Estadista sentado en escalinatas, un cuento de Liza Rosas Bustos
Debí haber sabido que llegaría allí antes de tiempo. Debí haber sabido que la luna omnipotente desparramando luz se traía algo entre manos. Esa noche ingresé clandestino encaramado en un camión cuyo conductor me depositó en las entrañas de la ciudad. Tuve que buscarme mi propio hotel porque, desacostumbrado a los turistas como estaba, el conductor jamás me quiso hablar. O será que habrá leído que mis ojos hinchados de luz delataban impacientes mis ganas de verte.
Fallé al calcular las horas y el día en que llegarías. No lo supe hasta que estaba en la médula de la miniurbe colonial. Esa noche dormí mal. La luz de los faros se colaba a través de las ventanas sin cortinas y a través del cuero de mis párpados, abriendo ranuras diminutas por donde se diluían mis sueños, lo que me mantuvo en vilo y al acecho de tu llegada. Taciturno aún por la violencia de una mañana que llegó demasiado luego, la luz tenue me desdibujó los ojos, pero nadie lo notó. Me abrí paso entre una complicada arquitectura que le otorgaba a las calles una mezquindad de antaño y por fin, entre los raquíticos pasillos, pudo abrirse paso el sol.
La gente serpenteaba las calles mientras los ignoraba con la vista vuelta hacia tu recuerdo. Instintivo tragué las imágenes de sus caras y me abrí paso hacia una plaza que carecía de bancas. Quise darle una tregua a mis piernas y busqué el refugio de las escalinatas de una iglesia, no de las iglesias nuevas sino de las que suelen estar al frente de las plazas. Si así no hubiera sido, jamás me hubiese dado cuenta de que los que estaban serpenteando las calles eran siempre los mismos, gotereando de sur a norte, de norte a sur. Jamás hubiese presentido siquiera que aquélla era una ciudad circular.
Los transeúntes se aparecían por el rabillo de mi ojo derecho caminando hacia la izquierda. Después de un tiempo volvían a aparecer desde el rabillo de mi ojo izquierdo caminando hacia la derecha. Emergían por un lado sucumbiendo al rato por el extremo opuesto, obedeciendo una constante individual que seguía una lógica que me costaba calcular. Conté tres o cuatro veces las mismas caras en el transcurso de cuatro horas y media. Unas se sucedían menos a menudo, otras más. El proceso seguía un hilo de intermitencia cuyo secreto desconocía. Y es que había leído acerca de los beduinos de antes de la llegada de los musulmanes. Había aprendido acerca de ellos caminando a ciegas por el desierto. Pero estábamos demasiado lejos de Asia.
La tarde alcanzaba su grosor máximo, tú no llegabas. Debo admitir que tenía ganas de marchar, pero estaba demasiado absorto en el conteo de los sombreretes, de las caras redondas de los niños, meticulosamente, augurando quiénes, cuándo pasarían o cuánto se demorarían en pasar. Tengo el orgullo de decirte que no me di por vencido. Mientras esperaba por ti, me decidí a seguirlos para tener algo nuevo que contarte. Supe entonces que aquella era una ciudad circular.
Por el camino vi mujeres que cargaban a los hijos que aprendían a gatear y seguían caminando con ellas. Luego, muy luego ellas se iban encogiendo mientras caminantes, los hijos envejecían con ellas. A medida que pasaba el tiempo muchos iban muriendo. Los hombres llorando muertes se acompañaban los entierros de los amigos para unirse luego de vuelta a la peregrinación. Al cabo de unas horas, de unos días, los veías gravitando el mundo a través de la mezquina circunvalación que rodeaba la ciudad. Los niños que jugaban un partido de fútbol en las calles, corrían detrás de una pelota que pateaban a propósito para seguir avanzando hacia delante y volver al punto desde donde había comenzado su juego para volver a seguir su camino. Los más jóvenes ordenaban un capuchino que pagaban apurados para unirse a la caminata constante que seguía día tras día, semana tras semana sin jamás terminar el recorrido soporífero de la ciudad.
Y tú jamás llegaste como yo jamás marché. Hoy llevo conmigo un cuaderno y un lápiz para seguirlos a ellos, calcular las muertes, los nacimientos y las vueltas que cada uno de los habitantes da en el transcurso de sus vidas. Presiento que hay caras nuevas que se han unido a la marcha, gente que he visto sentada en las escalinatas donde yo mismo me senté una vez y que ya me han visto también, gente que lleva cuadernos en los que yo tal vez figure como uno más de ellos, gente que ya no son más ellos, que ahora no son sino nosotros.
Debo, eso sí, confesar que ninguno de los habitantes me ha mirado directamente a los ojos. Me siento un peregrino errante en una ciudad cuyo secreto no me atañe, pero que me obsesiono por descifrar. Y es que tampoco me atrevo a hablarles. Temiendo interrumpirles un culto ajeno cuya efervescencia he llegado a considerar sagrada, no me atrevo a romper el equilibrio e importunarlos con preguntas que podrían deshacer esta mística a la que ya me he comenzado a acostumbrar.
Y sigo el conteo, pero presiento que yo también soy contado. Y observo, pero presiento que también soy observado. Empotrado en el desdén de sus miradas me dedico a calcularlos, caminando siempre paralelo a ellos, absorto en el transcurso de la vida de los habitantes de ésta, mi ciudad circular.