasfondo, apareció un jinete forrado de hierro y lanza en ristre cabalgando por la acera. Ante el asombro de todos se metió con caballo y escudo en el elevador. Y derribando la puerta de un apartamento en el tercer piso reclamó con una estocada al fugitivo del tiempo.