Fábula de la noche, de Manuel Gayol

El cielo tronaba y caía en rojo… aunque también el cielo nos cubría con pespuntes violáceos, porque el violeta cedía por el lado oeste con aparente serenidad, o más bien se resistía con lentitud, mientras embriagaba al rojo oscuro que antes ya había saltado fuerte desde la cima de una montaña (el smog, bondadoso, aún la dejaba percibir a lo lejos). Pero, en seguida, veíamos cómo el violeta era violado por el rojo. Así, el crepúsculo se iba quedando sin paz y se desvanecía con rapidez. Detrás de la mezcla nubosa de ambos colores, avanzaba el agujero negro de una noche tormentosa, que nos venía envolviendo, rotundo, y lo deglutía todo con el sino preciso de lo irremediable… En lo más mínimo aquello parecía ser una noche de California.

Serían alrededor de las 7:00, con un vientecillo que había comenzado suave, un tanto frío entre otoño e invierno, pero que con premura se fue convirtiendo en el vendaval de una noche que no era exclusivamente negra, sino además rojiza y de cierta oscuridad agrisada, pero también traía las luces de las bombillas en las calles y las casas; una noche de desierto que ahora no era nada seca, sino que se presentaba con la humedad de un diluvio.

Realmente era una noche rara, porque en California no se acostumbraba a sentir este tipo de tormenta trepidante, que se mostraba como en el trópico, en la misma forma ciega de la oscuridad.

El viento venía así haciéndose cada vez más espinoso y cortante, ráfagas como de escalofríos, hasta que llegó un momento en que empezó a descargar ramalazos de lluvia oblicua. Realmente era una noche rara, porque en California no se acostumbraba a sentir este tipo de tormenta trepidante, que se mostraba como en el trópico, en la misma forma ciega de la oscuridad, pero también empastada, a lo lejos, en un supuesto púrpura, violeta y gris acuoso; una acuarela distante que ya no era tal, porque al cabo de unos minutos se perdió y se transformó en un aguacero cerrado, de anchas gotas, que caía encima de nuestras cabezas; una lluvia fuerte y estacionaria, con perdigones de granizos, que se hacía insinuante para una trama.

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En la mayoría de las ocasiones las historias comienzan a contarse de noche, y mucho más si hay tormenta y el viento se pone a chocar contra los cristales de las ventanas, como creando una atmósfera de lo que está por decirse y no se sabe, porque las fábulas, en buena parte, pertenecen al sugerente mundo de los gatos, que cuando los miras, los ojos les relucen como cargados de asombros vividos.
El caso es que esa vez, de diluvio, centellas y gatos, a mi amigo y vecino Joel Merlín (a quien también le decían el «Estudiante» porque había hecho la carrera de letras en la universidad) se le avivó la necesidad de empezar a contarme el viaje de su vida, que fue el hecho de cómo, después de tantos años, pudo salir de la Isla, pasar por España y llegar hasta aquí.
En esa ocasión, los gatos nos observaban desde el muro de bloques que rodeaba el apartamento. Eran unos cuantos pequeños felinos bajo la lluvia, con silenciosas miradas, aclaro, con el resplandor de los ojos y la elasticidad de sus sombras mojadas, que al pasar detrás de las cortinas creaban una atmósfera que se acoplaba al temperamento imaginativo de Joel.
Debido a ese temperamento, que cuenta con cierta dosis de romanticismo, el «Estudiante» siempre ha tenido la manía o maña de agonizar por todo, y en sus temporadas de depresión se dejaba una barba rala que le salía un poco jaspeada de blanco. Por otra parte, no es alto ni delgado, sino de una estatura mediana, parecida a la del padre, a quien nunca le importó su estatura (la de ambos). En aquel tiempo el Estudiante contaba con 37 años (la edad que siempre me ha gustado tener, digo), el cabello lacio, un poco largo, de canas grises y blancas, y por otro lado siempre ha sido de una forma de contar insistente y hasta obsesiva.

