Lo que grita el cielo (CINE)

Después de mucho tiempo volví a ver cine mudo. Y fue como si lo hubiera hecho por primera vez en la vida. Y es que no siempre estar ante un evento implica formar parte. Se puede ser un observador y no pertenecer a lo observado, como una rara piedra que por decisión personal no obedece las leyes del magnetismo. Pero cuando atraído por ese evento uno empieza a girar en su campo gravitatorio, algo cambia. Y uno deja de ser “espectador” para convertirse en actor; en un elemento que está dentro y no fuera del sistema. Aunque ese actor sea invisible y nada pueda cambiar nada en las acciones del film.

Lo cierto es que anoche, al ver el “Fausto” de Friedich Wilhelm Murnau (1926) fui parte de su elocuente mudez. Y estuve junto al doctor apretado en su habitación que parecía más estrecha ahora que éramos dos. Me sentí claustrofóbico en ese plano vertical como adentro de un armario, bajo el peso de libros empolvados que parecían no enseñar otra ciencia que la de volver más rápido al polvo. Luego ayudé al doctor a prenderles fuego y sentí un miedo helado cuando alguien golpeó la puerta. Luego escuché a Mefistófeles y puse palabras a sus gestos, al alemán no pronunciado del Diablo. Y estuve con ellos en la noche de Walpurgis, tomando vino de fuego en las tabernas, y en la capilla de un pueblito enloquecí por la bella Margarita. Y cuando por fin la abordé en la calle, no sabía si le estaba ofreciendo mi alma o pidiéndole que me ayudara a salvar lo que aún quedaba de ella. Después la vi bailar entre los manzanos como en un sueño. Y supe que ya no era ni Margarita ni la actriz Camila Horn, que esa chica se había convertido en una “Nueva Eva” en su jardín primitivo, sin la menor idea del significado de la vejez, el dolor y la muerte.

Entonces bajé el volumen de esa música que en las películas mudas no termina nunca. Y pude escuchar, por fin, el silencio de Margarita entre los manzanos. Y luego el pedido de Fausto de juventud eterna y las carcajadas de Mefistófeles. Y al cabo de un rato, cuando la película terminaba, sentí que volvía de un largo viaje. Que más que mirar había presenciado. Que más que observar había asistido. Y me quedé pensando qué pasó después; en qué se convirtieron las películas mudas tras la invención del audio. Pasó que se inventó el cine, me dije. Pero aquel “protocine” que todavía no era “séptimo arte”, aquel hecho estético que le debía su secuencia narrativa a la historieta, su puesta al teatro, su guión a los clásicos de la literatura y su expresividad en blanco y negro a la fotografía, no había sido superado todavía. Muy por el contrario. Tras la invención del audio, todos esos hallazgos se diluyeron en una serie de tics “acomodados” para una nueva figura, la del “espectador”. Esa pasividad que, sentado en su butaca, podía observar sin pertenecer a lo observado.

Y aquel magnetismo de primeros planos que le dicen a cada uno cosas distintas, aquel arte misterioso en secuencias que había durado poco más de treinta años, aquel cuento que se contaba con gestos y violentos contrastes de oscuridad y luz, aquel imaginario hecho de Metrópolis y Fautos, de Nosferatus y Potemkins, de Murnaus y Dreyers, había pasado al olvido.

Sin embargo, yo sentí anoche que sus figuras seguían gritando en el silencio de los tiempos. Y como sirenas que tienen un tremendo mensaje para los hombres, piden que las escuchemos bajando el volumen. Porque sus voces sólo suenan en la imaginación conciencia abajo. Como escuchar a los muertos o los sueños de los hombres. Esas películas de 18 fotogramas por segundo son al cine moderno lo que el antiguo cerebro de reptil a la inteligencia, lo que los miedos a la razón, lo que el instinto al sentido común. Esas películas sin voz son “el inconsciente” del cine sonoro.

Volví a pensar, entonces, en el cuadro de Edvard Munch. O mejor dicho, en esa serie de cuatro cuadros que Munch pintó en 1893 y que llamó “El grito”. Y pensé, una vez más, que ese cuadro había inventado el cine mudo y la pintura sonora. Aquel grito de Munch tampoco podía escucharse. Pero entrando en su campo magnético se podían determinar todas las partículas de su silencio. Las mismas que componían aquel aullido que anunciaba un siglo de angustia; una Era donde, a pedir de Mefistófeles la condición humana se degradaría cada día más.

Todas las películas que vinieron después, todos los Faustos y Nosferatus son hijos de aquel aullido al óleo.

Y cuando uno lo mira se pregunta qué estará gritando ese hombrecito aturdido en aquel puente de madera bajo un cielo apocalíptico. O qué grita la “Gretchen” de Murnau tirada en una escalera, sangrando melancolía en blanco y negro. ¿Qué gritan todas esas figuras del cine mudo y la pintura sonora? Me volví a preguntar. ¡Qué gritan? Y la respuesta me llegó como dictada en el silencio de la noche: gritan un horror sin nombre. Ese que el bluetooth del mundo jamás pondrá en palabras.

Iván Wielikosielec

Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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