«Esto no es un simulacro…»

La experiencia de vivir en el terror de las armas en Estados Unidos.

Una leve ráfaga de aire tocó el costado de mi pierna izquierda cuando el repasador cayó al piso. En ese segundo, el descenso del aire, trajo el recuerdo de una mano blanca cruzada por una vena azul.

En la cocina de la casa de mi abuelo había una heladera Siam. En la puerta tenía una manija con bolita. Cuando  la abría, imaginaba que manejaba un auto. A veces me daba electricidad y esa sensación de pinchazo quedaba vibrando en mi cuerpo por un rato. Yo jugaba a ser una anguila eléctrica. Un animal acuático que había visto en un dibujo animado.

Bip, bip, bip

Ahora es mediodía. Es martes. El sol ya no saldrá en este día de invierno. Los chicos terminaron de comer. Estamos en la clase de ciencia. “¿Cúal es la diferencia entre un vegetal y una fruta?”, pregunta la maestra. Yo ayudo a preparar la lección, cortando dos tomates en veinticuatro rodajas. Un alumno levanta la mano, otro escucha con la boca abierta. Una nena se apura a dibujar, después se arrepiente y borra. De repente se escucha “Bip, bip, bip… Esto no es un simulacro, por favor cierren las puertas y las ventanas. Repito: esto no es un simulacro”. La voz de la Directora de la escuela sale desde los parlantes. Su voz calma, con una modulación extrema, cuidando que cada palabra que pronuncia se entienda perfectamente. La maestra me mira, camina hacia la puerta de entrada del salón y pone cerrojo. Yo sincronizo su tarea, camino hacia la puerta trasera del salón y pongo cerrojo. Después cerramos las ventanas.

Los chicos nos miran. La maestra no interrumpe la lección. Sigue hablando ahora de las semillas, con el tomate en la mano.

Otra interrupción de la Directora, diciendo ahora: “Pedimos por favor a las maestras que lean sus mails”.

Mrs. Carver camina hacia su computadora. Deja el tomate, toma un apio. Con el dedo índice me hace una señal invitándome a mirar el monitor de su computadora.

Tiroteo, emergencia, policía

Camino entre las mesas. Los chicos dibujan y escriben con lápiz “vegetales”. Un chico  me pregunta cómo se deletrea la palabra “tomate”. Le contesto y sigo mi camino hacia el escritorio de la maestra. En el monitor iluminado veo la palabras: Tiroteo, emergencia, policía. «Les pedimos que guarden calma y esperen hasta nuevo aviso”.

La maestra ahora explica la importancia de los tallos en las plantas para absorber los nutrientes. Me mira. Las dos asentimos con la cabeza, la necesidad de extender una lección que ya debería haber terminado.

Me paro en el medio del salón con una planta de apio en la mano.

“Vamos a dibujar” dice Mrs. Carver, mientras reparte hojas en blanco.

“¿Por qué estamos encerrados, qué pasa?», Gabriel habla constantemente, interrumpe casi siempre y ahora nos mira esperando una respuesta.

“No sabemos qué está pasando”. Los labios de Mrs Carver dibujan una U al revés y sus hombros suben casi hasta tocar sus orejas.

Miro el reloj que cuelga de la pared del salón decorado con manzanas de colores. Es la 1.45 pm.

Camino entre las mesas con el apio en la mano. Los chicos dibujan.

El patio de la escuela está desierto.

Lo veo a Sean dibujando. Concentrado. La punta de su lápiz rozando el papel para conseguir un trazo exacto. Bajito, menudo. Sentado a su lado, Nicolás. Enorme, robusto.

Miro de reojo hacia afuera mientras pienso cuánto tardaré en correr hacia Sean para cubrirlo con mi cuerpo, cuánto en tomar a Nicolás del brazo y acostarlo en el piso para proteger su cabeza. ¿Cómo haré para voltear el escritorio y hacer una trinchera que nos proteja? He decidido salvar la vida de solamente dos de mis alumnos y me siento culpable.

¿Pasarán los tiros por la madera enchapada? ¿Dolerá mucho una esquirla de bala?

Vuelvo a mirar el reloj, son las 2 pm y ya dejé el apio en un escritorio. La escuela termina a las 2. 30 pm.

Imagino la calle afuera. Mi hijo está volviendo de su escuela, los semáforos intercambian el mecánico tiempo de verde y rojo. Alguien está ahora  pagando por un tomate.

En la  puerta de mi casa yo no estoy.

Ahora Mrs Carver da por terminada la lección. Prende la televisión y dice “Todos se portaron muy bien, vamos a tener un tiempo especial”.  Los chicos levantan los brazos como si estuvieran festejando un gol y se escucha la música del comienzo de “ Las aventuras sobre ruedas”.

A las 2.20 pm llega un mail. “Todo está bajo control, pueden abrir las puertas y decir a los padres que pasen a buscar a los alumnos como todos los días”

Retorno a la normalidad

Sacamos los cerrojos de las puertas. Abrimos las ventanas.  Los chicos corren con sus mochilas en los hombros a encontrarse con sus padres.