Así y animado de ganas de contar, entró en mi apartamento, seguido de mí, rápido, como si un segundo antes hubiéramos presentido el fogonazo de un relámpago que al caer calcinó el entorno por medio segundo. Busqué entonces la grabadora y nos acomodamos en la sala. De hecho, pensé que su testimonio sería el recuerdo de cómo fue la despedida, los últimos momentos que vivió en la Isla 10 años atrás. En seguida, me declaró que era eso, sí, naturalmente, pero asimismo hablaría de España y algo más. Entonces le propuse que me permitiera dar mi punto de vista y me dejara hacer la estructura de la narración. Lo aceptó, y me añadió que le gustaría poner la historia en mis manos, porque yo vivía solo desde hace un tiempo y tendría la posibilidad de concentrarme más. De esta manera, él hablando y yo escribiendo, podríamos crear esta fábula sabiéndonos personajes -me dijo, y quizás intentar descubrir por qué la vida era tan impredecible.

Sin más, nos dimos a celebrar los años de haber escapado de la Isla, y acordamos hacer varios encuentros con nuevos dictados…  Sin embargo, no pudimos evitar hablar antes de nuestro amigo Dobliu Vi (WV), quien era un escritor y profesor universitario que en una de sus novelas decía escribir como «un perro sarnoso»  -y Joel me comentó que a él le gustaba esa frase, porque le hacía imaginar a un escritor con la paranoia de la persecución, con una barba de años, alguien que dejaba escapar el brillo terco de sus ojillos, cubriendo con su cuerpo un pedazo de papel (como si fuera un hueso), al que se pone a garabatear a escondidas, para evitar que algún vigilante de un comité se lo fuera a arrebatar (se refiere al Comité de Defensa, que el Gobierno mantiene en cada barrio; los ojos del Big Brother, digamos), porque la Seguridad del Estado estuvo espiando a WV bien de cerca para saber qué se traía con sus novelitas sediciosas, con sus lecturas prohibidas de Vargas Llosa, de Paz, de Borges y de Lezama, y que por eso le pasó lo que le pasó, «por hacer diversionismo ideológico en las escuelas de la Isla», decían ellos.

De esta manera, él hablando y yo escribiendo, podríamos crear esta fábula sabiéndonos personajes -me dijo, y quizás intentar descubrir por qué la vida era tan impredecible.

A los dos nos gustaba la frase de «escribir como perro sarnoso»… Al mismo tiempo de volver a pronunciarla tuvimos el chispazo de otro relámpago que se filtró por el resquicio de la puerta, y esperamos unos segundos a que se escuchara el trueno que debió resquebrajar el cielo por un instante.

De inmediato nos volvimos a acomodar y continuamos compartiendo algunas ideas más sobre nuestro amigo, y fue cuando Joel me aclaró que no entendía por qué WV se había dejado arrastrar por la paranoia de la persecución, pero le aclaré que en verdad no fue tal paranoia, sino pura realidad concreta, porque en ocasiones los hermanitos del Minint le hicieron advertencias y la Seguridad del Estado (que es lo mismo) le controlaba las llamadas por teléfono, el comité de vigilancia informaba de la gente que entraba y salía de su casa y por eso se la revisaron varias veces hasta que la Seguridad emitió el informe…
Y ¡shas!, de nuevo el destello de otro rayo y más atrás el trueno, el apartamento se estremeció, y nos volvimos a mirar como preguntándonos si esta tormenta se habría equivocado de latitud… Cerré las cortinas de una de las ventanas en el instante mismo en que pasaban las sombras, enormes, de dos gatos. Entonces proseguí hablándole de WV, con el propósito de hacerle ver que este no había sido ningún paranoico, sino una víctima de la persecución compulsiva de los segurosos desconfiando siempre de la buena literatura, que cuando a WV le dio por hablar de Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, fue cuando la Seguridad hizo el informe a la filial universitaria y lo expulsaron; pero salió bien, sabes, porque por un pelo no le echaron cuatro años de prisión por revisionista y sospechoso de estar metiéndose en la contra; en fin, que la paranoia no la había tenido WV sino el Gobierno…
De modo que hicimos una pausa y me di a buscar, además de la grabadora, una botella de Napoleón y los quesitos con jalapeño, las aceitunas, los jamoncitos y las anchoas que me encantan, y nos tomamos un trago a la salud de los dos, pero de inmediato brindamos por el recuerdo de sus padres, que no podía faltar -me dijo, aunque la madre ya hacía un tiempo que se encontraba con él aquí, por eso ahora le interesaba más hablar del viejo Joel Merlín, quien se había quedado allá, para siempre, porque en realidad nunca quiso volver a emigrar. Esto se le había quedado muy adentro al Estudiante. Sentimiento que nunca ha podido superar -me comentó, ni aun cuando recuerda la confesión secreta que le concedió el padre. Pienso que esas palabras Joel me las dirá alguna vez, porque de seguro significan mucho para su propio relato. No sé si fue una confesión quemante o alentadora del viejo Merlín, pero sí resultó decisiva en la vida del Estudiante.

