Hijos de la tierra: ladrilleros bolivianos en Rosario
En el año 2015, Gonzalo Vega viajó por primera vez al Impenetrable Chaqueño. Había contactado una ONG de ayuda humanitaria (“SOS Aborigen”) para registrar el “día a día” de la comunidad wichí. Estudiante de diseño, de clase media y de costumbres urbanas, Gonzalo “no tenía por qué tomarse la molestia de ese viaje”; como muchos colegas le dijeron. Pero algo lo impulsaba a salir. No sabía, por esos días, que haría cinco viajes más al norte ni que esa experiencia con la etnia “qom” sería el inicio de su vocación como documentalista; esa que podría definirse como “testimoniar los temas sociales más urticantes del país” donde los marginados (esa gente sin nombre ni derechos) son los primeros actores.
Seis años después y tras la pandemia, Gonzalo se decidió por un tema muy parecido: un ensayo sobre los ladrilleros bolivianos de Rosario.
Esta vez, el viaje era mucho más breve que al Chaco, pero experimentó sentimientos muy parecidos; la misma vulnerabilidad de los wichís estaba en los callados obreros, el mismo olvido de parte de los gobiernos (“de todos los gobiernos”, subraya Gonzalo) para con esas personas pero también (y sobre todo) el mismo amor de sus “fotografiados” por la tierra; esa de la cual se nutren o extraen frescos bloques para meter al horno y cocer, durante una semana, el rojo milagro del ladrillo.
Imágenes de la Argentina profunda
-¿Por qué elegiste los cortaderos bolivianos para tu último ensayo?
-Debe ser porque siempre anduve por la periferia y porque creo que ahí está la Argentina profunda, ese otro país que para muchos es desconocido y que, la mayoría de las veces, nos ha sido invisibilizado. En el caso de los cortaderos bolivianos, además de Argentina, está la América olvidada. Y está buenísimo mostrarla. Como si estuvieras diciendo; esto está pasando acá; este también es nuestro país y nuestro continente…
-¿Cómo fue el acercamiento con los obreros?
-Hacía rato que tenía la idea de registrar el trabajo de los ladrilleros bolivianos, pero no me era fácil el acceso. Hasta que me topé con un cortadero de argentinos en el Gran Rosario y uno de ellos me dijo: “Mirá, de acá se ve el camión que está cargando ladrillos… Allá están los bolivianos”. Y ese lugar al que siempre quise llegar, se hizo presente ante mí.
-¿Y qué vino después?
-Primero hablé con el capataz, le comenté lo que hacía, que era documentar mediante la fotografía, y que estaba muy interesado en el trabajo de ellos. Y sin dudarlo, me dijo que no había problema.
Pero después vino la parte más difícil, que era hablar con las personas que están trabajando. No podía pararlos para contarles que quería sacarles fotos. Así que mientras ellos trabajan, les iba diciendo y los iba registrando. Muchos no sabían ni lo que era un ensayo fotográfico, pero me aceptaron.
-¿Te sentiste cómodo?
-Tuve la suerte de manejarme con total libertad en el predio y a la hora que creía más conveniente. Por la mañana, al medio día y también a la tarde-noche, ya que cada momento corresponde a una parte distinta de sus trabajos. Al terminar la jornada y buscar un poco de reparo en la sombra, ellos me ofrecían lo que estaban tomando, porque el calor es muy intenso. Unos días más tarde, les hice unas copias en papel y se las llevé para que tuvieran de recuerdo. Fueron seis meses de visitas ininterrumpidas, entre el año pasado y este año.
-Sentís atracción por temáticas que para muchos son “marginales” ¿A qué se debe?
-A lo mejor todos somos marginales, aunque cada uno en su ámbito. Gran parte de mi vida viví en un barrio periférico de Rosario, con todo lo que eso significa; el potrero, los vecinos, el obrero que espera el colectivo todos los días para ir a su trabajo… Seguramente eso que uno mamó, tarde o temprano se ve reflejado en lo que hace; en mi caso, sacar fotos. Son los lugares en los que me encuentro más cómodo. Trabajando como fotoperiodista, me ha tocado estar en un lugar muy marginal y al rato en un hotel muy caro de la ciudad, con mis zapatillas llenas de tierra… Sigo eligiendo tener las zapatillas con tierra por haberme metido en el barro…
Carta de presentación
Gonzalo Vega nació en Rosario en 1975. En 2000 comienza sus estudios en Diseño Gráfico y en 2003 ingresa a la carrera de Fotografía.
Ha participado de distintos concursos nacionales e internacionales y publicado sus trabajos en Rosario 12 (de Página 12), Revista WAM (Villa María), Archivo Latino: Bex Fotógrafos Latinoamericanos, entre otros. También fue fotoperiodista en el diario Puntal Villa María, de esa ciudad. El año pasado fue seleccionado por la Foundry International y la VII Academy para sus talleres anuales sobre fotoperiodismo de los Estados Unidos; y este año, a participar en la exposición final del 28 Concurso Latinoamericano de Fotografía Documental “Los Trabajos y los Días”, Medellín, Colombia.
La Revista Enfoque Visual y LAP (Latin America Photography Foundation) de Colombia, viene de otorgarle una beca en apoyo a la internacionalización y visibilización de proyectos relevantes realizados por autores latinoamericanos.
Hijos de la Tierra
En el año 2012 vinieron de Chuquisaca, Bolivia, en busca de una vida mejor. Primero llegó Germán, y luego los cinco integrantes de la familia. Unos primos que estaban instalados en Rosario, les habían conseguido trabajo de ladrilleros. Y una vez aquí, trajeron a otros obreros del país. “Así es como se va haciendo la cadena” comenta Edwin.
Trabajan de lunes a sábados entre once y doce horas diarias. Y por la tarde, cuando descansan, sus hijos juegan donde sus padres amasaron el barro. El sueño de esos niños es terminar la escuela y conseguir un trabajo mejor; es decir, menos duro.
El domingo es el único día libre de los ladrilleros, pero lejos de descansar lo consagran al fútbol. Juegan en una liga de residentes bolivianos con catorce equipos de hombres y seis de mujeres. Es el único contacto que tienen con otras personas de su país, fuera del predio donde viven y trabajan.
Argentina no está pasando un buen momento y ellos lo saben. Inseguridad, narcotráfico, desempleo, inflación y otras carencias. Pero igual siguen eligiendo quedarse aquí porque, según dicen, “siempre tenemos la posibilidad de trabajar”. Igual se vuelven regularmente a Bolivia. Muchas veces se sienten solos y necesitan estar con sus seres queridos. No es fácil traer a los mayores.
Para el invierno y cuando casi no se puede trabajar debido al frío, Edwin proyecta visitar a su familia. Es un viaje de cuarenta y ocho horas en colectivo pero eso no le importa. Hace mucho que aprendió la resignación y la paciencia. En un futuro, su deseo es volver a vivir en su país en mejores condiciones económicas. Sabe que el trabajo es muy físico y no dura siempre; que sólo se puede hacer hasta los cuarenta años, edad promedio. Ser ladrillero genera un desgaste constante del cuerpo y, como él dice, “hay que poner el lomo para que te rinda”. Igual, ya están acostumbrados. Otros más jóvenes que recién empiezan, “a los pocos días dejan de ir al cortadero” dice mientras sonríe.