Mrs. Carver me saluda y me dice “gracias por haber estado conmigo en este momento”. Sonrió. Enciendo el motor de mi auto, pero antes de arrancar miro las nubes. Es probable que llueva en la tarde.

A la velocidad permitida, atravieso la calle pensando que hoy no soy una estadística.

Siento un apuro en el cuerpo, un resabio de electricidad como cuando abría la Siam en la casa de mi abuelo.

Llega mi hijo de la escuela y lo beso. El perfume de su pelo me confirma que estoy  en un terreno conocido. Empieza a llover.

Pongo dos rodajas de pan a tostar, las unto con mermelada y vuelvo a besar el pelo perfumado de mi hijo.

El vapor del té empaña mis anteojos. Veo nublado, veo borroso.

Las imágenes de todo lo que hubiera pasado, si pasaba lo que no pasó, se van yendo.

Crear mi propio albergue

Ahora es casi noche. Mi amiga, mi hijo y yo estamos sentados en la sala anexa al Teatro Brava. Una vez al mes vamos al encuentro feminista que organiza y modera la periodista Chelitz López. Es un podcast y se llama Indómitas, en claro homenaje a Elena Poniatowska y a todas las mujeres visibles e invisibles que con indómita fuerza encaran la vida.

“esto no es un simulacro…”

Hoy la invitada en Teresa Mejía, la directora ejecutiva de La Casa de la Mujer en San Francisco, California.  Teresa perdió a su familia un 5 de Mayo de 1977. Su madre, su hermana y sus dos sobrinas fueran asesinadas por su cuñado. Un hombre que no aceptó una separación.

Desde entonces Teresa lucha y trabaja por los derechos de las mujeres, en contra de la violencia doméstica y la dignidad de género.

Su trabajo comenzó en los albergues para las mujeres acosadas por la violencia.”La victimización que se da en esos albergues a las mujeres que asisten a ellos, me alejó. Mi sueño es crear mi propio albergue”.

Teresa cuenta que le gusta bailar, enamorarse y leer.  Cuando Chelitz le pregunta cómo pudo superar tanto dolor y pérdida sin resentimiento, ella sonríe y contesta, “creo en la ternura”.

Pesadilla

Llegamos a casa. Acuesto a mi hijo. En el silencio de la noche siento la electricidad pasar por mi cuerpo. ¿Existen las anguilas eléctricas? Las veo, vibrar, azules en la televisión blanco y negro de mi infancia.

Por detrás de mis pupilas cerradas, veo ahora mis dos pies. Tengo los dedos largos, como pezuñas de gallina. Me sujeto con ellas al borde de la terraza de un altísimo edificio. El cuerpo se mueve hacia adelante y vuelve hacia atrás. Una leve brisa me toca las mejillas. Flameo como una bandera. Siento el pánico de la altura y miro. Abajo mi hijo, chiquito de cinco años, quizás. Vestido con la ropa que usaba en esos años. Su pelo rojo lo destaca en un tumulto de gente y autos.  Lo veo hermoso, sonriendo. Está tranquilo pero está solo y no lo sabe en esa calle transitada y peligrosa. Pienso en saltar, para llegar a él. No puede cruzar esa calle solo, no puede. Escucho una mujer que dice “cuiden a ese nene, que alguien le dé la mano”. Esa voz hace que decida no saltar. Corro ahora hacia el interior de ese edificio. No hay ascensores. La única manera de bajar es entrando a una heladera. Es una heladera Siam, antigua. Está llena de comida, de pedazos de hielo, de bebidas. Mi cuerpo se dobla. Logro entrar y bajar. Cuando llego a la vereda de esa calle ruidosa, busco desesperadamente a mi hijo. Busco su pelo rojo, pregunto por él, por la mujer que dijo “hay que darle la mano”. Nadie sabe de qué hablo, nadie entiende a quién busco. Me despierto y la mañana está oscura y cerrada.

Mi hijo duerme ajeno a mi pesadilla. Escucho el ritmo calmo de su respiración, lo incorporo en mi cuerpo antes de dejar la cama.

Otro día más

El café de la mañana, los bulbos de narcisos a punto de florecer, el sol entre las nubes, el ruido del tren.

Los chicos van llegando a la escuela. Los salones están con sus puertas abiertas.

Hay mochilas y abrigos de colores.

En el monitor de las computadoras la Directora deja un mensaje de agradecimiento  por la calma con la que actuamos durante el incidente del día anterior.

Sean y Nicolás juegan en el patio.

Un leve viento frío disipa las nubes. Hoy no lloverá.  En algún lugar del mundo, esa mano blanca con una vena azul sostiene algo.

Empieza el día. “Esto no es un simulacro”, me digo sonriendo mientras miro el cielo, ese lenguaje de nubes descifrable desde lo invisible.

Adriana es educadora en el Distrito de San Carlos, California.Tiene una licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional de Rosario. Madre de Dante, un joven autista de 23 años, Adriana disfruta en escribir crónicas diarias, que ella ha titulado "Fotos con palabras". Sus textos pueden verse en Facebook. También ha publicado en las revistas Urbanave y en Brando, del Diario Nación y Página 12 Rosario.

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