Un angelino en Buenos Aires: me regalan un pedazo del país

Era de noche cuando desperté. Tenía hambre y el trozo de empanada de pollo no apetecía mis instintos. Ya eran casi las ocho. Caminé un poco por la Avenida de Mayo. Todo cerrado. José, el español de la carpeta me recomendó un restaurante a una cuadra del Hotel. Allí mismo en Florida, adonde noté una presencia sorprendente de emigrantes de las tierras andinas de Perú y Bolivia. Dijo que el precio no era módico pero sí aceptable, especialmente para turistas. Le comenté que no sabía cómo abrir mi botella de vino argentino que compré más temprano y presto se ofreció a resolver mi problema.

Le brindé un vaso y lo rechazó. “Estoy trabajando” me dijo. Y también se refirió a lo difícil que resultaba encontrar un trabajo a su edad. Subí con mi vino a la habitación. Probé el licor y me pareció bueno para el precio. Tapé la botella y salí de nuevo. La calle no estaba excesivamente alumbrada. Algún desamparado rebuscaba más desechos en el Mac Donald. En mi paso hacia el restaurante me encontré con un mayor número de artesanos. Estos parecían argentinos aunque compartían espacio con los forasteros.

Hice preguntas a los allí radicados. Fueron, diríamos que amables pero desconfiados. Imaginé que en esa economía informal muchas cosas pasan bajo la mesa. Los dejé en medio de sus productos de cuero y metal y entré al restaurante. Confundido con los nombres del menú, el precio en pesos y mi hambre, terminé pidiendo un bife de chorizo. Pensé que luego podría saborear los asados. Quedaban días. Con sorpresa, un verdadero steak, tipo New York con sabor local me fue servido. Los camareros me miraban con sorna aunque fueron amables y sus conversaciones me abrieron la puerta a la gente del país.

Alrededor mío muchos brasileros, algún norteamericano y uno que otro europeo saboreaban los platillos mientras probaban los vinos de la casa y las cervezas producidas en Argentina. Me costó unos ochenta pesos, es decir casi veinte dólares. Un poco elevado para estar en una ciudad con un ingreso per cápita muy por debajo del de Los Ángeles. Claro, acompañé mi plato con vino y una ensalada, de un costo ridículo por su precio exagerado.

Disfruté el lugar y decidí como sobremesa, recorrer calle arriba la peatonal Florida. Alrededor se miraban tiendas de todo tipo, bancos, negocios pero casi sin excepción, cerrados. Un lugar, casi un laberinto ofrecía un show de tango por casi cuarenta dólares la entrada. “Es fin de semana», me dijeron. A fin de cuentas, ya eran más de las diez de la noche y comencé a sentirme solo. Los vendedores ambulantes recogían sus cosas.

El acento, la forma tan particular de expresarse me indicó que en este país había miles de personas morenas que se acomodaban donde mejor dios le ofrecía un lugar. Muchos de ellos, sin papeles, se negaban a hablar de su residencia. Algunos nacionales simpatizaban con ellos mientras varios los despreciaban no sólo por la competencia sino por racismo, según sus propias palabras derogatorias.

Al regresar, casi había olvidado el frío que calmé con un poco de vino, algo de televisión y los preparativos para una visita y la razón por la que viajé a Buenos Aires. Estaba invitado a un simposio de Literatura por mis trabajos en la Revista Cultural Hispanoamericana y la organización POESIA. Ellos ayudaron a financiar mi viaje. Mauricio y Cristina fueron mis ángeles protectores a distancia desde el primer día que pisé la tierra de Sarmiento.

Al día siguiente compré café en la calle y unas medias lunas que vendían a precio muy módico los vendedores callejeros. Ya mediodía salí porque estaba a invitado a un asado en casa de la amiga que me recibió a mi llegada. Susana Palloni me indicó claramente cómo tomar el metro que llaman subte. Salí de Florida y debía parar en Lavalle. Al salir noté un paisaje urbano diferente, casas limpias, nada de grafiti y un supermercado Jumbo, algo caro para el común de allá pero mezclado con mercadería de todo tipo incluyendo ropas y electrónicos. Me recordó el Walmart pero con precios no muy accesibles.

Caminé dos cuadras y por fin entre casas, algunas con rejas y gente de clase media me sentí rechazado por algunos individuos que estacionaban sus automóviles en pequeños garajes. Estaba en un barrio diferente al centro y me pareció que la vida transcurría más pacíficamente. Luego, las noticias de la noche suprimieron ese optimismo al mencionar robos y otros delitos en los cuatro costados de la ciudad.

Llegué por fin a la casa de mis anfitriones con mucho entusiasmo y algo de ansiedad. Salvo Susana, yo no conocía a los demás. Sus compañeras eran todos del bachillerato y se hacían acompañar de sus actuales esposos, claro, sin contar las solteras. Había profesionales como dentistas, antiguos maestros y entonces se fue completando la cara del argentino que yo había experimentado la noche anterior con los meseros, los artesanos y otros pasantes de Florida.

Me cautivó la manera tan franca de referirse a los problemas, de debatir sobre política, incluyendo mi Isla cubana y también bromear algo que me recordó mi patria caribeña adonde la gente se queja pero se ríe hasta de sus desgracias. Susana me regañó por mi tono de voz altisonante. “Es cubano, sabés” le dijo a una amiga. Un rato más tarde el tono subido de la conversación me hizo sentirme en casa porque ellos también hablaban alto y discutían con franqueza.

El asado no pudo ser mejor ni tampoco nada me hará olvidar ese momento en que me sentí agasajado en medio de amigos nuevos, de la madre de Susana y de gente argentina que me llevó a la conclusión temprana de que no había en el mundo personas más parecidas a los cubanos que los argentinos.

Leímos poesía. Recitamos. Incluso alguien leyó una especie de discurso. Sobraron lágrimas y abrazos. Hacía muchos años que no me sentía tan bien. Y no lo atribuyo al vino ni al licor sino a la solidaridad humana que disfruté en esa tarde porteña que duró casi hasta al anochecer.

Regresé a mi hotel. Preparé mis libros pues el lunes tenía que presentar mi novela más reciente, Las Tres Muertes de Gurrumina Robinson y también organicé los materiales para acreditarme. Hablé a casa. Saludé a mis ángeles guardianes y me fui al café Tortoni adonde disfruté de un espectáculo de tango, un buen café y un dulcecillo delicioso. Me tomé fotos y ya casi medianoche me acosté a dormir. No había duda que ese día los argentinos me regalaron un pedazo de su país.

Autor

  • Julio Benitez

    Fue asesor literario y profesor de la Universidad Pedagógica de Guantánamo, Cuba, y educador en Los Ángeles, California. Obtuvo premios nacionales como narrador en los concursos Rubén Martínez Villena, Frank País y el Regino E. Boti así como distinciones en poesía y crítica. Ha publicado La Reunión de los Dioses Cuba (cuentos, 1991). En USA, El Rey Mago (poesía 2007) y la novela La Reunión de los Dioses (2007). Su obra crítica se encuentra en publicaciones de Cuba y Los Estados Unidos. Miembro del consejo editorial de la revista electrónica La Luciérnaga.

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