La danza planetaria
La energía intuitiva es algo que nace desde los poros hacia el aire. Uno camina, mira, señala, presta atención a objetos durante el transcurso de los días. Hay una intención en nuestros actos, en nuestra manera de dirigirnos a través de nuestra existencia.
La mañana estaba nublada. Un rocío con gusto a mar caía en los arbustos y en nuestras manos al bajar del auto. Nos subimos a un colectivo que nos llevó, siguiendo unos carteles, a un predio enorme. Desde lejos se veían flamear tres banderas de colores verde, azul y rojo.
Ibamos a una danza planetaria. Me convocaba el nombre. ¿Moveríamos el planeta?
En la entrada nos recibieron con una sonrisa. “Ahí está” dijo mi amiga, Mabel Valdiviezo. Anna Halperin, con sus 99 años, sentada y envuelta en una manta para protegerse de la bruma del mar, miraba a la gente llegar. Saludaba con una leve sonrisa, observaba, especialmente a los chicos.
En el horizonte del evento, la coreografía de la danza planetaria se mostraba como un recuerdo que no se quiere perder, una intención, el dibujo de una energía que se considera necesaria para cambiar el mundo. Quizás creer sea todo lo que el hombre necesita en este planeta para no perderse en el olvido de muchedumbre. Confinado a ser nada más que un número. Los pájaros quizás se apiaden de esta suerte. Por eso, ellos vuelan sobre nuestras cabezas, nos dibujan ojos en el cielo para que aprendamos a mirar.
Los tambores comenzaron a sonar con la contundencia que imaginamos tiene el magma que sostiene nuestros pasos en la tierra. Eso que llamamos “ley de gravedad”… La gravedad de estar vivos. Una fuerza que cuando escuchamos la tierra, nos empuja a avanzar.
Eramos quizás unas doscientas personas caminando en dos hileras, siguiendo el ritmo de los tambores y las flautas en la mitad de una meseta verde. Las banderas flameaban… Entonces empezamos a girar como las agujas de un reloj, corriendo. Un grupo humano en una dirección; otro grupo, en la dirección opuesta. Los tambores en un canto de percusión planetaria. La energía de la tierra fue llegando desde nuestros pies, hacia nuestros brazos. La extremidad de nuestras manos se fue perdiendo para hacerse parte del follaje de los árboles que nos rodeaban.
Fui un árbol.
Los tambores cesaron. Nos miramos, dimos dos pasos adelante y gritamos al universo una intención pensada desde nuestro corazón para cambiar algo individual en nuestras vidas, pero que también tuviera repercusión en el universo.
“Bailo por mi hijo Dante y por toda la comunidad autista para que encuentren el amor y la aceptación en este mundo que les permita vivir una vida plena e independiente”, grité. Y seguí corriendo en esa geometría de energía humana a la que me había incorporado.
Dante, reía y corría siguiendo al resto de la gente. Uno más, en conexión con la tierra, el aire, los pájaros. Los elementos básicos y sin cosméticos. La vida en estado puro. Sentí eso que siempre pienso y que ahora podía compartir con este grupo humano: “La discapacidad, es la convención social impuesta por un sistema que le teme al diferente”.
Ese día me enteré quién era Anna Halperin. Supe de su vida y de las tareas que realizan en el instituto Tamalpa. La práctica de la danza como curación. Hace unos años, Anna afrontó y superó el cáncer bailando.
En 1971 un asesino serial, terminó con la vida de siete mujeres en las montañas del Condado de Marin. La policía cerró el acceso a las montañas, por temor a que fueran más las pérdidas de vida. Anna y su marido, el arquitecto Lawrence Halprin pidieron permiso para bailar en las montañas con un grupo humano de la zona y dejar ofrendas en los lugares donde las mujeres habían sido asesinadas. Dos días después de la ceremonia, la policía recibió una llamada indicando dónde vivía el asesino. Las montañas se recuperaron y desde ese entonces, la Danza Planetaria, es un ritual. Todos los años se hace con una intención diferente.
Este año la intención fue pedir por los niños. Pedir por la liberación de los niños que viven en jaulas en la frontera. La liberación de los niños que viven en lugares precarios y tristes después de haber perdido a sus padres en manos de los agentes de inmigración. Mujeres, hombres, niños, bailando. La energía de compartir los mismos principios de vida. Desde el cielo, formamos un mandala humano.
Cuatro años atrás, en estas mismas montañas, me perdí con Dante buscando un parque con una caída de agua. Buscaba un lugar especial para llevar a mi hijo a pasear. Me sentía terriblemente sola y triste. Lejos de todo. Al llegar a casa, después de la excursión, mientras Dante se bañaba me puse a llorar. La desolación se había hecho parte de mí.
Un amigo me conectó por internet. Le conté entre llantos, el motivo de mi angustia. “Me perdí, buscando una catarata de agua para llevar a Dante de paseo. Quedé en el camino, sola y en subida”.
“Sola en su vida”… ese era mi enorme tristeza, la que se escapaba por los poros de esa piel que yo llevo pegada al cuerpo: el autismo.
En ese mismo tiempo, una madre del grupo de autismo del Área de la Bahía, alienada en la discapacidad, mató a su hijo autista de un tiro y después se suicidó. La contundencia de esta tragedia nos pegó en la vida. La conocíamos. Era una mujer que siempre sonreía, que luchaba por los derechos del autismo. Que llevaba ese título que esta sociedad tanto aplaude “una guerrera”.
La mayoría de edad en la discapacidad, significa el cese de los servicios del sistema educativo, significa el cese de protección porque el discapacitado deja de ser un niño, un estudiante a cuidar. Se torna un adulto que no produce. Eso que esta sociedad llama, una carga para el Estado.
En Santos Meadows, bailando y corriendo alrededor de los tambores, tomé a Dante de la mano. Juntos corrimos en círculo. Un cóndor sobrevolaba el cielo. Al ruido de los tambores, pedí por el alma de esta madre y por la de su hijo. Pedía para que la desesperación y la soledad extrema se alejen y nos den un respiro. Besé a Dante y seguí bailando.
Bailar cura.