A los dos nos gustaba la frase de «escribir como perro sarnoso»… Al mismo tiempo de volver a pronunciarla tuvimos el chispazo de otro relámpago que se filtró por el resquicio de la puerta.

Lo que puedo afirmar es que Joel, además del significado de esas palabras, trajo la característica mueca con la lengua y las frases ocurrentes del viejo, que se le habían quedado grabadas junto a las descripciones del barrio de Piñera, el pueblo de Castropol y la ciudad de Oviedo que el padre recordaba, aún a los 85 años, sin casi perder su acento asturiano. Otra cosa fue que el viejo Merlín le enseñó la ética de la palabra empeñada: «‘Le doy mi palabra’, así se decía en la Isla durante mi juventud, y ¿sabes?, el acuerdo era sagrado», le insistía el padre, una palabra incluso por encima de documentos o contratos. Con el viejo, el Estudiante aprendió así la ética de aquella época, al menos de unas cuantas gentes que creían en la amistad. Por estas razones, Joel se trajo los ojos y la voz del padre; esa voz rotunda, sí; y esos ojos pardos, fuertes y a veces llenos de dudas pero, al mismo tiempo, tan francos, tan hondos y tan tristes.

En ese momento, nos volvimos a dar otro trago y también brindamos por WV, y fue el deseo mutuo de sentirnos orgullosos de nuestro origen… No obstante, en seguida me dijo que no se arrepentía de haber dado el viaje para comenzar el riesgo de otra vida, recalcó… cuando lo dejó todo en busca de recuperarlo todo.
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Manuel Gayol Mecías
Capítulo I de la novela inédita
La otra historia de Joel Merlín
(cuarto libro de la serie Crónicas Marjianas)

Autor

  • Manuel Gayol

    Manuel Gayol Mecías Escritor y periodista cubano. Editor de la revista literaria online Palabra Abierta (http://palabrabierta.com). Graduado de licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la Universidad de La Habana en 1979. Fue investigador literario del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas (1979-1989). Posteriormente trabajó como especialista literario de la Casa de la Cultura de Plaza, en La Habana, y además fue miembro del Consejo de redacción de la revista Vivarium, auspiciado por el Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana. Ha publicado trabajos críticos, cuentos y poemas en diversas publicaciones periódicas de su país y del extranjero, y también ha obtenido varios premios literarios, entre ellos, el Premio Nacional de Cuento del Concurso Luis Felipe Rodríguez de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) 1992. En el año 2004 ganó el Premio Internacional de Cuento Enrique Labrador Ruiz del Círculo de Cultura Panamericano, de Nueva York, por El otro sueño de Sísifo. Trabajó como editor en la revista Contacto, en 1994 y 1995. Desde 1996 y hasta 2008 fue editor de estilo (Copy Editor), editor de cambios (Shift Editor) y coeditor en el periódico La Opinión, de Los Ángeles, California. Actualmente, reside en la ciudad de Corona, California. OBRAS PUBLICADAS: Retablo de la fábula (Poesía, Editorial Letras Cubanas, 1989); Valoración Múltiple sobre Andrés Bello (Compilación, Editorial Casa de las Américas, 1989); El jaguar es un sueño de ámbar (Cuentos, Editorial del Centro Provincial del Libro de La Habana, 1990); Retorno de la duda (Poesía, Ediciones Vivarium, Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana, 1995).

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